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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

Gay Flower, detective muy privado (5 page)

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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El joven Archer examinó los nuevos detalles que adornaban la oficina desde la vez anterior que estuvo en ella y alabó el gusto que tengo para decorar. Luego confesó que no pensaba hacerse viejo en la Continental, aunque fuera una buena agencia y el trabajo atractivo; su sueño consistía en llegar a independizarse como yo, algún día. Lo más seguro era que solicitase el ingreso en la Policía de la ciudad cuando se considerase más fogueado y después vendría la autonomía profesional.

Dejé que me contara su vida, porque uno es muy humano. Al terminar el rollo fui al asunto.

—Quiero que esta tarde te conviertas en la sombra de T. W. Connally. Es el presidente de la Connally Oil Company. Sus oficinas se hallan en el
building
de Downtown. Trabaja allí hasta las seis y tiene a sus órdenes unas chavalas sensacionales, así que no te distraigas mirando lo que no debes no vaya a escabullirse.

—Descuide, señor. Cuando entro en acción, ni Eleanor Powell puede hacerme perder el rastro.

—A las seis se marcha en un Rolls zafiro conducido por una negra llamada Jessica Spearing. Este es el número de las placas.

—¿Qué quiere exactamente que haga?

—Consigue toda la información posible sobre su actividad extralaboral de hoy. En teoría, al terminar en sus oficinas el hombre debería reintegrarse a su residencia de Alta Brea Crescent.

—Eso quiere decir que se dedica a otras cosas, ¿no es así?

—Ayer se llevó a Spearing al "Luxor", en Britany Place. Es una morena que tiene el vicio de desnudarse por los pasillos. Se la tiró dos veces.

—Caray con las negras. Desde Abe Lincoln acá se han puesto imposibles...

—Escucha, Lew: me gustaría realizar la pesquisa personalmente, pero tanto T.W., como Jessica me conocen, así que no quiero correr riesgos.

—Procuraré hacerlo tan bien como usted mismo, Míster Flower.

—No podrás, pero inténtalo. Cuando el sujeto vuelva al hogar pasas por aquí, sea la hora que fuere, a darme el informe.

—¿Cómo le reconoceré?

Le tendí la fotografía que me entregara Mistress Connally.

—¿Es para mí?

—La miras y me la devuelves, que es mía.

Le dio un vistazo, silbó por lo bajo y comentó que con aquella pinta y sus millones el sujeto no debía tener problema para sacar plan con la chavala que quisiera. Después de esto me garantizó que no tendría la menor queja de su labor y se marchó.

Cogí el retrato. Lo contemplé una vez más detenidamente.

—Encanto —le dije—, no creas que Gay se va a quedar parado sin hacer nada en tu favor, aunque seas malo y te acuestes con negras. Ahora mismo se va a espiar a tu mujer, que es cualquier cosa menos una inocente paloma. Vistos sus antecedentes y lo que me hizo en este despacho, lo más seguro es que mientras te deslomas ganando dinero para sus vicios se dedique a ponerte los cuernos. Voy a tratar de conseguir pruebas de sus devaneos y con ellas en la mano podremos echar por los suelos cualquier intento de denuncia por su parte.

Diabólico, ¿verdad? Cuando Flower decide ayudar al débil, su astucia no conoce fronteras.

Coloqué la foto en un cajón del escritorio, lo cerré, salí de la oficina y me marché a West Hollywood estacionando frente a la mansión Connally.

Al cuarto cigarrillo Tatiana salió de la casa. Había comenzado a caer una fina llovizna. Llevaba un pañuelo de seda jamaicana en la cabeza y una gabardina blanca con cinturón. La gabardina era de lo más mono. Pensé que en la primera ocasión me compraría una como aquella. La prenda no disimulaba lo macizo de su figura, mientras caminaba por la acera. Un automovilista emparejó el coche a su paso y empezó a decirle cosas. Tatiana le contestó con tal bufido que el tipo abandonó rápidamente.

A continuación montó en el "Cadillac Fleetwood" y nos dirigimos a Montebello hasta una capilla metodista, en la que entró. Se tiró hora y media a solas, rezando sin parar, hasta que se le reunió el pastor, con quien salió hasta un "snack" cercano en el que tomaron un refrigerio ascético. Me las arreglé para no perderles de vista con los prismáticos desde el Sedán, estratégicamente situado y mi cámara con teleobjetivo preparada por si había roces ocasionales de manos, contactos de rodillas bajo la mesa y todo eso. Pues nada. La tía se producía con el mayor recato, manteniendo los ojos bajos y modestos mientras tironeaba hacia abajo del extremo de la falda de vez en cuando, para no ser piedra de tentación o escándalo para los clientes del establecimiento.

Después dejamos al ministro de Dios, marchándonos al Centro de Protección de Viejos Verdes, donde gracias a una propina al portero me enteré de que Mistress Connally había acudido para hacer entrega de su donativo mensual de ayuda a los ancianos descarriados, y de allí nos fuimos al Reformatorio de Niños Onanistas donde regaló una colección de libros de estampas piadosas. Tras eso dio por concluidas las actividades vespertinas, recogiéndose plácidamente en su casa, mientras yo volvía a Yucca Avenue con un cabreo que no me lamía porque me había salido el tiro por la culata.

Archer compareció ya oscurecido. En la oscuridad, resplandecía.

—¡Vaya tío, nuestro hombre, Míster Flower! —fue lo primero que dijo.

—¿Otra vez la negra? —pregunté, malhumorado.

—De negras, nada: la ascensorista.

—Desembucha.

Y desembuchó. Un relato de corrupción, violencia y pasiones salvajes.

Las empleadas habían abandonado la central de la C. O. C., a la hora de costumbre, pero no así Teo, que permaneció en el interior. Archer, que es un elemento con recursos e iba preparado para cualquier evento, se colocó un mono de la compañía telefónica, se presentó a los agentes de seguridad como un especialista que iba a revisar las instalaciones y anduvo buscando a su hombre hasta localizarlo en el último piso. Se escondió en los lavabos. Desde allí observó que salía sigilosamente comprobando que ya no quedaba nadie en la planta, tras lo cual pulsó el botón de su ascensor particular. La ascensorista del uniforme sicalíptico se había puesto a gemir diciendo que tuviera compasión de ella y Teo, por toda respuesta, la empujó al interior del camarín sin el menor miramiento.

Archer comprobó que el ascensor se detenía entre dos plantas, y con gran presencia de ánimo operó sobre las puertas del piso, bajando por el cable y situándose en el techo del elevador.

En un principio Teo ofrecía media paga extra a Rutie, que así se llamaba la joven, por sus favores. Considerando el panorama laboral de Los Ángeles, y la negativa de los empresarios a conceder horas extraordinarias era una oferta generosa. Rutie se negó. Teo subió a una paga completa. Rutie volvió a negarse. Teo pujó a paga y media. Rutie insistió en la negativa. Entonces Teo dijo que tendría lo que quería de balde y ahorrándose los seguros sociales. Comenzó a golpearla sin hacer caso de sus gritos y debió tirarla contra la palanca de mando porque el elevador llegó hasta el techo, casi aplastando a Archer. En aquel punto la desnudó. Cuando descendieron a la planta baja se había desnudado él. Al volver al último piso Rutie ya no ofrecía resistencia. Al llegar a la planta inferior la ascensorista jadeaba sensualmente. En el tercer piso el encuentro llegaba al clímax. En el séptimo Rutie decía: "señor Connally, se lo suplico, hagámoslo de nuevo", mientras Teo se quejaba de tener calor. En el quinto, en un nuevo descenso, la chica ofrecía no cobrar la mensualidad si el jefe la complacía otra vez. Al llegar abajo añadía a la oferta las propinas recogidas durante el día, convenciendo a su forzador. Tres viajes completos después el segundo acto amoroso quedaba consumado.

Sobreponiéndose al mareo, Archer siguió al objetivo a la calle donde le aguardaba Jessica con el "Rolls", comprobando que lo devolvía al hogar.

Cuando concluyó el relato me sentía asqueado. Dije:

—Supongo que todo eso será verdad y no una fantasía tuya, Lew.

—Me ofende, señor —contestó, muy serio, el muchacho—. En el maletín de herramientas llevaba una grabadora. La he instalado en el techo y tengo sus gritos, sus palabras y sus voces perfectamente registradas en la cinta magnética. Aquí está.

Me entregó la grabación. Me excusé por la brusquedad, diciendo que mi día no había sido tan bueno como el suyo. Quedamos en llamarnos al día siguiente por si volvía a necesitarle y nos despedimos hasta entonces.

5

Cené en cualquier parte, de cualquier manera.

No estaba de humor para encerrarme entre las cuatro paredes de mi dormitorio. No estaba de humor para irme a la cama en compañía de la Soledad, porque entonces me atacaría la Neura.

Profesiones como la mía tienen ese inconveniente. Gran actividad, mucha acción, y luego los momentos muertos, mientras completamente solo aguardas a que el sueño llegue. Entonces piensas que vives en un mundo abarrotado, en una ciudad superpoblada, en una casa-colmena y, sin embargo, no tienes a nadie. Y con alguna excepción así puede ser siempre, hasta que llegue tu hora. Y te da la histeria. Y lo romperías todo, los muebles, los espejos, los artículos de tocador, siendo así que has consumido lo mejor de tu existencia para poseerlos.

Eso no es siempre así. Sucede cuando se mezclan Trabajo y Sentimientos. En aquel caso había ocurrido por culpa de Tatiana Connally-Putain, al ponerme delante de la fotografía de su consorte dándome a conocer que en Los Ángeles vivía una bestia tan bella como T. Warren. Y al hacerme saber que quería disgustarlo. Y al averiguar yo que la realización de tales deseos eran pan comido.

Como no me hallaba de humor para acostarme, fui a dar una vuelta por el club de Hench, en Palos Verdes. Es un lugar muy restringido, sólo para gente encantadora. Slim es muy generoso con los chicos de la Policía y ellos, en compensación, hacen la vista gorda con el club.

La sala se hallaba en una grata semipenumbra. Las lámparas, con pantallas verdosas, filtraban una luz tenue y sedante. En las mesitas, alumbradas por velas, las parejas de tíos hacían manitas con suma discreción. Flick Helming, al piano, interpretaba sus habituales melodías para enamorados, y en la pista de baile algunos andobas pintarrajeados se amartelaban al compás de un fox lento.

Me subí a una banqueta frente a la barra de bajos acolchados en cuero y Slim en persona acudió a servirme un "peppermint". Antes de que cambiáramos una palabra se acercó Antek Witicky, del "Times".

—Hola, Gay, invítame a algo, anda...

Le hubiera mandado a tomar por el culo, porque de todos los clientes de Slim es el que peor me cae. Le da por maquillarse, y no tiene ni idea, pero Antek es un pozo de chismes y hay que estar a buenas con él. Le apodan La Cotilla. Hice un gesto lánguido a Hench que le sirvió una bebida y se alejó cortésmente.

—Esta mañana te han visto por el "Connally Building", nene —sonrió Witicky.

—Es posible.

—Vamos, vamos, Gay, no trates de ocultarle nada a tu tío Antek.

El tal Witicky era judío, con gotas de sangre negra, invertido, comunista y reportero. La vida le había dado lo peor y él, encima, ideológica y profesionalmente eligió las opciones más degradadas. Por ello tenía una mala uva impresionante y era preciso contemporizar en cada encuentro.

—Estoy trabajando en un caso, muñeco —concedí—. No me pidas que te cuente más. No va contra ti. El sigilo profesional y toda esa mandanga, compréndelo.

No se dio por vencido.

—¿Divorcio, tal vez? ¿Quiere separarse la señora Connally de su marido?

—No sé por qué habría de quererlo. El tipo es una mina de oro.

—Pero engaña a su mujer.

—Es posible... Todos los magnates lo hacen. Las esposas están acostumbradas y disimulan.

—Lo que ocurre en este caso es que el pájaro se pasa de la raya.

Puse cara inocente y dije que no entendía. La Cotilla dibujó una mueca taimada preguntando que si había escándalo en mi trabajo tendría la exclusiva.

—A lo mejor...

—Con eso me basta, Gay. Eres un nene con palabra. Mira: Connally es un semental furioso. Ha puesto en las oficinas la mejor colección de ninfas de Hollywood y se las tira sistemáticamente según un programa perfectamente organizado.

—¡No me digas! —sonreí, dándole carrete.

—Sí te digo. Los lunes los pasa con Berenice Stradivarius, diecinueve años, blanca, del Departamento de Exportaciones. Los martes se beneficia a su chófer, una negra de veinte. Los miércoles le toca el turno a la ascensorista privada, Rutie Sansad, germano-americana, de dieciocho. Los jueves monta a las hermanas Diabetes, de diecisiete y diecinueve; una es su secretaria y la otra directora de Publicidad. Los viernes se acuesta con Miranda Dos Santos, de diecinueve, brasileña, telefonista. Y los sábados le toca el turno a Gina Pechoalto, hija de emigrantes italianos, dieciocho años, recepcionista. A la señorita Pechoalto suele picársela en el "Rolls", mirando a la playa de Santa Mónica.

—¿Y los domingos, qué?

—Los domingos debe tener algún otro lío del que no me he enterado, porque lo que es seguro es que no los dedica a su mujer.

Opiné que la gente con millones no se priva de nada, y La Cotilla para deslumbrarme con sus conocimientos amplió detalles:

—El tipo es un rato imaginativo. Con la Stradivarius se hace azotar, en plan masoquista. Los martes los dedica al amor tradicional con la chófer. Al día siguiente no falla que muela a golpes a la ascensorista. Los jueves le da a fantasías múltiples con las Diabetes. El viernes lleva a cenar a la telefonista a "The Dancers", trasladándose luego a un motel cercano donde juegan al sadomasoquismo. Y los sábados ataca a la recepcionista por detrás, sin bajar del "Rolls".

—¿Cómo sabes tanto?

—Es mi oficio, pichoncito. El Connally aguanta ese tren sexual gracias a una alimentación muy rica en vitaminas. Por tanto pienso que la señora podría haber puesto un detective tras sus pasos, para acabar con tanto escarnio.

Se quedó mirándome fijamente. En vez de contestar deposité un billete sobre el mostrador, bostezando que tenía sueño. Aseguré que si de mi trabajo salía algo noticiable él tendría la primicia. Witicky pareció quedar satisfecho.

No hablé con Slim. Se me habían quitado las ganas. Me fui al apartamento dándole vueltas a todo aquel follón. Teo no era tan discreto como él creía porque sus aventuras resultaban del dominio público, fáciles de comprobar por otra parte, ya que Archer y yo lo habíamos conseguido. No parecía además que mi cliente correspondiera a su conducta con una vida disipada, sino que su actuación pública resultaba pura como la nieve. Así no había manera de montar una extorsión ni medio regular.

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