—Entonces, ¿por qué le interesan, padre? —preguntó Colette—. Me da la impresión de que está usted intentando disuadir a Marc…
—No, no, en absoluto, mi querida niña —contestó el padre Kimber sonriendo—. Sencillamente pensaba que ya tienen bastante que estudiar en el Instituto.
—A lo mejor también el Instituto se encuentra en una de sus líneas «ley» —dijo Colette.
—¿Cómo? ¿Y por qué iba a estarlo? —quiso saber el padre Kimber.
—Bueno, ya sabe que fue construido en el solar de un antiguo convento.
—Ya, y me imagino que fue Enrique VII quien mandó destruir el convento, ¿no? —añadió el padre Kimber.
—¿Cómo ha dicho? —intervino Marc.
—Pero ¿qué es lo que os enseñan en ese Instituto? Enrique VII y la Disolución de los Monasterios. ¡Un hombre horrible!
—El responsable de la Disolución de los Monasterios fue Enrique VIII —le corrigió Marc.
—Claro, claro.
—Bueno, en cualquier caso, después de ser reconstruido, el convento se quemó —continuó Marc, entusiasmado por el tema—. ¿Ha oído hablar de la hermana
Uriel? Se supone que su fantasma rondará esta zona el 30 de abril.
—Es la fecha de Beltane —añadió Colette—, un antiguo festival pagano.
—¿Así que ese fantasma, o ese demonio, se supone que aparece en Beltane?
—Sí —respondió Marc, que nunca había imaginaos la hermana Uriel como un demonio. Empezó a sentirse un poco ridículo—. Aunque la verdad es que se está retrasando.
—O a lo mejor su calendario es distinto del nuestro —dijo el padre Kimber con tono misterioso. —¿Qué quiere decir?
—¿No es obvio? —preguntó Kimber, y al ver los rostros perplejos de los dos jóvenes, continuó—: Allá por el siglo XVIII se modificó el calendario en Inglaterra para que coincidiera con el del resto de Europa. La diferencia era de doce días, es decir, que el 30 de abril se convertiría en el 12 de mayo.
— ¡O sea, que el verdadero Beltane es el próximo viernes!
—¡Exactamente! —exclamó Kimber adoptando un tono de voz más grave.
Se inclinó hasta el punto de que su nariz aguileña casi tocaba la de Marc y le miró fijamente a los ojos.
—No provoques a las fuerzas de la oscuridad, sobre todo en esta época del año. Hay monstruos terribles ahí fuera. Demonios y fuerzas que no podemos siquiera aspirar a comprender.
Marc tragó saliva. Se sentía incómodo.
—Te lo pido por favor, Marc: aléjate de todo esto, ¿me oyes? —le suplicó el padre Kimber—. No creas a los profesores del Instituto, hijo mío, cuando dicen que esas fuerzas no existen.
A pesar de que el sol brillaba sobre el campanario, de repente, Marc notó muchísimo frío. Se apartó del padre Kimber y sintió un estremecimiento al ver cómo una gárgola de piedra le miraba malévolamente a los ojos.
—No se preocupe, seguiremos su consejo, ¿verdad, Colette?
No hubo respuesta. Marc cayó en la cuenta de que Colette no había dicho una sola palabra desde que le había contado al padre Kimber lo de Beltane. Había desaparecido.
—Debe de haber ido a la iglesia —comentó Marc mientras se dirigía hacia la estrecha escalera de caracol que llevaba a la nave principal de la iglesia.
—Adiós, hijo mío —dijo Kimber—. Y, por favor, no olvides lo que te he dicho.
—No lo haré, padre —añadió Marc ya desde las escaleras.
Encontró a Colette en la nave de la iglesia, mirando hacia la piedra del altar. Estaba de espaldas y se sobresaltó al notar la presencia de Marc.
—¿Qué haces aquí abajo? —preguntó él.
Colette se giró para mirarle desde la oscuridad que escondía su cara.
—Por un momento creí haber oído cómo alguien me llamaba —dijo.
Marc escudriñó las sombras a su alrededor.
—Aquí no hay nadie.
—Ya lo sé —dijo Colette.
Entonces dio un paso hacia delante y la luz que se filtraba a través de las vidrieras le iluminó la cara. Marc se quedó sin respiración.
—¿Qué ocurre, Marc? —preguntó Colette mientras él extendía la mano para rozarle la mejilla izquierda.
—Te has herido —dijo él.
—¿Cómo? —se extrañó Colette mientras sacaba un espejo del bolsillo trasero de sus vaqueros. Tenía una hinchazón morada justo debajo del ojo izquierdo.
—No lo entiendo —dijo—. Que yo sepa, no me he dado ningún golpe.
—Quizá tenga razón el padre Kimber y deberíamos dejar de investigar a la hermana Uriel —reflexionó Marc—. Me acaba de advertir contra ella pronosticando todo tipo de catástrofes si seguimos curioseando.
—Qué raro. Por una parte, el padre rechaza tu idea de las líneas «ley», y por otra no duda en creer que Uriel existe.
Marc y Colette se volvieron al oír cómo el párroco entraba en la nave de la iglesia. Examinó la contusión de
Colette con gesto preocupado.
—Mi querida niña, ¿te ha pegado alguien? —preguntó.
—No. Este moratón ha aparecido como por arte de magia.
El padre Kimber la miró fijamente.
—¿Te había ocurrido antes algo parecido? —preguntó.
—No —contestó sinceramente Colette.
—¿Nunca has experimentado sensaciones extrañas? —siguió inquiriendo el padre Kimber.
—Bueno, yo… —empezó a decir Colette, pero Marc la interrumpió. Estaba muy preocupado por ella.
—Padre, ¿no tiene una pomada o algo así para bajarle la hinchazón? —preguntó.
—Sí, claro —dijo el párroco, aunque parecía estar pensando en otra cosa—. Seguidme.
Llevó a Colette y a Marc a una pequeña antesala, y allí procedió a untar el moratón con un poco de antiséptico procedente de un tarro que había en un estante de una librería.
Marc echó un vistazo a algunos de los títulos:
Operación Tormenta del Desierto
, de Alastair Courtenay, que el joven recordaba como uno de los camaradas de Axford durante la guerra del Golfo; Registro del Ejército Británico, otro de los libros que había visto en la biblioteca del general; El viejo sendero recto, un tomo de aspecto anticuado escrito por un tal Alfred Watkins; física termonuclear, de E. C. Kesselwood; Diario de lo paranormal y lo inexplicable, de Damaris Hawthorne… No eran precisamente los libros que uno esperaría encontrar en la biblioteca de un párroco. Varios de ellos tenían post-it amarillos que marcaban las páginas de interés.
—El moratón apareció así… como por encanto… —trató de explicar Colette.
—¿Podría tratarse de Uriel? —preguntó Marc, incómodo.
El padre Kimber alzó la vista. Por un momento pareció como si no reconociera el nombre de la monja:
—¿Quién? Ah, la famosa hermana Uriel. Sí, claro. Debe de haber sido ella —dijo volviéndose hacia Colette—. ¿Así que esta contusión apareció de repente?
—Sí. Ya se lo he dicho.
—¿Y dices que nunca te había ocurrido una cosa así? ¿Nada extraño? ¿Nada inexplicable?
Marc y Colette se miraron el uno al otro, inseguros de cuánto debían contarle al padre Kimber. Al final, Marc tomó una decisión:
—Padre, usted cree en los fantasmas, ¿verdad?
—Claro que sí. Ya te lo he dicho. Dejad de investigar a esa hermana Uriel. Sólo puede haceros daño.
—De eso se trata, padre. Ya lo ha hecho —dijo Marc—. Incendió la cocina del colegio.
—No fue más que un cortocircuito —replicó el padre Kimber—. Eso fue lo que me dijo el general Axford cuando fui a visitarle.
—Sí, eso fue de lo que le informaron a él… —respondió Marc.
—¿Sabes algo más? —inquirió Kimber.
Marc miró fijamente al párroco, sin saber si debía confiar totalmente en él. ¿Le creería si le contaba lo de la bola de fuego, en el patio?
—El Instituto parece estar embrujado —dijo Colette, y ante el gesto de asombro del padre Kimber, decidió contarle toda la leyenda de la hermana Uriel.
—Así que se supone que reaparece cada cien años —dijo el párroco una vez escuchada la historia—. Y la abadía se quemó en el siglo XVII. ¿Volvió a aparecer en el XIX?
Marc empezó a sentirse algo ridículo:
—Bueno, no, por lo menos que nosotros sepamos… —reconoció.
—¡Pero hubo un incendio! —exclamó Colette—. Recuerdo haberlo leído en las escrituras cuando mi padre compró el terreno. Hacia finales del siglo XIX, cuando el Instituto todavía era una casa solariega, se produjo un enorme incendio en los establos…
—Y la cocina se construyó sobre los establos —dijo
Marc.
—Así que podría ser verdad —añadió el padre Kimber mirando sombríamente a los chicos—. Uriel ha vuelto. Alejaos de ella, hijos míos, alejaos de ella. Olvidad toda esa leyenda. Sólo el Señor o el demonio saben qué puede suceder.
El Proyecto
Miércoles 10 de mayo, 16:13 h
Joey apretó los dientes cuando Mascarilla Blanca volvió a cruzarle la cara. Ya tenía una enorme hinchazón bajo el ojo izquierdo. Hubiera dado cualquier cosa por poder patear a aquel hombre, pero las correas de cuero seguían manteniéndole atado al banquillo.
Hubiese querido gritar con todas sus fuerzas, pero se contuvo. Mostrar dolor sería lo mismo que hacerle saber a aquella rata de cloaca que estaba ganando. Y si había algo que Joey odiaba de verdad era dejar que alguien por encima de los treinta años le zurrara.
—¿Y ese bofetón por qué ha sido, apestoso?
—Por desobedecer mis órdenes —dijo Mascarilla Blanca mientras observaba el tablero de ordenadores de la pared de enfrente—. Estas pantallas hacen un seguimiento de tus ondas cerebrales. Muestran un elevado nivel de actividad fuera de lo común.
—¿Y qué?
—Utilizarás tus habilidades únicamente cuando y como yo te lo ordene.
—¡Váyase a freír espárragos, abuelo! —le contestó Joey a pesar de que no sabía muy bien qué había hecho exactamente. Estaba tumbado, atado al banquillo, y de pronto le pareció como si se hubiera dormido y estuviera hablando con una chica en una iglesia. Pero no tenía ni la más remota idea de quién era ella.
—Estabas intentando comunicarte con alguien. ¿Con quién? —preguntó imperativamente Mascarilla Blanca.
—No sé de qué me habla —respondió sinceramente Joey. Se acordó de su hermana Sara y de cómo ambos sabían con frecuencia lo que el otro estaba pensando. ¿Sería esto algo parecido? Pero ¿quién era aquella extraña chica? ¿Y por qué le sonaba tanto su cara?
—Si lo vuelves a hacer, Omar se ocupará de cortarte el cuello.
Llamó al hombre con pinta de árabe que había recogido a Joey en el aeropuerto hacía ya varios días. Había un brillo en sus oscuros y crueles ojos que daba a entender que disfrutaría llevando a cabo la amenaza de Mascarilla Blanca.
Omar avanzó amenazadoramente hacia Joey y éste forcejeó para liberarse de las correas de cuero, pero no sólo no se movieron, sino que se le hincaron más en la piel. Mascarilla Blanca y Omar sonrieron al ver la mirada de pánico en sus ojos.
De repente sonó un teléfono. Mascarilla Blanca se apartó de Joey y sacó un móvil del bolsillo de su bata blanca de laboratorio. Habló en susurros para que el chico no pudiese oír lo que decía. Después de colgar llamó a Omar, intercambió unas palabras con él y los dos salieron de la cámara.
Joey permaneció tumbado en el banquillo durante lo que a él le parecieron horas antes de que oyera cómo la puerta se abría de nuevo y unos pasos conocidos,
clic-clic-clac
, avanzaran hacia él.
—Joey, ¿qué te han hecho? —preguntó María al ver la contusión bajo su ojo izquierdo.
—¿Qué aspecto tiene?
—No deberían haberte hecho daño…
—Intenta decírselo a Mascarilla Blanca. O a ese asqueroso de Omar. No es muy comunicativo, ¿verdad? Me imagino que no habla bien el inglés…
—El Proyecto es internacional —le explicó María—. Y te aseguro, Joey, que no tenemos la intención de hacer daño a nadie.
—Pues no lo parece —gruñó Joey—. ¿Y qué hay de los otros chicos de los que hablaba ese apestoso? ¿Tampoco les hicisteis «daño»?
—Aquello fue una lástima —dijo María con un estremecimiento.
—¿Una lástima? ¿Una lástima para quién? —Joey exigió una respuesta, aunque después suavizó el tono. Hasta ahora María había sido la única persona que había demostrado algo de compasión hacia él. No se podía permitir convertirse en su enemigo—. ¿Dónde han ido Mascarilla Blanca y su matón?
—Están reunidos con el Director Adjunto del Proyecto, que acaba de llegar.
—Así que Mascarilla Blanca no es el mandamás de este tinglado…
—Claro que no. No es más que una de las muchas personas que trabajan para el Proyecto en todo el mundo.
—Pero ¿en qué narices consiste ese famoso Proyecto? ¿Y qué es el Fuego Mental?
—¡Shh! El profesor, quiero decir, Mascarilla Blanca, me ha prohibido que te lo diga, pero créeme, su finalidad es para el bien de todo el mundo —dijo María antes de ponerse a comprobar los contadores y lecturas del banco de ordenadores. Después ajustó una serie de interruptores en el casco que habían colocado en la cabeza de Joey.
—María, me duele —dijo Joey mientras miraba a la enfermera.
—Pronto se te pasará —contestó ella comprobando una de las pantallas de seguimiento de las ondas cerebrales por encima de Joey—. No deberías haber utilizado tus poderes tan pronto después de crear un Fuego Mental. El cerebro necesita tiempo para recuperarse de todo ese estrés paranormal.
—No es sólo la cabeza —insistió Joey—. También son las correas.
—Te desataremos cuando llegue el momento de irte a la cama.
—No puedo esperar —replicó Joey. Su dormitorio, si es que se le podía llamar así, era una celda de piedra sin ventanas con una litera y un guardia de servicio permanentemente tras la puerta cerrada a cal y canto. Incluso allá, en su casa de Harlem, no había vivido en tan malas condiciones.
María comprobó las correas que mantenían los brazos y piernas de Joey atados al banquillo.
—Por favor, aflójalas un poco, María.
Ella vaciló unos instantes y luego sonrió.
—No veo qué puede haber de malo en ello —dijo inclinándose para reajustar las correas—. Ya está. ¿Te sientes mejor así?
Joey asintió y María se dispuso a marcharse.
—Y no te preocupes, los dolores de cabeza acabarán desapareciendo —le prometió.
—Eso espero —respondió Joey—. No he tenido una jaqueca así desde que empecé a sufrirlas cuando aquel conductor que se dio a la fuga mató a mi hermana.
—¿Alguien mató a tu hermana?
—Sí, un maldito cerdo al que la poli nunca llegó a encontrar —le contó Joey con amargura—. Ni matrícula, ni nada. Pero si algún día llego a saber quién lo hizo, te juro que lo mato… María, ¿te pasa algo?