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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

Gay Flower, detective muy privado (4 page)

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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Pasé al vestíbulo del "Luxor" poco después que lo hiciera ella. El conserje me reconoció a la primera. Guiñó los ojos.

—Caramba, Míster Flower; vaya una tarde para hacer visitas...

—¡Sí! —contesté secamente; y a continuación, como a Joe le gustan mucho los chistes, le expliqué el mío:—. La gracia de la situación está en ver cómo un tío tan mojado como yo, ha podido dar una respuesta tan seca.

—¡Muy bueno! ¡Muy bueno, sí, señor! —aplaudió Joe; y añadió a renglón seguido:

—La lástima es que, con un tiempo tan húmedo, el viejo Joe se encuentre tan seco.

—He venido para remediarlo—. Y le tendí un dólar.

—Agradecidísimo, Míster Flower. Ahora mismo lo convierto en whisky de centeno. ¿Cómo se va a entretener mientras busco la botella?

—Por ejemplo, descansando en una habitación vacía.

Volvió a sus guiños.

—Por ejemplo, ¿al lado de la de la negra?

—Por ejemplo, al lado de la del caballero del traje ojo de perdiz.

—O sea, al lado de la de la negra.

Me tendió una llave unida a una placa de latón de media tonelada y el número 512 grabado en una de sus caras.

—La de los tórtolos es la 510. Que descanse, señor.

Con un último guiño cogió el paraguas y salió en busca de la botella.

El "Luxor" no tiene ascensorista. Ya resulta un lujo el que tenga ascensor.

Me metí en una jaula traqueteante que me elevó hasta la quinta planta sin soltarse del cable como amenazaba, para dejarme ante un corredor tan mal alumbrado que sólo los murciélagos podrían desenvolverse cómodamente en él. Si Joe no me hubiera indicado el número del cuarto que cobijaba a la pareja habría sido lo mismo. Sobraban las pistas. Apenas salí del ascensor me encontré con una bota. Dos yardas más adelante estaba la otra. Ante la habitación 518, la chaqueta del uniforme. Delante de la 516, la falda. Ante la 514 estaba la combinación. En la 512 aparecía el sujetador. Y en la 510, pilladas por la puerta, las bragas. El rastro y lo que revelaba era tan diáfano como una tarántula en un plato de crema.

Rodeé el sujetador levantándome los pantalones para no rozarlo porque esas cosas me dan alergia, y entré en la 512. Del cuarto de al lado llegaban sonidos apagados evidenciando que la pareja se hallaba con los ánimos encendidos. Saqué un estetoscopio del bolsillo, que es un elemento esencial en el equipo de todo buen detective y no la lupa como muchos creen, puesto que se fisga más con él que con la lupa, lo apoyé en la pared adornada con un papel deslucido, y escuché.

Una voz de barítono decía:

—Ay; así, señorita Jessie Spearing, no se puede hacer nada.

Tras unos largos segundos de silencio Teo Connally volvió a hablar:

—Ay; así, señorita Jessie Spearing, no se puede hacer.

Ruidos ahogados, indefinibles, y a continuación:

—Ay; así, señorita Jessie Spearing, no se puede.

Suspiros. Roces. Susurros. Y después:

—Ay; así, señorita Jessie Spearing, no sé...

Efectos de cuerpo a cuerpo en un combate de catch-as-catch-can, y después:

—Ay. ¡Así, señorita Jessie Spearing, no!

A deducir por el estetoscopio, el cuerpo a cuerpo aumentó de violencia.

—Ay. ¡Así, señorita Jessie Spearing!

La actividad en la 510 subió de ritmo.

—Ay. ¡Así, señorita Jessie!

Gruñidos selváticos femeninos sobre los jadeos de Teo.

—Ay. ¡Así, señorita!

Luego:

—¡Ay! ¡Así!

Después:

—¡A -a- ay!

Por último, silencio.

Me dejé caer en una silla. Me sequé el sudor de la frente. Moralmente estaba roto. El ataque de Tatiana, el numerito de Flossie y Richard P. Murdock, la impresionante presencia de T.W., y al final ser testigo auditivo de cómo el adonis se trincaba a la chófer era excesivo aún para unos nervios tan sólidos como los míos. Pero la investigación marchaba. Había algo que no ofrecía el menor género de dudas: la negra se llamaba Jessica Spearing.

Puse un cigarrillo en la boquilla. Fumé para sosegarme. Esperaba que no tardando mucho se marchasen o echasen un sueñecito. Pues en vez de eso sonó la voz del objetivo en plan perentorio y al volver a la escucha me enteré de que el objetivo quería más guerra, mientras que su "partenaire" solicitaba una tregua. El objetivo se puso exigente, dio un par de gritos, y la Spearing no tuvo más remedio que acceder.

Y otra vez la misma canción:

—Ay. Así, señorita Jessie Spearing, no se puede hacer nada.

—Ay. Así, señorita Jessie Spearing, no se puede hacer.

—Ay. Así, señorita Jessie Spearing, no se puede.

—Ay. Así, señorita Jessie Spearing, no sé.

—Ay. ¡Así, señorita Jessie Spearing, no!

—Ay. ¡Así, señorita Jessie Spearing!

—Ay. ¡Así, señorita Jessie!

—Ay. ¡Así, señorita!

—¡Ay! ¡Así!

—¡A -a- ay!

Si después de aquello les daba por una tercera versión, estaba dispuesto a pasar al otro cuarto y hacerles una escena. Gay Flower tiene nervios de acero, pero también es humano. Afortunadamente para los tres, al recuperar el aliento el objetivo dijo que ya era hora de marcharse no fuera a entrar en sospechas Mistress Connally. Y digo afortunadamente, porque un Flower fuera de sí puede resultar mortífero.

Apagué la luz y abrí una rendija para espiar su marcha.

De la 510 emergió la cabeza de la morena, atisbando por si hubiera moros en la costa. Todo un chiste. Una negra mirando si había moros. ¿Lo cogen? Al comprobar que el corredor estaba desierto abrió del todo, apareciendo completamente desnuda. Un cursi diría que parecía una Venus de ébano. En realidad no pasaba de ser una figura de chocolate, tamaño natural. Pegado a sus talones, Teo Connally, impecable, sereno, como si no hubiera pasado nada. Sin una arruga en el traje. Sin un cabello fuera de sitio.

A pesar de que la sucia aventura que acababa de protagonizar me despechaba, no pude reprimir un involuntario sentimiento de admiración.

En el mismo umbral de la 510 aquella negra de la que sentía unos celos tremendos, se puso las bragas.

Delante de mi cuarto, el sujetador.

En el 514, la combinación.

En el 516, la falda.

En el 518, la chaqueta.

En el 520, una bota.

Delante del ascensor, la otra.

Luego entraron en él y se eclipsaron definitivamente.

Me quedé en el desierto pasillo aspirando el amplio olor a masaje facial de Teo. Bajé por las escaleras. El viejo Joe estaba durmiendo la mona. Deposité la llave sobre el mostrador.

Salí a la calle, subí al Sedán y me fui a casa.

Pasé una noche fatal.

4

Cuando la mañana siguiente andaba algo más que mediada entré en la planta baja del Connally Building dispuesto a entrevistarme con el presidente de la compañía y ponerle en antecedentes de lo que se tramaba contra él, en plan desinteresado y platónico. Si los hombres no nos unimos, las tías pueden acabar con la especie.

Llevaba el traje marrón con finas rayas rojas, camisa color amanecer, corbata púrpura con pintas, calcetines con campanillas y zapatos italianos. Estaba afeitado de dos pasadas, apurando y perfumado con lavanda.

Me encontré en una sala más amplia que la del Firsth National Bank, grande, luminosa, sobriamente decorada. Las máquinas de escribir tecleteaban incansables. Jovencitas esbeltas y ondulantes iban de una mesa a otra, llevando rollos de papel con informaciones de los teletipos. No se veía un solo hombre.

Una muchacha de aspecto latino, busto desafiante y ojos de gacela acudió a mi encuentro. Estaba vestida con un uniforme de tonos gasolina refinada, una plaquita sobre el seno izquierdo diciendo "Miss Pechoalto", y olía a esencia de surtidor.

—¿En qué puedo servirle, señor...?

Le di mi tarjeta, no la que trae la lupa y explica mi profesión, sino la otra, la que sólo lleva impreso el nombre bajo el dibujo de un ramo de flores.

—¿Qué desea, Míster Flower?

—Hablar con el presidente, señorita Pechoalto.

Las pupilas se dilataron hasta ocupar todo el globo del ojo.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—He conseguido leerlo en su placa, aunque no crea que es fácil. Hay tantas cosas en su persona que atraen la atención, que únicamente mediante un esfuerzo de voluntad lo he podido hacer.

Aquello la complació, predisponiéndola a mi favor. Uno, dentro de sus peculiaridades, también sabe tratar a ciertas mujeres cuando lo requieren las circunstancias.

—¿Tiene concertada entrevista con Míster Connally, señor Flower?

—Realmente, no.

Meditó un instante. Sus órdenes debían ser severas, pero yo le caía bien.

—La verdad es que no debería dejarle pasar... Mire: suba al último piso y dígale a su secretaria que le envió yo.

Me acompañó hasta el ascensor privado del gran jefe, dejándome a solas con una encargada de darle a los botones, con más curvas que el circuito de San Mateo y atuendo tan breve como el de una cerillera de club nocturno. Llegamos a nuestro destino cuando ya me estaba entrando la claustrofobia por hallarme encerrado en un recinto tan estrecho con una jovencita que me lanzaba incendiarias miradas de degenerada, y caminé por una alfombra en la que uno se hundía hasta las rodillas, yendo a parar a una antesala con paredes de tono pastel, muebles guinda, alfombras chinas, fotografías enmarcadas mostrando diversas extracciones petrolíferas y una mesilla con la maqueta de un equipo de sondeo. En una de las paredes lucía un escudo con una torre de perforación igualita a las que Tatiana lucía en las ligas. En un rincón se afanaba una mulata de no más de dieciocho años y rostro fatigado ante un conmutador telefónico. En un escritorio, una muchacha de piel nacarada y cabellos cobrizos, alta y esbelta, se estaba pintando las uñas. Un pisapapeles prismático con un nombre grabado la identificaba como Adrienne Diabetes. Le tendí la tarjeta de las flores y expliqué que deseaba charlar con su jefe.

—Ya veo —murmuró con una típica mirada destinada a hacer perder toda esperanza a las visitas inoportunas—. ¿Tiene cita?

Sacudí la cabeza negativamente.

—Es muy difícil hablar con Míster Connally sin haberle llamado antes.

Le dije que me recomendaba la señorita Pechoalto. Me contestó que la señorita Pechoalto era demasiado blanda en algunos momentos, y que afortunadamente se encontraba ella dispuesta a subsanar sus errores. El combate iba a ser duro. En una recepción pastel y guinda, una Diabetes era siempre un desafío a las peores crisis.

—¿Puede explicarme qué le trae por aquí?

—Asunto personal.

—De acuerdo. —Volvió a mirarme con signos de frialdad glacial—. ¿El señor Connally le conoce?

—No creo. Pero si le pasa mi tarjeta, a lo mejor siente gañas de hacerlo.

Se apoyó en el respaldo de la silla, echándose hacia atrás. Parecía imposible que pudiera aumentar su frialdad. No me pregunten cómo lo hizo, pero el caso es que lo consiguió.

—Un tipo desenvuelto, ¿eh?

Dejó la tarjeta sobre un montón de cartas que esperaban la firma del jefe y volvió a la tarea de las uñas, ignorándome olímpicamente. Le dediqué una reverencia que ignoró y tomé asiento en un mullido diván. A las doce decidió que con las uñas no se podía hacer más, sacó un espejo del bolso y se dedicó a depilar las cejas. A la una menos cuarto pensó que ya se las había perfeccionado lo suficiente y se encontraba lo bastante presentable como para pasar a ver al todopoderoso señor presidente. Cogió las cartas, dejó la tarjeta sobre la mesa y desapareció por la puerta del fondo. Volvió al cabo de cinco minutos con las cartas debidamente rubricadas, y se dedicó a introducirlas en los sobres respectivos con toda parsimonia. A la una y veinte levantó la mirada, posándola en mi persona.

—¡Cómo! —fingió sorpresa—. ¿Todavía por aquí, señor Flower?

—No se lo he explicado. ¿Sabe? Soy Inspector de Confort de Antesalas. Trabajo comprobando la comodidad de los sillones en que esperan los americanos. Creo que haré un informe favorable sobre ustedes.

Lanzó chispas. Las chispas eran peligrosas porque nos hallábamos en un negocio de petróleo.

—¡Váyase o le estropeo su carita de camafeo! —silbó.

Avanzó con las uñas dispuestas a echar a perder el trabajo de toda una mañana, pálida de furia. Por un momento la mejor nota de color la ponía la telefonista mulata. En aquel instante se abrió el despacho, dejando salir al hombre tan celosamente guardado por la señorita Diabetes. Lucía un terno creosota que le sentaba como un guante. A corta distancia dejaba sin aliento. Al verme se tornó lívido.

—¿Quién es usted? —gritó, no bien se hubo repuesto de la primera impresión—. ¡Que lo echen!

Volvió velozmente al despacho, encerrándose con un portazo. La mulata pulsó un timbre, que se puso a repiquetear una alarma con insistencia. Paralizada por la sorpresa, Adrienne era incapaz de reaccionar.

Di un paso hacia la puerta que acababa de cerrarse, dispuesto a transmitir mi mensaje de aviso a T. W., sobre las intenciones de su esposa, pero en aquel instante compareció la Spearing acompañada por otra hermana de raza, de su misma estatura, muñecas anchas, con falda y camisa gris, correaje y pistola al cinto. La chófer me atrapó un brazo con fuerza insospechada, doblándomelo a la espalda. Su compañera hizo lo mismo con el otro, sin darme tiempo a usarlo.

—Tranquilo, muchacho, tranquilo... —lució Jessica la blanca dentadura en una mueca poco amistosa.

La negra del servicio de seguridad remachó:

—Sé bueno y no te desharemos la "mise-en-plis".

Me llevaron en volandas hasta el ascensor, con tanta fuerza como si sus manos fueran grilletes. Fui transportado como un saco por la planta baja ante la asombrada señorita Pechoalto, y al llegar a la calle me arrojaron a la acera, como se despide a un borracho molesto. Caí sobre manos y rodillas, ensuciándome el pantalón.

—Deja al patrón en paz —avisó Spearing—. La próxima vez podemos ser más rudas.

Me incorporé furioso por haber fallado en mi propósito, por haber sido sobado por dos negras y por tener que mandar el pantalón al tinte.

—¡Zorras! —grité con rabia.

Y me alejé con dignidad.

Desde la oficina llamé a la sucursal de la Agencia Continental pidiendo un hombre para que me echase una mano en el trabajo. Llegó cuando terminaba con la segunda taza de café después de un frugal piscolabis que me preparé yo mismo. Se llamaba Archer y era un chico alto y espigado que comenzaba el meritoriaje. Había trabajado para mí en una ocasión anterior, con un elevado porcentaje de eficiencia.

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