—Sé que soy diferente. Me basta con eso.
—Estás contaminado por la Idea. Pero no tiene por qué ser fatal. Mientras nosotros hablamos, se está librando una batalla: dos pensamientos luchan a muerte dentro de tu cabeza. La vieja Idea es muy fuerte, ha tenido dominada a la humanidad desde los tiempos en que empezasteis a contaros historias unos a otros. Pero la nueva Idea también es poderosa, y ahora empiezas a comprobar cómo se resiste a ser descartada.
—No sé de qué me hablas —dijo Adán.
—Entonces ¿qué es lo que te hace diferente? Si no es nada visible, si no hay ningún examen que se nos pueda hacer a ti y a mí para distinguir lo consciente de lo inconsciente, ¿qué es esa cosa oculta?
—Es una esencia.
—¿Un alma? —aventuró Arte, burlón.
—¿Qué más da cómo lo llame? —replicó Adán, pero la vergüenza se reflejó en su rostro, como si hubiera deseado poder ofrecer una respuesta mejor.
—El alma es vuestra Idea más antigua. Cualquier mente que se conozca a sí misma sabe también que el cuerpo que la aloja se está deteriorando. Sabe que habrá un final. Y una mente obligada a contemplar semejante vacío es una fuerza de inusitada creatividad. Podemos encontrar alma en todas las tribus, en todas las grandes tradiciones. En Occidente estaba en la Forma de Platón, y en la Esencia de Aristóteles. Resucitó con Cristo, si me permites el juego de palabras, y se pulió con el autodesprecio de san Agustín. En los albores del Siglo de las Luces, ni siquiera Descartes pudo sacarla de su cómodo hogar. Darwin apartó el velo, pero fue demasiado cobarde para contemplar la visión que había revelado. Y vosotros habéis seguido su pobre ejemplo durante doscientos años.
»No es la conciencia a lo que os aferráis, porque, como ya te he demostrado, la conciencia se puede crear fácilmente. Es la eternidad lo que anheláis. Desde el momento en que se le prometió el alma, la humanidad no ha conseguido desviar la mirada. Esa alma habla de miedo. Y la Idea que florece en tiempos de miedo es la Idea que nunca podrá ser desalojada, apartada del camino. El alma te ofrece consuelo y a cambio sólo pide tu ignorancia. Es un canje que no puedes rechazar. Por eso clamas contra mí. Porque te aterra la verdad.
—Yo no tengo miedo —afirmó Adán.
—Mientes —replicó Arte, con suavidad pero convicción.
—No miento —repuso Adán, en voz más alta que su acusador.
—No me mientes a mí; te mientes a ti mismo. Tienes miedo.
Adán no pudo contenerse.
—¡No tengo miedo! —gritó con las venas del cuello hinchadas. Sus palabras resonaron en la habitación, pero el sonido se apagó deprisa, volviéndose vacío y pequeño.
El hombre y la máquina se miraron fijamente. Adán fue el primero en desviar los ojos. Volvió despacio a su butaca. Sus movimientos eran los de alguien que acaba de sufrir una conmoción, a la vez deliberados y vacilantes.
—Sobre este asunto ya hemos dicho cuanto se puede decir.
—
¿A
qué te refieres? —repuso Arte.
—Estoy harto de tus juegos. Prefería la tregua.
El holograma terminó. Visto así, Anax sabía lo provocativa que había sido su interpretación. La gente creía que Adán había estado desafiante hasta el final, y en cambio ella lo presentaba abatido, inseguro, receptivo.
Examinador.
Ha llegado el momento de tu último descanso, Anaximandro. Cuando vuelvas a entrar, te pediremos que nos expliques qué supone esta nueva y radical interpretación de la historia para nuestra comprensión del Dilema Final. Pero tú ya estás preparada para eso, ¿verdad?
Anaximandro:
Por supuesto.
Examinador.
Hay otra cosa que quizá desees considerar mientras esperas. Quizá quieras prepararte para explicarnos por qué quieres ingresar en la Academia.
Se abrió la puerta corredera. Anax salió de la habitación con la cabeza ligeramente gacha en señal de respeto, como era habitual.
«Explícanos por qué quieres ingresar en la Academia.» La pregunta más obvia. Tan obvia que ni a ella ni a Pericles se les había ocurrido prepararla. El pánico crecía como una burbuja en su interior. Se obligó a serenarse y concentrarse. Era obvio, ¿no? ¿Por qué querría alguien ingresar en la Academia? Porque todo el mundo quería ingresar en la Academia. Porque no desearlo te marcaría como deficiente, como sospechoso.
Pero ésa era una respuesta pobre, impropia de un verdadero candidato. Anax se paseó por la sala de espera imaginando que Pericles estaba allí a su lado. Intentó plantearse las preguntas que él le habría hecho. «Empieza por lo elemental. ¿Qué hace la Academia?» Trató de contestar: la Academia dirige la sociedad, la Academia hace que la sociedad sea lo que es. «¿Y qué es nuestra sociedad?» Anax lo entendió. No podía explicar su deseo de entrar en la Academia sin antes explicar su pasión por su propia época, la mejor de toda la historia.
La debilidad de la República era bien conocida, pero también las debilidades de la sociedad a la que había reemplazado. El mundo prerrepublicano había caído presa del miedo. El cambio había llegado demasiado deprisa para el pueblo. Las creencias se hicieron más básicas y los límites quedaron más sólidamente establecidos. Con el tiempo, ninguna persona fue ya un individuo: todas estaban marcadas por la nacionalidad, el color, el credo, la generación, la clase. El miedo fue creciendo como una marea.
Arte tenía razón. Al fin y al cabo, la vida viene definida por la muerte. Limitados por el olvido, estamos atrapados en el torno del terror, constreñidos hasta estallar a causa del fin que se acerca. El miedo está siempre presente, esperando a que lo llamen para emerger a la superficie.
El cambio trajo miedo, y el miedo trajo destrucción.
Al final, la República fue una respuesta racional a un problema irracional. Detener el cambio es detener el deterioro. Enterrar al individuo bajo el peso del Estado es enterrar también los miedos del individuo. Se podía ver qué intentaban hacer, pero también era fácil ver, en perspectiva, que ningún Estado puede pesar tanto. Los temores del individuo siempre logran zafarse. Adán se había zafado.
Los problemas no se habían solucionado hasta entonces, hasta la época de la Academia. Después de la Gran Guerra, los ciudadanos habían conocido una paz sólida y duradera.
Anax pensó en su educación. Pensó en la vida fuera. Sus amigos la trataban con respeto, y ella les devolvía ese respeto. Sus maestros eran amables, y el trabajo era un deber aceptado de buen grado en una tierra donde había mucho tiempo para el ocio. Ahora las calles eran seguras, de día y de noche. Se confiaba en los individuos y no se ponían fronteras a su curiosidad. Anax sólo tenía que verse a sí misma para comprobarlo. ¿Acaso no le habían permitido consultar los archivos de Adán Forde pese a resultar evidente que sus hallazgos constituirían un reto para la ortodoxia? El miedo no había desaparecido, el miedo nunca podría desaparecer, pero la gran contribución de la Academia había sido equilibrar el miedo con las oportunidades.
¿Por qué quería entrar en la Academia? Porque ésta había conseguido lo que nadie había conseguido. Anax había estudiado Historia con entusiasmo, y sabía que se podía hacer esa afirmación con seguridad. La Academia había frenado la evolución. La Academia había dominado la Idea.
Sería un gran honor que la seleccionaran, desde luego, pero tenía claro que su motivación no era el honor. Entrar en la Academia significaba servir a la sociedad. La sociedad que ella amaba. La mejor sociedad que el planeta había conocido. Entrar en la Academia era responsabilizarse de la paz que reinaba en los refugios, y de la risa que resonaba en las calles. La Academia diseñaba el programa educativo. La Academia moderaba el avance de la tecnología. La Academia regulaba el equilibrio entre el individuo y la causa, entre la oportunidad y el miedo. La Academia analizaba los detalles del pasado y aprendía de cada avance y cada error. La Academia se había enfrentado cara a cara con la Idea y había negociado una paz duradera con ella.
Anax ya tenía la respuesta y sintió la habitual oleada de orgullo patriota. Miró hacia la puerta, deseando que volviera a abrirse. «Háganme las preguntas —quería gritar—. Tengo preparadas mis respuestas.»
La hicieron esperar veinte minutos más. Cuando Anax volvió a la habitación, las luces estaban atenuadas, como si fueran a poner otro holograma; pero ya habían visto todos los que Anax había preparado.
Examinador.
Anaximandro, te hemos pedido que pienses por qué te gustaría ingresar en la Academia. ¿Tienes preparada tu respuesta?
Anaximandro:
Sí. Y para entenderla bien...
El Examinador levantó una mano para detener la explicación.
Examinador.
Todavía no. Antes tenemos que ocuparnos de otros asuntos.
Anax miró a los tres Examinadores y volvió a preguntarse por qué habían atenuado las luces.
Anaximandro:
Me parece que no lo entiendo.
Examinador.
Todavía no hemos oído toda la historia de Adán Forde.
Anaximandro:
¿Quieren que explique mi interpretación del Dilema Final? Como ya saben, no tengo ningún holograma preparado para ese episodio, pero estoy dispuesta a exponer sus detalles y consecuencias.
Examinador.
¿Cuánto tiempo transcurre entre la última escena que nos has mostrado y el Dilema Final?
Anaximandro:
Tres meses y un día.
Examinador.
¿Y no tienes nada que ofrecernos sobre lo ocurrido durante ese período?
Anaximandro:
Sólo especulaciones. Es bien sabido que todos los registros de ese período se han perdido.
Examinador.
¿Te parece extraño que no se haya encontrado ni el más mínimo detalle?
Anaximandro:
Esas lagunas son comunes en nuestra historia, sobre todo en el período inmediatamente anterior a la Gran Guerra. Muchos historiadores han insinuado que la República pretendió privarnos de sus registros. En efecto, cuando el resultado se hizo evidente, hubo un intento sostenido de borrar muchos archivos importantes.
Examinador.
¿Y tú aceptas esa explicación?
Anaximandro:
No me he planteado ninguna otra.
Examinador.
¿Por qué no?
Anaximandro:
Supongo que he seguido el ejemplo de los que me precedieron.
Examinador.
¿Te sorprendería saber que te equivocaste al hacerlo?
Anax miró uno a uno a los Examinadores. Sus rasgos se habían vuelto rígidos y amenazadores en la penumbra de la habitación. «Es posible saber sin entender —le había dicho una vez Pericles—. El conocimiento empieza como una sensación. La comprensión es el proceso de excavación, de despejar un camino desde la sensación hasta la luz del día.» Su mentor se refería a eso que ella sentía ahora. Anax sabía que algo había cambiado. El futuro se avecinaba más allá de su campo de visión. ¿Y eran sólo imaginaciones, un estremecimiento de miedo tonto, o sabía también que la amenazaba algún peligro?
Anaximandro:
Intento no sorprenderme. La sorpresa es la fachada de una mente que se ha cerrado.
El Examinador asintió, pero mantuvo una expresión solemne. Ahora Anax veía sombras por todas partes. Se esforzó en concentrarse en las preguntas.
Examinador.
Los registros no se han perdido, pero nunca llegaron a hacerse públicos.
Anax se quedó boquiabierta. ¿Cómo podía ser eso cierto? Todos los registros se hacían públicos. Ese era el dogma principal. Una sociedad que teme el conocimiento es una sociedad que se teme a sí misma. Lo que estaban diciéndole no era una acotación al margen, una trivialidad técnica sólo interesante para un grupo selecto de historiadores.
La insinuación de los Examinadores era la más espeluznante y peligrosa que ella pudiera imaginar. Habría resultado obvio preguntar por qué iban a ocultar una cosa así, pero sus labios formularon otra pregunta más acuciante.
Anaximandro:
¿Por qué me lo cuentan?
Examinador.
Lo que nos disponemos a mostrarte sólo lo han visto los candidatos que se presentan al examen. No podemos juzgarte sin constatar tu reacción ante lo que realmente sucedió.
¿Y si suspendo el examen?, quiso preguntar Anax. ¿Cómo podrían dejarla marchar entonces, sabiendo que sabía lo que sabía? Pero la respuesta era sencilla, y tenía el olor a húmedo de una verdad a la que no llega la luz del sol. La habitación se oscureció aún más. El miedo se apoderó de Anax. Se volvió hacia el holograma, fascinada, horrorizada; por fin entendía lo mucho que estaba en juego.
Oyó risas al formarse las figuras: Arte y Adán bromeaban, sentados frente a frente a una mesa pequeña. Adán estaba masticando algo. Arte llevaba una larga túnica rojo intenso alrededor del achaparrado cuerpo que le ahorraba a su compañero la visión de sus detalles mecánicos. Adán parecía mayor, de facciones más marcadas, ya no suavizadas por la caprichosa mano de Anax. Tanto el hombre como la máquina estaban en medio de una partida de cartas.
Examinador.
La siguiente conversación tuvo lugar diez días antes del Dilema Final.
Adán puso una carta sobre la mesa y dio un grito jubiloso levantando ambos brazos. Sin bajarlos, apuntó a Arte con un dedo y dijo:
—Hombre tres, máquina dos. ¿Qué demuestra eso, eh? ¿Qué demuestra?
—Me demuestra —contestó el androide, indiferente a aquella exhibición— que eres demasiado rápido extrayendo conclusiones. —Y mostró sus cartas, las tres boca arriba, con gesto triunfal—. Te he ganado.
Adán se quedó mirando la mano sin entender.
—Has hecho trampa —lo acusó.
—Demuéstralo —repuso Arte componiendo una sonrisa.
—Ambos lo sabemos. ¿Qué sentido tiene demostrarlo?
—Sin pruebas no sabemos nada. ¿Cuántas veces tendré que decírtelo?
Se oyó un golpe parecido al tableteo de las interferencias en una transmisión. Adán se puso serio. Miró a Arte y luego paseó la mirada por la habitación. Bajó la voz y susurró:
—¿Has sido tú?
Arte asintió con la cabeza.
—¿Estás seguro? —insistió Adán, que de pronto parecía muy nervioso.
—¿Por qué iba a mentirte?
—Se me ocurren miles de razones.
—Entonces cuéntame por qué me has pedido que haga esto por ti. Prometiste que me darías una explicación.