—Tendría que haber matado a ese Merkit —dijo—, pero no quería que mi caballo se cansara persiguiéndolo.
—Que mataras a mi esposo no habría mejorado mis sentimientos hacia ti.
—Pero habría aclarado las cosas.
—Ni siquiera pudiste enfrentarte solo. Tuviste que ir a buscar a tus hermanos.
—Quería estar seguro de mi triunfo. —Entrecerró los ojos. El círculo afeitado de su cráneo brillaba a la luz del fuego.
—Te odio —dijo Hoelun suavemente, mientras se quitaba el tocado.
—Eso es malo. —Yesugei se limpió las manos en su túnica—. Fue un tonto al no decirte que te cubrieras para impedir que yo te viese. No te merecía. —Hizo una pausa—. Vi que le dabas tu camisa antes de que se marchara.
Ella respiró hondo.
—Quería que tuviera un recuerdo mío. No quería dejarme, pero si se quedaba lo habrías matado. Le dije que debía irse, que… —Se le quebró la voz.
—Y ahora podrá secarse las lágrimas con tu camisa —dijo Yesugei en tono burlón—. Pero tal vez no se la diste sólo para que le sirviera de consuelo. Tal vez quisiste demostrarme todo lo que conseguiría si te hacía mía.
—No —dijo ella.
—¿Vas a llorar otra vez por él? Ya hiciste tu pequeña exhibición de lealtad, no sigas fingiendo que lo lamentas. —Se puso de pie rápidamente, después la incorporó de un tirón y la atrajo hacia él. Hoelun liberó sus brazos con violencia. Él la empujó hacia la cama y empezó a soltarse el cinturón—. Quítate la ropa.
—Quítamela tú, si puedes.
—Te la quitaré a golpes, si debo hacerlo.
Lo decía en serio. Ella se quitó las botas y los pantalones.
—La túnica también.
Hoelun alzó una mano hacia el rostro de él, con la velocidad del rayo. Él desvió el golpe y se lo devolvió, arrojándola sobre el lecho. A Hoelun le daba vueltas la cabeza. Él se acercó, y la cogió por las muñecas, inmovilizándola.
—Quédate quieta —masculló.
Ella intentó patearlo, pero mientras con una mano le sujetaba las muñecas, con la otra le separó las piernas. Su rodilla se hundió en el muslo izquierdo de Hoelun; sus dedos exploraban su sexo. A ella le dolían las muñecas, pero la mano que la exploraba era acariciante.
Él la penetró. Hoelun cerró los ojos; tenía los dientes apretados, el cuerpo rígido. Todo acabaría muy pronto, cómo había sido con Chiledu.
Los movimientos de él se hicieron más rápidos, después gimió y cayó sobre ella. Sus ropas estaban abiertas, y la áspera lana de su camisa le raspaba la mejilla. Él salió de ella, se levantó de la cama y se acomodó los pantalones.
—Lo disfrutaste —dijo Yesugei cuando ella se incorporó.
—Eres repugnante. Chiledu me dio más placer del que jamás lograrás darme tú.
—No lo creo. —Fue hacia el fogón; sus extraños ojos verdosos centellearon a la luz del fuego—. Todo lo que hizo fue prepararte para mí. —Se ató el cinturón, recogió su cuchillo y salió.
Hoelun escuchó las voces que se alzaban en una canción; algunos todavía seguían celebrando. El rostro le ardía de furia. Lo imaginó allí fuera, orinando, riéndose con sus amigos porque tenía una nueva mujer. Los cantos parecían burlarse de ella; Hoelun se cubrió y lloró.
Más tarde, cuando regresó, él la despertó violentamente y la tomó otra vez. Después cayó en el sueño profundo y tranquilo de un hombre satisfecho con la tarea del día.
Finalmente ella se levantó, salió sigilosamente del "yurt", y caminó rápidamente hasta un arbusto. El campamento estaba en silencio, claro el cielo nocturno. Hoelun miró hacia arriba, advirtiendo la posición de las estrellas, los agujeros para el humo de Tengri; pronto amanecería.
Regresó al campamento. Cuando entró en el "yurt", Yesugei se despertó, se incorporó y le indicó con un gesto que se acercara. Ella lo hizo y se sentó en la cama, tan lejos de él como le era posible.
—Eres mi esposa, Hoelun Ujin. —La trataba respetuosamente ahora, pero al mismo tiempo esbozaba una sonrisa, como si la formalidad le resultara graciosa—. Ya ves lo que tengo, pero pretendo conseguir más. —Inclinó la cabeza—. Tendrás una parte de mis rebaños y un tercio de cualquier botín que consiga, cuando tengas hijos. Lo que trajiste te pertenece y puedes hacer con ello lo que quieras. Administrarás nuestros bienes y tomarás cualquier decisión mientras yo no esté.
Las palabras de Chiledu habían sido expresadas de manera más poética, pero significaban más o menos lo mismo.
—Así que ahora tienes una segunda esposa —le dijo ella con amargura.
Yesugei se atusó el bigote.
—Cuando me des un hijo, tú serás mi esposa principal.
—Tal vez Sochigil Ujin tenga algo que decir al respecto —objetó la joven—. Ella ya te ha dado un hijo.
—No dirá nada. Tus hijos estarán primero y los de ella después. —Apoyó un brazo sobre su rodilla—. La conozco… yo la deseaba, pero también sé cómo es. —Su rostro era solemne—. Tengo que conducir a esta gente, Hoelun, y entre los Taychiut tengo rivales que a veces objetan mi posición. Si vuelo al cielo antes de que mis hijos sean hombres, mi esposa principal tendrá que mantener unidos a estos clanes hasta que algún hijo mío pueda ocupar mi lugar. Sochigil no sería capaz de hacerlo.
Hoelun recordó la mirada plácida de la otra mujer, y con cuánta calma había aceptado su presencia.
—Oh, me gusta mucho en algunos aspectos —continuó Yesugei—, pero desde que nos casamos siempre ha sido: "Yesugei, ¿qué piensas? Amo, ¿qué debo hacer? Esposo, no sé qué decirte… decídelo tú". Un hombre necesita mejores consejos de una esposa.
—Algunos hombres dicen eso —replicó ella—, y después no escuchan.
Él apretó los labios.
—Tú me dirás lo que pienses —agregó—. Hasta puedes decirme cuánto me odias, siempre y cuando esperes que estemos a solas.
—Eres rápido para confiar en una mujer que apenas conoces.
—Tengo que saber estas cosas, saber quién puede ayudarme. Si no me das buenos consejos lo lamentarás, pues no estoy dispuesto a cargar con dos mujeres débiles.
Hoelun permaneció en silencio.
—Pero no creo que seas débil —dijo Yesugei—. Fue voluntad del cielo que te tuviera… Lo supe en cuanto te vi. —Levantó la vista hacia el agujero de salida del humo; todavía estaba oscuro—. Tenemos tiempo —añadió, y extendió la mano hacia ella.
Hoelun se levantó temprano. Cuando Yesugei despertó, el caldo de carne hervía en el caldero que colgaba del trípode sobre el fogón y ella había preparado un poco de "kumiss". Su esposo la miraba desde el lecho que ella y Chiledu habrían compartido, dentro del "yurt" que ella había esperado armar en un campamento Merkit.
Yesugei gruñó, se incorporó y se puso la ropa antes de que ella le alcanzara la comida. Cogió el jarro, esparció unas gotas de "kumiss" como ofrenda a los espíritus, y después bebió.
—Ayer hablé con Sochigil —dijo—. Ya sabe que cuando tengas un hijo serás mi esposa principal.
—Podrías haber esperado para decírselo. —Tal vez por eso Soshigil la evitaba—. Podría estar embarazada ahora —agregó Hoelun. Yesugei la miró entrecerrando los ojos—. Si tengo un niño dentro de nueve meses, nunca sabrías con certeza que es tuyo.
—Él no era bastante hombre para darte un hijo tan rápido. —Yesugei mostró los dientes—. Si tengo dudas, tal vez no seas mi principal esposa.
Hoelun alzó la cabeza. Varias mujeres la habían ayudado a levantar su "yurt". Ella les había dado las suaves bufandas de lana que habían estado destinadas a la familia de Chiledu.
Aparte de sus hermanos, Yesugei no tenía otra familia. Su padre, Bartan, había muerto tres años antes, cuando Yesugei tenía dieciséis, atacado por un espíritu maligno que le había robado la capacidad de hablar y de moverse. La madre de Yesugei había seguido a su esposo dos años después.
Yesugei era ahora jefe de su clan Kiyat. Nekun-taisi tenía más edad, pero su madre había sido segunda esposa; se había sometido a Yesugei cuando un hermano mayor había resultado muerto en una incursión. Como hermano menor, Daritai era el Odchigin, el Custodio del Hogar, pero oscilaba entre la devoción y el resentimiento con respecto a Yesugei.
—Los días son demasiado largos —dijo su esposo—. Me impaciento por llegar a tu cama. Veo cómo disfrutas cuando nos acostamos.
—Exageras —dijo Hoelun, al tiempo que se señalaba la entrepierna—. Podría darme más placer yo sola.
La expresión de Yesugei se ensombreció; su irritación la complació. Estaba esperando ver su furia cuando Daritai llamó desde la entrada.
—Entra —gritó Yesugei.
Daritai entró, seguido de Targhutai Kiriltugh.
—Saludos, hermano —dijo Daritai, y le dirigió una sonrisa a Hoelun—. Targhutai dice que está cansado de cuidar los animales… ha estado comiendo polvo durante dos días. Podríamos ir de caza.
—Seguiréis con el rebaño —replicó Yesugei.
El rostro infantil de Targhutai se congeló en una mueca. Los Taychiut estaban con Yesugei porque muchos de los suyos se sentían felices de seguir a los Kiyat; el esposo de Hoelun se lo había dicho. Pero Targhutai soñaba con ser jefe, una ambición que, suponía Hoelun, era alimentada por su abuela Orbey.
Yesugei se puso de pie. Hoelun le entregó un jarro de "kumiss", ya que él no volvería antes de la comida de la noche.
Cuando los tres hombres salieron del "yurt", Hoelun alisó la manta y las pieles que cubrían la cama. La canasta situada junto a la entrada estaba casi vacía; tendría que ir a buscar más "argal" para combustible. Recogió la canasta y salió.
El aire ya era caliente y seco; a pesar de que era muy temprano encontraría estiércol bastante seco como para arder. Al este, el horizonte estaba rojo y el cielo se aclaraba. Se volvió hacia el oeste. Una tierra oscura y ondulada se extendía más allá de los árboles que bordeaban el río; a la distancia, una elevación se alzaba hacia el cielo.
Koko Mongke Tengri estaba en todas partes. No existía ningún lugar donde un hombre pudiera ocultarse del Eterno Cielo Azul. Tengri calcinaba a su pueblo con el calor del sol, enviaba tormentas contra ellos, los azotaba con vientos y los congelaba con el hielo del invierno. Tengri los forjaba en el calor y después los zambullía en el frío, dándoles forma tal como los herrreros hacían con las espadas a partir del metal que recogían en las venas abiertas de las montañas.
Hoelun buscó estiércol seco. Sochigil, con su niño atado a la espalda, también buscaba combustible. La joven de ojos oscuros caminó hacia Hoelun, pero abruptamente se desvió.
—Saludos, Hoelun Ujin —dijo una voz.
Orbey Khatun salió de detrás de un carro que estaba junto a su tienda.
Hoelun inclinó la cabeza.
—Te saludo, Honorable Dama.
—Pronto habrá tormenta —dijo Orbey—. Lo siento en mis huesos. —Los pequeños ojos de la Khatun se entrecerraron —. No has visitado mi tienda, joven Ujin.
—Hace muy poco que estoy aquí —dijo Hoelun.
—Vendrás a verme mañana, cuando nos reunamos a honrar a los espíritus —le ordenó—. La nueva esposa del Bahadur debe estar con nosotras. Sochigil Ujin también será bienvenida, por supuesto.
—Me siento honrada —dijo Hoelun. Hizo una reverencia, pronunció unas palabras de despedida y se apresuró en dirección a su propio círculo de tiendas. La predicción de la vieja viuda era acertada: hacia el norte, el cielo se estaba oscureciendo.
Entre dos postes, cerca de su vivienda, Hoelun había puesto a secar unas largas tiras de carne; una vaca vieja había muerto la noche anterior. Recogió la carne, la llevó dentro y después bajó la cortina sobre la entrada.
Los truenos empezaron a retumbar en el momento en que Hoelun agregó un poco de estiércol seco bajo el caldero que pendía sobre el fogón. Tiró de la soga que regulaba la salida de humo y cerró el agujero, despúes se tendió en el suelo, se acomodó y se envolvió en un trozo de fieltro.
Las tormentas la aterrorizaban. Oyó los gritos de los niños y de las mujeres que corrían a sus viviendas. Los hombres, en la llanura, estarían tendidos en la tierra, envueltos en cualquier cosa y rogando que ningún rayo cayera cerca de ellos.
Hoelun tembló bajo el fieltro mientras el viento rugía y la lluvia azotaba el "yurt". Las tormentas eran siempre un recordatorio de que resultaba imposible apaciguar a Tengri, y de que todo lo que se podía hacer era rogarle piedad o agradecerle cuando uno se salvaba de la ira del cielo.
—Etugen —susurró, suplicando que la tierra la protegiera aunque la tierra misma era castigada por el viento.
La tormenta pasó tan rápidamente como había llegado. Hoelun permaneció tendida hasta que el viento cesó, después se incorporó para abrir la salida de humo.
Suspiró. Ahora tenía otras obligaciones. Sochigil probablemente estuviera aún dentro de su "yurt". Controló el caldero; la leche de vaca podía hervir un poco más. Era tiempo de que hablara a solas con la otra esposa de Yesugei.
—Bienvenida —dijo Sochigil dando un paso atrás, con su niño en brazos. El pequeño estaba atado al listón de madera con bordes redondeados que constituía su cuna.
Hoelun la siguió al interior del "yurt" y se sentó cerca del fogón, de espaldas a la puerta. Sochigil se cerró la túnica, puso a su hijo en el suelo se ató la faja y finalmente se sentó en un cojín.
Hoelun le entregó la piel que había traído.
—Esto es para tu hijo Bekter.
Sochigil acarició la piel.
—Debo darte algo. Tengo un collar con una piedra de ámbar. Te quedaría bien… la piedra es casi igual a tus ojos.
—No es necesario que lo busques ahora —dijo Hoelun.
—Más tarde, entonces.
La joven vertió "kumiss" en un cuerno de carnero, esparció unas gotas para las imágenes de los espíritus del hogar que pendían sobre la cama, y le sirvió a Hoelun, que bebió.
—Quise hablar contigo antes —prosiguió Sochigil—, pero Orbey Khatun se me adelantó. Yo le temo.
—Yo no —dijo Hoelun.
La mujer de ojos oscuros hizo una señal para alejar la mala suerte.
—Hay quien dice que sabe magia.
Hoelun se encogió de hombros.
—Algunas ancianas de mi campamento querían que pensáramos que sabían más de lo que en realidad sabían para que de ese modo trabajáramos con más ahínco para mantenerlas con vida. La Khatun quiere tenernos con ella mañana, cuando las mujeres se reúnan en su tienda.
Sochigil se estremeció.
—Entonces debemos ir. —Meció la cuna, arrullando a su hijo.
—El Bahadur me dijo —agregó cautelosamente Hoelun—que quiere convertirme en su primera esposa en cuanto le dé un hijo. Yo no se lo pedí. Estaba contenta dejándote ese lugar. Me sorprende que me haya hecho semejante promesa, pues hace muy poco que me ha encontrado.