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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

Gay Flower, detective muy privado (9 page)

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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Dejó la cortina, bajó la escalera y se adhirió a mi persona. Parecía que yo fuera una herida sangrante y ella un pedazo de tafetán.

No contaría más de veinte años, todos viciosos. Los ojos ambarinos y enormes se hallaban muy separados en un rostro triangular bajo unas cejas de cierto dibujo diabólico. Los pómulos resultaban más altos de lo normal. Abrió la boca grande en una sonrisa amplia y me echó el aliento ardoroso al rostro al tiempo que lucía una dentadura afilada y lupina.

—Yo sssoy Azzzalea Virgopotens...

Me separé tres yardas con toda compostura, saqué la pitillera, coloqué un turco en la boquilla de marfil y repliqué:

—Serás Azalea, pero el culo te huele a espliego.

Entonces se descorrieron las puertas de la biblioteca detrás de mí y una voz cascada jaleó:

—¡Bravo! Ha superado la prueba, Míster Flower.

Al dar la vuelta me encontré con un anciano en una silla de ruedas, apergaminado como un arenque, labios cianóticos, cabellos canosos y respiración trabajosa de moribundo. Llevaba una bata púrpura acolchada, con charreteras y condecoraciones prendidas en el lado izquierdo del pecho.

—El coronel Stradivarius, supongo... —me descubrí con fina ironía.

—Sígame, señor Flower.

Sacando fuerzas de no sé dónde, ya que por las apariencias debía haber estado en la sepultura desde un mes antes, hizo rodar la silla hacia la habitación de la que acababa de salir. De reojo noté que la doncella rechinaba los dientes con rabia tras el fracaso de su Estrategia-para-Seducir-detectives-privados-En-dos-fases-Con-garantía-total. La escuché jurar por lo bajo. No me importó.

La biblioteca era una habitación enorme, cuadrada y fresca, en la penumbra. Reinaba una atmósfera muy similar a la de una capilla funeraria. Dado el estado del coronel el ambiente resultaba de lo más propio.

En las paredes que no ocupaban los libros colgaban unos tapices descoloridos representando bacanales pasadas de moda. Había varias sillas de madera trabajada con asientos tapizados, borlas doradas y unas carcomas como el dedo. Una mesita, al lado de un bar portátil, aparecía rebosante de botellas y frascos medicinales. Al fondo, una ventana con cristales esmerilados, grande como una pista de tenis y al lado, una puerta vidriera con visillos. Resultaba una habitación rancia, horrible, justo lo que se puede esperar en los hogares de los millonarios de Pasadena.

—¡Señorita Kleinman! —gritó el coronel dando la impresión de que dar aquellas voces sería lo último que haría en este mundo. Y repitió: —¡Señorita Kleinman!

Al no acudir la señorita en cuestión renegó, se acercó a la mesilla, se sirvió una libra de píldoras y las trasegó ayudándose con medio galón de whisky. Con un gesto me invitó a que le acompañara en su trago, a lo que sacudí la cabeza negando ya que las diez de la mañana no son mi mejor hora para empezar a beber.

Tomé asiento en una de las sillas deslucidas, coloqué cuidadosamente el sombrero sobre las rodillas y encendí el cigarrillo, esperando.

Las pastillas habían reanimado a mi anfitrión.

—Lo de la doncella en la escalera —empezó Huston Orrin— ha sido un experimento que me he tomado la libertad de llevar a cabo con usted con ayuda de Azalea para poner a prueba sus reacciones ante la incitación femenina. No me fío un pelo de los detectives privados.

—Tiene razón, caray —convine—. En esta profesión hay basura a manta y muchos, con la excusa de la investigación, lo que buscan es tirarse a cuanta chavala se les pone en el punto de mira.

Mis palabras aumentaron su complacencia, animándole a continuar:

—Tengo tres hijos, señor Flower: Clyde, Stephen y Berenice. La chica me preocupa. Para que se entretuviera la empleé en la compañía Connally, donde trabajó a plena satisfacción hasta el divorcio de Teo y Tatiana. A raíz de éste se despidió y no ha querido oír hablar de otra preocupación.

Hizo una pausa y pasó al capítulo de las desdichas.

—Una chica de sus condiciones, joven y ociosa, está sujeta a muchas tentaciones y más si, como en su caso, parece sentir gran predilección por los hombres. He pensado en la conveniencia de que alguien la vigile con discreción y comentándolo con la exseñora Connally, surgió su nombre. El estado de mi salud es delicado y, por decirlo en un lenguaje llano, me quedan pocos cortes de pelo. A mi muerte entrará en posesión de una herencia que, aún compartida con sus hermanos, es muy tentadora. Como por otra parte Berenice está buenísima, y no es orgullo de padre, temo que cualquier cazadotes me la embarace para meterle mano a la fortuna.

—¿Lleva una conducta desordenada, coronel?

—En los últimos tiempos ha cambiado bastante. Cuando trabajaba volvía siempre temprano, excepto los lunes. Ahora pasa días enteros sin dormir en casa.

—Podría ser una medida razonable recortarle el presupuesto.

—Lo he hecho sin resultados positivos. De alguna manera consigue que alguien le pague los caprichos y su distanciamiento hacia mí ha crecido. Usted me gusta, Míster Flower, puesto que me ha demostrado que no es de los que se aprovechan de las mujeres por más que se le insinúen. Quiero que la tenga bajo discreta vigilancia sin levantar sus sospechas, que evite que se meta en complicaciones y me avise al menor signo de alarma. Le ofrezco quinientos dólares como anticipo, doscientos más para los primeros gastos y tarifa doble de la que acostumbra a cobrar, por las molestias. ¿Qué contesta?

El encargo en principio parecía cómodo, aunque luego nunca se sabe, puesto que las niñas de la clase alta sienten como vértigo hacia los problemas y traen a los investigadores de coronilla. No estaba en situación de rechazar una buena oferta, la suya lo era, yo había visto una moqueta jaspeada en la tienda de Bobby Martino que si no la instaba en le despacho me daba algo, y además sentía curiosidad por enfrentarme con aquella Berenice que en principio se anduvo prestando a las patrañas erótico-teatrales de Teo. Acepté.

Explicar la batalla completa había resultado excesivo para las menguadas fuerzas del anciano. El desfallecimiento se le agudizó, por lo que volvió a dar voces a la tal señorita Kleinman, agitando después una campanilla de plata con relieves de ninfas y faunos de lo más chabacano.

Con la campanilla tuvo más éxito. Llegó a toda prisa una mujer de unos treinta años con uniforme de enfermera y el rostro arrebolado, grande, rubia, ojiazul, busto generoso, caderas rotundas y piernas musculosas. Era eficiente. De un vistazo se hizo cargo de la situación precipitándose sobre el vejestorio, aplicándole una mascarilla y dando paso al oxígeno de una botella metálica. El color volvió de manera paulatina a las mejillas cerúleas del coronel.

Mientras operaba me levanté y fingí mirar los lomos de los libros de las estanterías. Con el rabillo del ojo capté como el viejales, al reanimarse, le deslizaba la mano bajo las faldas y escuché el chasquido de una liga contra la carne. La enfermera premió el atrevimiento con un cachetito cariñoso y una vez concluida su prestación de primeros auxilios se retiró a un cuarto vecino.

No era extraño el aspecto de consunción de Huston Orrin. A sus años y con una enfermera potente en plena sazón a la que magreaba resultaba normal que estuviera para pocos rollos.

Al desaparecer la apellidada Kleinman me enfrenté al paciente.

—Me agradaría conocer a su hija, coronel.

—Puede hacerlo ahora, si gusta. Está en sus habitaciones del primer piso. Son las primeras a la derecha.

Cogí el cheque que me había preparado y en vez de ir hacia el vestíbulo lo hice hacia el cuartito en el que entrara la rubia, como por equivocación, que uno es así de astuto y lo husmea todo. Abrí de un tirón. La enfermera robusta no se hallaba escuchando detrás de la puerta como es tradicional, sino que se dedicaba a explorarse la nariz con el meñique izquierdo. Se sonrojó como si en vez de sorprenderla dedicada a tal menester la hubiera pillado masturbándose.

Murmuré una excusa, salí de la biblioteca, corrí las puertas y me demoré deliberadamente porque yo sí quería escuchar. El viejo llamó quedamente:
"Kristine...",
y un poco después la voz ahogada de ésta pedía.

—¡Coronel! ¡Modérese que me va a romper el sujetador!

10

Como el vestíbulo aparecía desierto trepé por las escalinatas de mármol hasta el primer piso con objeto de conocer al ejemplar de degenerada clitórica que debía guardar para mayor gloria de la especie Stradivarius. Golpeé la puerta con los nudillos, la muchacha me hizo aguardar un minuto y luego me ordenó pasar.

El cuarto, como toda la casa, era demasiado grande. Las puertas, demasiado altas. La alfombra, demasiado violeta. Y Berenice, demasiado puta.

Se hallaba sobre una
chaise-longue,
tan desnuda como si aguardara a los fotógrafos de una revista pornográfica. Sus cabellos color miel aparecían alborotados y el "rouge" de la boca estaba levemente corrido. Era muy delgada y por ello, en aquel cuerpo fino, unos pechos inesperados, voluminosísimos y muy juntos, resultaban más escandalosos.

—Supongo que no le importará que le reciba de esta forma... —exclamó, hierática—. Generalmente al principio de la mañana aún no he decidido que ponerme.

Los detectives estamos hechos a escenitas así. Nos las encontramos siempre. Por eso tantos obsesos se dedican a la investigación. Sin que se me alterara un músculo del semblante contesté que se encontraba en su casa y era muy dueña de andar como quisiese.

Di unos pasos por la estancia. En un escabel reposaba una combinación dos tallas superior a la de Berenice, que tengo un rato de vista para eso, apestando a productos farmacéuticos. En un búcaro, cinco docenas de rosas rojas acompañadas por una tarjeta y leí:
"Con amor y deseo".
Llevaba impreso el nombre de Clyde Stradivarius y las señas de un bufete en Ventura Street, Pasadena.

Berenice, lánguida, recogió los pies indicando que me sentara en el diván, sin inmutarse por mi descaro y preguntó por el objeto de mi visita. Se arreglaba las manos con un cortauñas chino de lo más sofisticado.

—Soy agente de seguros —mentí—. Su papá va a contratar una póliza para toda la familia y ya que estaba aquí he creído oportuno darle un vistazo.

—¿Vio ya a Clyde? Porque mi otro hermano ha salido en viaje de negocios a San Francisco...

—Le visitaré luego.

Dejó el cortauñas sobre una mesilla, se acarició con el índice el rosado pezón de uno de los globos mamarios y juntó los labios haciendo morritos.

—Dígame si el examen le convence...

No sé como hay personas que se entusiasman con tales hipertrofias glandulares, lo prometo. Dejé caer en tono convencional:

—Su aspecto parece saludable.

—A lo mejor quiere probar el material...

—¿Quien?
¿Yo?
¡Qué ordinariez! Mi compañía
asegura,
señorita; no realiza
adquisiciones.

Quería preguntarle por el significado del mensaje floral y también me apetecía interrogarla sobre la índole de sus relaciones personales con Teo Connally, y cuando me devanaba los sesos para adaptar las preguntas a la personalidad de agente asegurador que había asumido, un rumor en el cuarto de baño atrajo mi atención. Al mismo tiempo la cortina del ventanal se agitó como bajo los efectos de una corriente de aire aunque no había nada abierto. Por una fracción de segundo asomaron unos zapatos de mujer y los pies correspondientes enfundados en nilón negro. Fui rápido al baño y abrí de improviso. Un muchacho con chaqueta de chófer se estaba subiendo los pantalones apresuradamente. Era moreno, de cabellos ondulados, nariz sensitiva y ojos apasionados.

—¡Arthur! —gritó Berenice—. ¿Qué haces ahí?

—Perdón, señorita —se excusó—; tenía ganas de evacuar, y...

—¡Para eso están los servicios del servicio!

—No me podía aguantar... —De repente, estalló: —¡Además, soy socialista! ¡Y a los socialistas nos encanta usar el baño de los amos!

Tal vez fuese una discusión auténtica. Tal vez representaban una comedia en mi honor. No dejaba de ser chocante que la joven se irritara tanto por que el chófer hubiera entrado por el otro acceso al retrete pretextando una necesidad urgente y sin embargo no le importase hablar desnuda con el servidor y conmigo. Le despidió con cajas destempladas y yo salí tras él.

Le detuve al comienzo de las escaleras.

—Un momento, Arthur —pedí.

—¡Hago mis necesidades donde me da la gana! —barbotó con destemplanza.

—No me interesan sus actividades excrementicias. Sólo quiero formularle un par de preguntas.

—Vengan —dijo con el ceño fruncido.

—¿Por casualidad es el cumpleaños de la señorita?

—No.

—¿Por qué, pues, le ha mandado flores su hermano?

—Pregúnteselo a él. Se las envía casi a diario.

—¿Vive aquí?

—En Ventura, cerca de su bufete. En esta casa residen la señorita Berenice y el señorito Stephen.

—Gracias, Arthur. Si ahora me indica desde dónde telefonear no le importunaré más.

Me guió hasta el interior del recibimiento junto al aparato correspondiente. Tomé la guía, localicé el número de Clyde y lo marqué. Una secretaria educada pidió que aguardase.

—Stradivarius —dijo, al cabo, un hombre.

—Flower —contesté.

Hubo una pausa. Repitió:

—Stradivarius.

—Flower.

—¡Oiga! —se irritó—. ¿Va a durar mucho la broma?

—Depende de usted, que es el que ha empezado.

—¿Qué se le ofrece?

—Le hablo desde casa de su padre. Me interesa charlar con usted a propósito de su hermana.

—Explíqueme de qué se trata.

—Preferiría no decírselo por teléfono.

—De acuerdo, Flower. ¿Le viene bien a última hora de la mañana?

—Me viene bien a cualquier hora que le venga bien a usted, señor Stradivarius.

—Le espero, entonces.

Colgó. Aguardé hasta escuchar un
clic
revelador de que la conversación había sido espiada y sólo entonces caminé hacia la puerta de caoba. La escalera de mano ya no estaba a la vista. Arthur compareció para despedirme con insospechada deferencia.

Salí al césped encharcado bajo el sol de California, sonriendo pensativo. Acababa de introducirme en un mundo curioso formado por un padre desvelado por su hija, que manoseaba a la enfermera; por una enfermera que no acudía a las llamadas de su paciente y que cuando lo hacía aparecía extrañamente arrebolada; por una enfermera, además, que se sofocaba cuando la pillaban hurgándose la nariz; por una señorita que recibía a las visitas despeinada, con el carmín corrido y tan desnuda como la echaron al mundo; por una señorita, también, que estuvo relacionada con el caso Connally y que se insinuaba sin recato, con combinaciones que olían a farmacia en su cuarto, que se arreglaba las manos con un cortauñas chino y en cuya habitación se escondía alguien tras las cortinas mientras el chófer se bajaba los pantalones en el baño; y con un caballero que mandaba rosas con mensajes apasionados a su hermana.

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