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Authors: PGarcía

Tags: #Intriga, Humor

Gay Flower, detective muy privado (8 page)

BOOK: Gay Flower, detective muy privado
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—Pues Jessica se desnudó en el "Luxor"...

—Era parte de la
mise en escene,
desde el momento en que nos percatamos de que nos seguías.

—Y las Diabetes y tú hicisteis otro tanto en San Fernando...

—Porque nos dimos cuenta de que el tipo que te acompañaba estaba al otro lado de la ventana. Había que mantener el tipo, ¿sabes? En realidad quiero que Tatiana plantee el divorcio, pero finjo oponerme y así la encelo. Pagaría cualquier cantidad por quitarme de encima a esa asesina de viejos verdes.

—¡Y ella sin enterarse! —me eché a reír—. Las mujeres, además de horribles, son tontas. —Hice una pausa— Teo: tengo los pantalones tan mojados como si me acabara de hacer pipí encima. ¿Te importa si me los quito?

—Por favor, te lo ruego. Ardo en deseos de hacer lo mismo.

Nos quedamos en calzoncillos.

—Aclárame los últimos detalles, por favor. ¿Por qué hiciste que me expulsaran ayer de tu despacho?

—Eras una tentación demasiado grande para mí. ¡Los primeros pantalones curiosos que se me acercaban después de tantos meses rodeado por bragas!

—¿Y la paliza que me dieron Spearing y Mayfield ayer en el rancho?

—Por lo mismo. Si llegas a entrar, hago una locura contigo delante de todas.

—Es que me hicieron mucho daño, Teo... —fruncí la boca.

—¿Dónde, precioso?

—Aquí... —señalé el punto golpeado.

—Pobrecito mío —me lo acarició de forma tan dulce que hube de apartar su mano para terminar de hablar.

—El caso pinta mucho mejor de lo que pensé al principio, porque mi idea era la de que el divorcio no te interesaba. Puesto que todo es una trampa y yo tengo pruebas del rancho con las Diabetes y del ascensor con la Sansad, si te parece, en vez de destruirlas se las paso a Tatiana y arreglado.

—De acuerdo. ¿Y qué hacemos?

—Lo que acabo de decir.

—No me refiero a eso, oye —puso la mano donde antes.

—Pues no te entiendo.

—¿De verdad no lo adivinas, nenito mío? Después de un ayuno tan largo, viéndote tan mono y en paños menores, no aguanto más.

Y me arrancó los calzoncillos.

—¡Teo! —gemí—. ¡Que estoy de servicio!

—¡Ni servicio, ni leches! —rugió el adonis.

Me echó la zancadilla cuando me levantaba, haciendo que cayera sobre manos y rodillas.

—¡Como papá con Tatiana la primera vez, pero en bonito! —volvió a rugir, saltándome a caballo.

El peso de Teo me venció, aplastándome contra el suelo cubierto de hojas mustias. La boca se me llenó de perejil. Teo me presionó por detrás y vi mil lucecitas.

Las lucecitas no eran imaginación. Alguien estaba disparando un "flash" a velocidad endiablada.

—Es suficiente, señores —sonó una voz varonil—: La fiesta ha terminado.

De la floresta de orquídeas surgieron el teniente Schwimmer, de la Brigada contra el Vicio, Sean Foggarty, mi grasiento colega experto en pesquisas matrimoniales, con una cámara colgada del cuello, y Mistress Connally, con su visón y un gracioso sombrero hongo color melocotón con cinta blanca.

—Un trabajo perfecto, caballeros —dijo Tatiana a sus acompañantes con expresión de hiena ante un cadáver putrefacto.

—¡Quedan ustedes detenidos! —bramó Schwimmer—. Supongo que no hará falta que les lea sus derechos...

La Putain intervino:

—Llévese a Foggarty y a mi marido, teniente. El señor Flower ha trabajado para mí. Si nos deja solos le liquidaré sus haberes.

Cubrieron a Teo con su abrigo y se lo llevaron esposado, a empellones, llorando a lágrima viva.

Nos quedamos los dos solos. Los dos solos en el centro de la floresta tropical. Yo, desnudo, abatido. Ella con su visón, triunfal, sudando a mares.

—Te debo una gratificación, cariño —dijo. Y puso un talón de tres mil dólares en el bolsillo superior de mi chaqueta.

La miré, tembloroso. Demasiado tarde comprendía su diabólica astucia. Jamás quiso el divorcio normal como me había hecho creer, que Teo le ponía al alcance de la mano con sus montajes erótico-escénicos. Deseando el control íntegro de la Connally Oil Company buscó al detective más guapo de Hollywood, que lo digo sin presumir, lo colocó como cebo, y situó al rastrero de Foggarty tras mis pasos, con la cámara dispuesta. A lo mejor no era idea suya, sino de Marlowe, que en esta profesión te la juegan hasta los colegas, pero tanto daba. El caso es que Foggarty debió estar encerrado en el retrete de "The Dancers" y escuchar que nos citábamos en Montecito. Avisó a la Connally-Putain y ésta, con él y Schwimmer como testigos, montó la trampa del invernadero.

Agaché la cabeza con el correspondiente abatimiento y empecé a recoger mis ropas.

—Un momento —dijo Tatiana Tereskova—. Con vuestro espectáculo y mi abstinencia forzosa me habéis puesto en el disparadero. Y te encuentro muy en forma, mono.

—No se deje confundir por las apariencias, señora... —respondí al tiempo que me tapaba púdicamente con los calzoncillos.

Abrió repentinamente el visón. Esta vez no llevaba nada debajo, excepto las medias. Se quedó en pelota viva, cubierta únicamente con el sombrero hongo, brillante el cuerpo en sudor como si la hubieran rociado de glicerina, los senos que ya viera cuando la conocí, agresivos como mascarones de proa de un velero lascivo.

Huí saltando entre los macetones de hortensias mientras me iba a la zaga con agilidad felina. Derribé tres mesas de filodendros y un armario con plantones de petunias, tropezando y cayendo una vez más de bruces. Saltó sobre mí obligándome a dar la vuelta al tiempo que se ponía a horcajadas. Luché con la silenciosa desesperación de la doncella que defiende su honra, mientras me agarraba por las muñecas dominándome con una fortaleza que para mí hubiera querido. Para mi desgracia, a músculos, tanto ella como las negras, me podían. En lo sucesivo tendría que ir con más frecuencia al gimnasio.

—Esta vez no escapas —jadeó—. ¿Te estás quieto como un chico educado y te mantengo al margen del follón, o le digo a Foggarty que lleve vuestras fotografías a la prensa?

En mi trabajo se está dotado de regulares dosis de fatalismo. Se sabe que no se puede ganar siempre. Se sabe también que cuando las cosas van mal, van mal hasta el final. Me quedé quieto porque era lo único que podía hacer.

Tatiana separó las rodillas sobre mis costados, colocándose en una postura cómoda y dominante. Me agarró por los riñones empujándome el tronco hacia arriba, a la vez que echaba la cabeza hacia atrás. Los pezones duros como el diamante me cosquillearon primero para desgarrarme la epidermis después abriendo las viejas heridas. Me hizo rodar sobre las hojas húmedas oprimiéndome el pecho con las tetas y la cintura con los muslos apretando como una llave inglesa. Aprovechándose de que por culpa de Teo yo también estaba entonado, se salió con la suya.

Entre las flores de perejil y las orquídeas, me desfloró.

Y lo hizo sin que se le cayera el sombrero hongo.

8

Sólo tiempo después, cuando la primavera se insinuaba en el ambiente y los primeros brotes tiernos aparecían en los jardines de las viviendas de las zonas residenciales, se inició la segunda parte de lo que yo por entonces creía un caso definitivamente cerrado. Acababa de dejar las maletas en el pasillo, de regreso de Florida donde me había llevado a Slim Hench en un intento de olvidar la aciaga aventura, cuando el inevitable teléfono me reintegró a un destino trágico.

—Flower al aparato.

—Al
aparato,
al
aparato...
—gorjeó con zumba alguien a quien yo creía y quería definitivamente fuera de mi vida.

—¡Oh, no! ¡Tú, de nuevo, no!

—No seas rudo conmigo, precioso. No te molesté en todo este tiempo. Incluso me porté bien, dentro de lo que cabe.

A su manera Tatiana llevaba razón. Tras la noche de vergüenza, orgía y desenfreno en el invernadero de orquídeas y perejil de Barbacoa Avenue, Montecito, sólo supe del desenlace de la peripecia de Teo Connally por las crónicas de Witicky La Cotilla en "Los Ángeles Times". Cumpliendo su palabra no me hizo comparecer ante los abogados y hasta la mejoró con el detalle de enviarme por correo los negativos de Foggarty obtenidos en la tenebrosa jornada.

Tatiana Putain consiguió que no fuese necesaria la demanda judicial puesto que Teo firmó cuantos papeles de renuncia le pusieron delante, abrumado por las pruebas reunidas por su mujer. En plan generoso montó a Teo una
boutique
de caballeros en la Costa Oeste para que pudiera vivir y ligar, comprometiéndose además a pasarle una pensión muy decente. Después de aquello se había convertido en la mujer más rica de California.

—No deseo ser duro contigo —dije—. No quiero ser blando, Tatiana. No quiero ser nada. Lo pasado, pasado. Conseguiste cuanto te habías propuesto: el control de la compañía, la libertad para ir con los hombres que apetezcas y hasta mi virtud. Entonces, hagamos un trato: olvidémonos mutuamente.

—¡Qué más quisiera! La noche del invernadero está escrita con letras de oro en el libro de mi existencia.

Era una cursilería tremenda, que me esforcé en pasar por alto.

—Tengo problemas eróticos, guapísimo —continuó—. Ahora que puedo escoger el tío que me dé la gana, no consigo repetir un orgasmo como aquél.

—Eso no es cosa de detectives. Consulta a un consejero sexual. Logran maravillas.

—Ya lo he hecho. He ido también a mi analista. Los dos coinciden en que sólo un Flower como tú me puede satisfacer.

—Pues vas dada. ¡Una vez y no más!

—¡Ayúdame, Gay! —imploró.

—Imposible.

—¿Por qué?

—Estoy con el período.

—¡Niño malo! —disimuló una risa cachonda. —Bueno; esperaré a que te pase. Entre tanto podría hacerte un favor.

—Ya me hiciste uno, gracias.

—Se trata de un trabajo. ¿Cómo andas de ocupado?

Sin darse cuenta acababa de poner el dedo en la llaga. Tras las vacaciones con Slim mi cuenta bancaria había disminuido notablemente y era preciso ponerse de nuevo a la tarea.

Me hice el estrecho.

—Podría atender algo cómodo y sin complicaciones, si fuera de absoluta garantía...

—Entonces toma nota: coronel Stradivarius, Oak Knoll, Dresden Avenue, Pasadena. Se trata del padre de una ex-empleada nuestra, viejo amigo de la familia. Me ha pedido el nombre de un buen investigador y le di el tuyo. Te espera mañana a las diez. Con visitarle no pierdes nada. Haz esto por mí y más adelante, a lo mejor, decides ser más amable con tu Tatiana.

Contesté que ya vería y le dije adiós antes de que volviera a ponerse tierna.

9

Llegué a la mansión del coronel Huston Orrin Stradivarius, en el barrio de Oak Knoll, justo a las 10 a.m., que otra cosa no, pero puntual soy un rato. Al ir a golpear con el llamador de bronce en la puerta de sucedáneo de palo santo, advertí que estaba entornada. La empujé y ¿con qué dirán que tropecé? ¿Con el cadáver ensangrentado del conocido multimillonario? Pues, no. Me di de bruces con el culo aromático de la doncella.

La casa era grande, fría, impersonal. El culo, redondo, cálido y perfumado.

Al tropezar con aquella esfera de carne cuyos puntos superficiales equidistaban de uno interior llamado centro, me dije:
"No hay duda; aquí tenemos un caso".
Mi instinto profesional rara vez falla.

Vayamos por partes. Primero, la casa. Después, el culo.

La fachada de la construcción era de rugosa piedra artificial. El tejado, de pizarra negra. Los marcos de las ventanas, de metal bruñido. La parte frontal aparecía semioculta por una espesura de tamarindos y antes de llegar a ellos se encontraba un abeto de Pakistán junto a una fuente con rocas de papel prensado. Llegué a la entrada después de chapotear por una milla de césped recién regado y de esta forma simple alcancé la puerta.

El culo era de firme carne de hembra. Su propietaria se hallaba encaramada en una escalera de mano intentando colocar una pesada cortina con anillas en la barra correspondiente. Deduje que se trataba de la doncella porque había atisbado un uniforme negro, un delantal blanco con volantes y cofia de encaje también blanco sobre una cabeza de cabellos caoba cortados estilo Tedda Bara. La cintura y las caderas evocaban a una guitarra española.

Si tenía figura de guitarra no podía ser una Stradivarius. Si llevaba cofia, delantal y uniforme debía ser la doncella. Elemental.

—Buenos días —hablé al culo—. Soy Flower.

—Yo, no —contestó su propietaria musicalmente—: pero casi.

—¿De veras? Sorpréndame.

—Me llamo Azalea. ¿Sorprendido? —Y me miró por encima del hombro.

La sorprendida fue ella, que no pudo contener un hipido involuntario. La disculpé porque era comprensible. Me había puesto el traje amarillo-banana, con camisa esmeralda, corbata clara y vistoso pañuelo con hojas de malvavisco, y me tocaba con un sombrero de amplias alas. Estaba aseado, afeitado, limpio, pulcro y perfumado con menta. Era todo lo que un detective privado debe ser cuando se prepara a visitar a veinte millones de dólares.

Al recobrarse, pidió:

—¿Por qué no me sujeta la escalera, buen mozo?

—El caso es que debo ver al coronel.

—Pensé que prefería verme a mí...

Como la escalera bloqueaba la entrada no la veía a ella sino a su culo que estaba casi tocando con la nariz. Subió un par de peldaños y entonces le vi las piernas. Tenía esbeltas y torneadas piernas de bailarina. Bajo el nilón negro, al mantener el equilibrio en los zapatos de tacón casi tan alto como el artefacto en que se encaramaba, los músculos de las pantorrillas se movían como algo vivo, así suelen sentirse con complejo de superioridad delante de los hombres, las muy cretinas. Pues conmigo andaba de cráneo; pero me abstuve de decírselo porque me había levantado simpático y no quise bajarle la moral.

En aquella situación de novela verde barata notó que no progresaba, así que puso en marcha la fase número dos de su estrategia, consistente en hacerme levantar la vista.

—Dígame si cree que alcanzaré la anilla del extremo, buen mozo...

Con resignación le seguí la corriente. Miré hacia arriba. Al inclinarse hacia adelante mostraba el liguero escarlata, la carne blanca y las bragas negras. En aquello consistía la fase número two.

Odio las situaciones equívocas. Odio los culos de las doncellas. Odio las bragas negras. Por tanto dije en plan seco:

—Me aburro, muñeca.

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