—¿Un conductor? —repitió Rebecca mientras pensaba en el pararrayos de la iglesia de Saint Michael.
—Joseph es capaz de conectarse con las líneas invisibles de energía que se extienden por el planeta y enfocarlas hacia donde nosotros creamos conveniente —explicó Mascarilla Blanca—. Y todo ello creando un fuego a partir de la nada que puede consumir cualquier cosa o dar forma a un pequeño trozo de tungsteno, de acuerdo con nuestras instrucciones.
—Como si fuera una batería humana… —murmuró Colette. ¿En eso se había convertido Joey? ¿En una herramienta en manos de aquel maníaco?
—Pero no ha tenido mucho éxito hasta ahora, ¿verdad? —se burló Rebecca—. ¡Casi incendian el Instituto, y en dos ocasiones!
—Habrá… accidentes… hasta que Williams consiga controlar como es debido el Fuego Mental —dijo Mascarilla Blanca—. También tuvimos problemas en Oriente Próximo. Los chicos a los que utilizamos allí fueron consumidos al perder el control de las energías latentes en lo más hondo de la Tierra.
—¿Oriente Próximo? ;—repitió Rebecca, y en ese instante recordó que el padre de Colette había viajado allí para estudiar los sistemas de seguridad en unos pozos petrolíferos tras haberse producido— inexplicables accidentes—. ¿También aquellos incendios fueron producidos por el Fuego Mental?
—El Proyecto es poderoso —dijo Mascarilla Blanca—. ¡Y ya es hora de hacer uso de todo ese poder!
—¡Ya basta! —se oyó una voz desde la entrada de la cámara—. Ya puedes revelar tu identidad, Kesselwood.
Marc y Rebecca se miraron asombrados. ¡Edward Kesselwood era el científico que había servido a las órdenes del general Axford en la guerra del Golfo! Pero… ¿acaso no estaba muerto?
—¡Emmanuel Kimber! —exclamó Mascarilla Blanca al reconocer al hombre que acababa de entrar en la cámara. Acto seguido procedió a arrancarse la mascarilla que le cubría medio rostro y Colette, horrorizada, tuvo que desviar la mirada. Toda la parte inferior de su cara estaba quemada y terriblemente desfigurada.
—Nuestros agentes pensaron que estabas muerto —dijo Kimber.
—Así lo creyeron todos cuando mi avión se estrelló en el desierto —explicó Kesselwood—. Las gentes que me encontraron hicieron lo que pudieron por mí, pero no consiguieron arreglar esto —dijo mientras señalaba su desfigurado rostro.
—¿Así que ahora trabajas para ellos? —preguntó Kimber.
—Ya sabes que el Proyecto está por encima de la política. No opera para ningún país o nación —respondió Kesselwood mientras lanzaba una mirada a su alrededor—. Me pareció muy ocurrente establecer mi base de operaciones aquí, exactamente debajo del Instituto.
—Es el lugar más idóneo —dijo Kimber—. Justo el punto en el que confluyen varias líneas «ley».
—Y también es el Instituto de Axford —cuando Kesselwood pronunció el nombre del general, sus labios se torcieron en una mueca de desprecio—. El hombre que me apartó del servicio activo y me hizo subir a aquel maldito avión…
—Entrégame al chico americano —dijo Kimber—. Aquí se acaba todo para ti.
Kesselwood retrocedió hacia la consola de mandos sin perder de vista ni a Kimber ni al revólver que éste empuñaba. Extendió la mano hacia atrás y activó uno de los controles. El cuerpo de Joey se retorció de dolor sobre el banquillo.
—¡No! ¡No me obligue a hacerlo! —gritó Joey mientras trataba de desasirse de las correas de cuero.
—¡Servirás al Proyecto! —gruñó Kesselwood.
Kriiii…
La frente de Joey se cubrió de gotas de sudor. Apretaba con fuerza los párpados para soportar el dolor.
—¡Me va a explotar la cabeza! —chilló—. ¡No me obligue a hacerlo!
Kriiii…
Marc, Rebecca y Colette vieron horrorizados cómo Kimber empezaba a tambalearse para caer al suelo retorciéndose entre alaridos. Levantó la mirada hacia Kesselwood, suplicándole que detuviera la agonía que crecía en sus entrañas, pero Kesselwood estalló en carcajadas.
Lo que sucedió después fue algo que Marc, Rebecca y Colette jamás olvidarían.
Comenzó a percibirse un fuerte olor a quemado, y el pelo canoso de Kimber fue oscureciéndose a medida que la energía invisible creada por Joey empezó a consumir su cuerpo.
Su rostro adquirió un tinte oscuro, y el hombre se lo cubrió con las manos. Cuando las bajó, allí no había rastro de ojos, sólo dos cavidades llenas de ceniza.
La piel empezó a desprenderse del cuerpo, y un horrible hedor a carne quemada se extendió por la cámara. Kimber abrió la boca carbonizada, pero no logró proferir sonido alguno, ya que el aire no llegaba a sus pulmones. De hecho, éstos ya no existían.
Luego hubo un fogonazo y Kimber desapareció.
Donde antes estuvo su cuerpo sólo quedó un montón de cenizas y, por increíble que pareciera, también sus manos cercenadas, algo que revolvió el estómago de Rebecca.
—Un dispositivo de lo más eficaz, ¿no es cierto? —dijo Kesselwood riendo entre dientes—. Williams se conecta a las fuerzas «ley» de la Tierra y las canaliza hacia aquello que yo decida.
—¡Es usted un monstruo! —exclamó Colette—. ¡Ha obligado a Joey a matarle!
—Así es —respondió Kesselwood con toda tranquilidad—. De la misma forma que le obligaré a eliminar a cualquiera que se interponga en el camino del Proyecto.
—Pero ¿qué es ese Proyecto? —volvió a preguntar
Marc.
—Eso no es de tu incumbencia, y menos ahora que tú y tus amigos vais a morir.
—
¡Ayúdanos, Joey! ¡Por favor!
—¡No puede matarnos a todos! —exclamó Rebecca.
—¿Quieres que te lo demuestre?
Colette dio un paso al frente:
—Si lo intenta, no piense que voy a ayudarle —dijo con actitud desafiante.
—¿Ayudarme? ¿De qué estás hablando, niña?
—Tengo los mismos poderes que Joey —declaró.
—Colette, oír voces en la mente no es lo mismo que tener poderes —susurró Rebecca.
—¿Por qué crees que soy yo la que las oigo, y no tú o Marc? —dijo Colette—. Joey intentó ponerse en contacto con la única mente compatible con la suya.
Kesselwood sopesó la cuestión. Quizá aquella mocosa estuviese diciendo la verdad. Pero sus habilidades no eran nada comparadas con las de Joey.
—De una mente como la tuya no podríamos sacar demasiado provecho —dijo mientras negaba con la cabeza»—. Incluso tuvimos que provocar un trauma en Williams para despertar sus poderes psíquicos latentes.
—¿Un trauma? —repitió Marc.
—De hecho, dos… —sonrió Kesselwood al recordarle»—. Fue cuando uno de nuestros agentes nos indicó que conocía a un chico con un potencial psíquico considerable.
—¿Un agente? —preguntó Joey, intrigado.
—El Proyecto tiene miles de agentes-espía en todo el mundo —continuó Kesselwood—. Toda la información que nos llega, por nimia que sea, es registrada, y actuamos en consecuencia.
Joey se acordó de su vecina, la vieja Henshaw, allá en Harlem, y de cómo le fastidiaba su costumbre de meter las narices en los asuntos de los demás. ¿Sería ella la que había informado de sus poderes al Proyecto?
—Así que organizamos un asesinato en Nueva York —continuó Kesselwood—. Y cuando nos dimos cuenta de que aquel trauma no fue suficiente para despertar sus habilidades, preparamos un pequeño accidente de tráfico. La muerte de su hermana le produjo tal conmoción que despertó definitivamente sus poderes.
—¿Vosotros matasteis a mi madre y a mi hermana?
—Por supuesto.
Al oír aquellas palabras, Joey quedó destrozado. Kesselwood y el Proyecto habían acabado con las dos únicas personas que le importaban en el mundo sólo para poder utilizarle en sus asquerosos experimentos para crear el Fuego Mental. Y los odió con todas sus fuerzas. Los odió con todo el poder que la muerte de Sara y de su madre habían despertado en él.
De pronto, Joey reaccionó. Gritó con furia. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Su mente bramaba contra el casco que le habían colocado en la cabeza, y se negó a seguir aceptando el poder que ejercía sobre él.
Los ordenadores de la cámara explotaron en una lluvia de chispas y llamas. Las pantallas de los monitores se resquebrajaron. Las entrañas de la Tierra empezaron a retumbar y Kesselwood y los demás tuvieron que sujetarse para no perder el equilibrio mientras el suelo temblaba.
Kriiii…
En el centro de la cámara apareció una bola de fuego mucho mayor que cualquiera de las anteriores. Joey estaba invocando los poderes de la Tierra. La bola fue creciendo lentamente hasta que amenazó con llenar la habitación.
—¡Está canalizando demasiada energía! —gritó Kesselwood—. ¡No podrá controlarla!
Kesselwood y Omar echaron a correr hacia la puerta que se abría al fondo de la cámara. Marc quiso lanzarse tras ellos, pero Rebecca se lo impidió.
—¡Tenemos que sacarle de aquí! —dijo mientras desataba las correas que sujetaban a Joey, a la vez que Colette le quitaba el casco.
—Ellos mataron a mi hermana y a mi madre… —repetía una y otra vez Joey mientras Marc le ayudaba a sentarse en el banquillo—. No puedo soportarla más…
Marc miró la bola de fuego. Era varias veces más grande que hacía sólo unos segundos. El calor se volvía cada vez más intenso, insoportable. Resultaba difícil respirar porque el Fuego Mental iba consumiendo todo el oxígeno del aire. Marc sintió un hormigueo en las manos y observó horrorizado cómo su piel empezaba a chamuscarse.
Pronto sería demasiado tarde para todos ellos.
—¡Esa bola va a estallar en cualquier momento! —exclamó—. ¡Tenemos que salir de aquí!
—Sí, pero… ¿por dónde? —preguntó Rebecca.
—¿Qué más da? —dijo Marc, y tiró de Joey para levantarle—. Corred, ¡ahora!
Kriiii…
Salieron atropelladamente de la cámara por el mismo camino que había tomado Kesselwood, y desembocaron en un gran túnel. Aún podían sentir cómo el fuego crecía desenfrenado. Estaban mareados por el calor y la falta de oxígeno.
Corrieron tan rápido como se lo permitieron sus piernas, y cuando llegaron a una trampilla de piedra, sin pensar adónde podía llevar, Marc les empujó a través de ella justo cuando la bola de fuego del laboratorio subterráneo de Kesselwood alcanzó su tamaño máximo y explotó.
Cementerio de la iglesia de Saint Michael
Viernes 12 de mayo, 0:22 h
La explosión hizo que los cuatro cayeran de bruces sobre la hierba mojada. Miraron hacia atrás. La trampilla de piedra que habían atravesado no era sino una de las lápidas del cementerio de la iglesia de Saint Michael.
Por la abertura salía un humo acre que se elevó por los aires ocultando la luna llena y los relámpagos que cruzaban la noche de Beltane.
Un poco más allá, las ventanas de la iglesia de Saint Michael; habían estallado a causa de la explosión, y una parte de la pared exterior se había derrumbado por la fuerza de la misma.
—Éste debe de ser uno de los puntos estratégicos de las líneas «ley» de Kimber —dijo Marc—. ¡Y pensar que el laboratorio secreto de Kesselwood estaba justo bajo la iglesia de Saint Michael…!
—¿Dónde está Kesselwood? —preguntó Colette—. ¿Y su esbirro?
—¿A quién le importa?—replicó Rebecca—. Joey está a salvo y la máquina del Fuego Mental ha sido destruida.
—Pero seguimos sin saber en qué consiste el Proyecto —reflexionó Marc mientras se acercaba a la parte de la iglesia que estaba más dañada por la explosión. Multitud de ladrillos aparecían amontonados en desorden, y empezó a levantarlos uno a uno.
—¿Cómo te encuentras, Joey? —preguntó Colette.
—Tengo la madre, de todas las jaquecas —bromeó el chico neoyorquino, a pesar de que sus ojos estaban llenos de lágrimas—. Oye, ¿pensáis que podré crear más bolas de fuego?
—Sin la máquina, de Kesselwood, no —respondió Rebecca—. Y ese artilugio está muy, pero que muy enterrado. Aunque está claro que tienes algún, tipo de poder paranormal, ¡A lo mejor deberíamos estudiarte en él Instituto!
—¡Oye, que yo no soy un conejillo de indias! —replicó Joey.
—¿No decías que no crees en los poderes paranormales? —le recordó Colette a Rebecca.
—Creo en lo que ven mis ojos. Y, la verdad, ¡cuesta asimilar lo que han visto esta noche! —exclamó mientras observaba a Marc, que había conseguido quitar unos cuantos ladrillos más—. Pero ¿qué estás haciendo? —preguntó—. ¡No creo que debamos provocar más desperfectos de los que ya hemos causado!
—Aquí hay algo —dijo Marc.
Al observar aquel montón de ladrillos, todos dieron un respingo, más sorprendidos que asustados.
Una calavera los miraba fijamente. Junto a ella reposaba un esqueleto, y de su cuello colgaba un crucifijo de plata.
—¡La hermana Uriel! —exclamó Marc con una sonrisa de satisfacción—. ¿Lo ves, Bec? Sí que existió. ¡Y por fin la hemos encontrado!
Iglesia de Saint Michael
Viernes 12 de mayo, 2:30 h
Desde su posición estratégica en lo alto del campanario de Saint Michael, Edward Kesselwood miraba hacia abajo. Los coches de bomberos y de la policía ya se alejaban.
Había decidido esconderse allí hasta que pasara la conmoción. Mientras miraba cómo la lluvia lo empapaba todo se preguntó qué habría sido de Omar. Tras escapar del laboratorio, cada uno había echado a correr en una dirección.
Kesselwood sonrió para sus adentros. No necesitaba a Omar, como tampoco había necesitado a aquella enfermera, María. Omar no era más que un matón a sueldo, y María había sido tan ingenua como para creer que la máquina del Fuego Mental sólo tenía fines pacíficos.
Ni siquiera necesitaba el Proyecto. No; lo único que le importaba era él mismo, Edward Kesselwood. Algún día volvería a construir la máquina del Fuego Mental y se vengaría por fin de Axford y de su maldito Instituto.
Unas pisadas detrás de él le hicieron darse la vuelta y empuñar rápidamente su pistola.
—Ha decepcionado usted al Proyecto —declaró fríamente el Director Adjunto.
—No ha sido culpa mía —protestó Kesselwood—. El chico era demasiado inestable, estaba demasiado enfadado… No pudimos controlar sus poderes.
—Usted fue contratado por el Proyecto precisamente para canalizar esos poderes y así conseguir utilizar el Fuego Mental como arma —continuó el Director Adjunto con gesto impasible—. Ésa era su misión. Y su misión ha finalizado.
—¿Y Omar? ¿Dónde está Omar?
—Está muerto —contestó impasible el Director Adjunto.
De repente Kesselwood tuvo la certeza de quién le había matado.