Biliktu estaba curtiendo el pellejo con leche salada cuando Temuge entró corriendo.
—¡Mamá! ¡Temujin está peleando con Bekter!
Hoelun dejó la cuna y corrió hacia la entrada.
Los dos niños rodaban en el suelo cerca de los carros de Sochigil. Bekter tiraba de la coleta roja de Temujin y éste le arañaba la cara.
—¡Basta! —gritó Hoelun; después corrió hacia ellos y levantó a su hijo cogiéndolo del cuello. Bekter también se puso de pie.
—Ha empezado Temujin.
Temujin entrecerró los ojos.
—Es mentira. —Dio un paso hacia la liebre que yacia a los pies de Bekter—. Fue mi flecha la que le dio, no la tuya. La liebre es mía.
Hoelun se volvió hacia el hijo de Sochigil.
—¿Es cierto eso? —preguntó.
Los ojos oscuros de Bekter la miraron con furia.
—Yo la vi primero —dijo Temujin suavemente—y le disparé.
—Ya verás —dijo Bekter agitando un puño—. Lo lamentarás. Te echaré los perros.
Temujin palideció: odiaba los perros. Bekter mostró los dientes. El puño de Temujin se disparó hacia su hermano; Hoelun Io cogió de la muñeca.
—¡Basta! —dijo—. Bekter, ve a la tienda de tu madre y ponte a desollar esa liebre… Después decidiré qué hacer con ella. Otra pelea, y vuestro padre se enterará.
Los dos muchachos se pusieron tensos. La última vez que Yesugei los había castigado por pelearse, Temujin no había podido acostarse de espaldas durante tres días. Bekter dirigió a Hoelun una mirada airada, después recogió la liebre y fue al "yurt" de su madre.
Hoelun tendría que hablar otra vez con Sochigil. Ésta adoraba a Bekter y a menudo le suplicaba a Yesugei que no lo castigara, pero tampoco ella le imponía disciplina. Últimamente Belgutei, que se comportaba bien en ausencia de Bekter, había empezado a seguir el ejemplo de su hermano.
Temujin levantó la cabeza. A la luz del sol, su pelo oscuro era más cobrizo que negro. "Se parece al cabello de su abuelo", le había dicho Yesugei.
—Veo a papá —dijo Temujin.
Hoelun se volvió. Yesugei y Munglik caminaban hacia su tienda, seguidos de sus hijos Khasar y Khachigun, quienes llevaban la montura de su padre. Temujin corrió hacia ellos; Yesugei lo abrazó.
Hoelun esperó a que su esposo hubiera dejado el látigo en la entrada, y después se adelantó.
—Te eché de menos —le dijo.
Él sonrió, pero sus ojos eran solemnes.
—Hablaremos después de que haya comido.
Munglik se demoró cerca del "yurt" mientras Yesugei y los niños entraban.
—La primavera siempre trae una luz a tu rostro, Ujin —dijo. Seguía pareciendo aquel niño que siempre encontraba excusas para estar cerca de ella.
—Te invitaría a entrar —le dijo Hoelun—, pero tu esposa debe de estar impaciente por saludarte.
El rostro de Munglik se entristeció; hizo una reverencia, murmuró unas palabras de despedida y se marchó.
Hoelun entró en el "yurt". Yesugei estaba sentado delante de la cama, rodeado de sus hijos. Biliktu había servido cuajada en un plato. La muchacha llevó a Yesugei un jarro de "kumiss" y después se retiró, se sentó cerca del fogón y se dedicó a peinar su larga trenza negra. "Cómo le gusta pavonearse", pensó Hoelun mientras se sentaba a la izquierda de su esposo; Biliktu era tan obvia. Yesugei comió en silencio, se limpió la boca con la manga e hizo a un lado el plato.
—El campamento de Toghril Kan es más grande —dijo finalmente—, y su pueblo es próspero. Sus sacerdotes dicen plegarias por nosotros.
Hoelun se encogió de hombros. Toghril Kan y muchos Kereit veneraban al dios cristiano, pero el Kan también consultaba a los chamanes. El cielo podía ser llamado de muchas maneras.
—¿Al Kan le complació verte? —preguntó Temujin.
—Por supuesto. Fuimos a cazar con halcón y me ofreció un banquete en su "ordu". Muchos se acercaron a su círculo de grandes tiendas para saludarme.
—Entonces luchará contigo este otoño —dijo Temujin.
—Ya veremos —masculló Yesugei—. Le dije que mi joven hijo ya demuestra poseer el espíritu de un guerrero.
Sus ojos eran apagados. Hoelun supo que Yesugei no había logrado ninguna promesa de apoyo de parte del Kan.
—Temuge monta cada día mejor —dijo la mujer rápidamente—. Khachigun es muy diestro con la lanza. —A su hijo de cinco años se le iluminó el rostro ante el elogio—. Charakha dice que Temujin y Khasar son los mejores arqueros entre todos los muchachos.
—Soy buen arquero —dijo Temujin—, pero Khasar es mejor, aunque sólo tiene siete años.
Era típico de Temujin decir esas cosas, pensó Hoelun; su hijo mayor era rápido para hacer justicia a los demás.
Yesugei entrecerró los ojos.
—¿Y te llevas mejor con Bekter? —preguntó. Temujin desvió la mirada— Recuerda la historia de los hijos de tu antepasada Alan Ghoa. Un haz de flechas bien atado no puede…
—Él es quien quiere pelear —estalló Temujin—. Roba y después miente, siempre…
—¡Basta! —Yesugei alzó una mano—. ¿Cómo pretendes ser jefe si ni siquiera te llevas bien con tu propio hermano?
Temujin alzó la cabeza.
—Tú solías pelearte con el tío Daritai cuando él estaba en tu campamento. Lo echaste…
Yesugei lo abofeteó. A Temujin le ardía la mejilla y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Daritai es el Odchigin —dijo Yesugei—. Lo adecuado es que viva cerca de las antiguas tierras de pastoreo de nuestro padre. Él y sus hombres combaten a mi lado cuando los necesito, y eso es todo lo que importa. Debes aprender a manejar a Bekter.
Hoelun desvió la mirada. Temujin no debería haber mencionado a Daritai. Mientras el Odchigin fuera jefe de su propio campamento, seguiría a regañadientes a su hermano; Yesugei no había mantenido firmemente atado a su propio haz de flechas.
—Es hora de que hable a solas con vuestro padre —murmuró—. Temujin, tú y Khasar llevad a cabalgar a Temuge, pero que uno de vosotros siempre vaya en el caballo con él. Khachigun, el fuego necesita más "argal". Biliktu —la muchacha alzó los ojos—, ve con Khachigun a buscar estiércol.
Los niños se pusieron de pie y Temujin los llevó fuera. Biliktu se incorporó, miró de reojo a Yesugei y después caminó lentamente hacia la entrada del "yurt".
—La muchacha está creciendo —dijo Yesugei cuando la joven hubo salido.
—Pronto tendrá quince años.
—Es tiempo de que tome otra esposa, y Biliktu…
—No sería una buena esposa —dijo Hoelun.
Biliktu era perezosa, rápida para recordarle a todos que era hija de un Noyan, y que sólo la muerte de su padre y el hecho de haber sido capturada en una incursión la habían convertido en una esclava.
Yesugei se atusó los bigotes.
—Bueno, casi parece como si estuvieras celosa de la muchacha. No es necesario. Sigues siendo tan bella como cuando te encontré.
Era amable de su parte decírselo, pero los hijos habían dejado su marca: su cintura era más ancha y sus pechos y el vientre se habían aflojado. Usaba velo cuando había mucho viento y se untaba la piel con grasa animal, pero sentía bajo sus dedos los surcos alrededor de los ojos. Tenía casi veinticinco años; ya no era joven.
—Debo tener más —continuó Yesugei—, para mantener a otra esposa, y no es probable que pueda aumentar mi riqueza rápidamente.
Hoelun respiró hondo.
—Toghril no se unirá a ti.
—Oh, se sintió feliz de verme. Me desea lo mejor.
—Es tu "anda". Si te apoyara ahora…
—Toghril me apoya —dijo Yesugei—, pero no me acompañará… no esta vez. Le conviene esperar y ver quién es el más fuerte, si mis seguidores o mis enemigos.
—No sería Kan de no ser por ti. Tampoco sería Kan si no hubiera mandado a su hermano bajo tierra. Toghril no es hombre que permita que sus vínculos estorben sus intereses.
Yesugei alzó el jarro y bebió.
—Tal vez nos vaya bien este otoño —dijo—, y si ganamos bastante, un "kuriltai" podría proclamarme Kan. Entonces Toghril me acompañaría.
Pero no habría "kuriltai" mientras los Taychiuts no perdieran sus esperanzas. Estaban satisfechos de seguir a Yesugei como general, o durante la cacería, pero nunca lo harían Kan… no mientras Toghril sólo le ofreciera palabras amistosas, ni mientras las dos viejas Khatun Taychiut vivieran.
—Bien —dijo Hoelun, al tiempo que posaba una mano sobre su rodilla—. Quiero hablarte de otra cosa. He estado pensando que debemos encontrar una esposa para Temujin.
—Sólo tiene nueve años.
—Suficientes para comprometerse. Así tendría tiempo de conocer a la muchacha y de servir a su familia antes de casarse, tal como hizo mi padre antes de tomar por esposa a mi madre. Será mejor que Temujin se gane a su mujer pacíficamente en vez de hacerse de más enemigos por tener que robarla.
—Por algunas mujeres vale la pena correr el riesgo. —Yesugei le tocó la mano—. ¿Dónde buscaremos a la prometida de Temujin?
—Tal vez entre mi pueblo, los Olkhunugud, o en algún otro de los clanes Inggirat. Una alianza con sus jefes podría resultarte útil, ya que sus tierras están próximas a las de los tártaros.
—No son gran cosa en el combate, pero sus mujeres son bellas. —Le acarició la mano—. Pensaré en esto.
Hoelun se puso de pie.
—Sochigil estará ansiosa por saludarte, y tus camaradas querrán escuchar las noticias del Kan. Diles que el Kan confía en ti. Dales a entender que nunca se sintió tan unido a otro aliado.
Yesugei dormía junto a ella. Hoelun no había sentido pasión en el abrazo del hombre, a pesar de que había estado fuera durante casi un mes. La había tomado del mismo modo que satisfacía su hambre con comida… rápidamente, sin prestarle atención después de saciarse. Su pasión sólo había ardido un momento, como las ascuas antes de que el fuego se extinga, y ella no pudo volver a encenderlo. Hasta la furia de Yesugei contra sus enemigos era una llama cada vez menos frecuente; Hoelun advertía que su esposo estaba cansado de luchar.
Ante esa idea, sintió miedo. Los hombres debían luchar hasta que todos sus enemigos se rindieran o si no debían yacer bajo tierra. El odio era el fuego en que se forjaban sus espadas. Si ardía con demasiada ferocidad, el metal se ablandaba en exceso; si se enfriaba, las armas no serían suficientemente fuertes. Las personas tenían que atender su odio como atendían el fuego; el odio las mantenía con vida. Tal vez Yesugei ya no odiara lo bastante.
Hoelun se deslizó de la cama y se arrodilló junto a la cuna de Temulun, desató a la niña y la amamantó. Sus hijos dormían en las pequeñas camas de cojines en el lado oeste de la tienda. Tal vez Temulun fuera su última hija. Ahora debía esperar otras alegrías: la boda de sus hijos, convertirse en abuela. Sin embargo, se estremeció, como cuando los vientos fríos anticipaban la llegada del otoño.
Abrazó a su hija con más fuerza. Los odios y los amores de Hoelun estaban ligados a sus hijos: amor por los que había traído al mundo, odio por cualquiera que los amenazara. Ella no permitiría que su amor y su odio se atenuaran, no hasta que estuviese dispuesta a morir.
Bortai estaba sola en una vasta estepa herbosa, bajo un cielo negro y sin estrellas. Una figura espectral, alada, iluminada por una brillante luz propia, voló hacia ella. Se cubrió la cara, después espió entre los dedos el halcón blanco. Su garra izquierda llevaba una esfera de fuego; su garra derecha aferraba una enorme perla blanca.
Ya sin temor, Bortai extendió los brazos. Se maravilló ante el brillo de la luz y ante el resplandor más tenue que emanaba de las garras del halcón, que voló en círculos sobre ella y soltó su carga; Bortai atrapó las luces en sus manos y el pájaro blanco descendió hasta posarse en su muñeca.
—Te he traído el sol y la luna —dijo el pájaro.
Ella lo miró a los ojos y vio en ellos chispas verdes y doradas. Las esferas que tenía en sus manos ardieron repentinamente hasta convertirse en una enceguecedora luz blanca.
Bortai gritó y se despertó. Su alma había vuelto a ella. Sólo quedaba el resplandor del fogón, donde la sombra de su madre se inclinaba sobre el caldero.
—¿Qué ocurre, Bortai? —le preguntó su madre.
—Un sueño —respondió Bortai mientras se sentaba en la cama.
—Al parecer, esta noche a todo el mundo le ha dado por soñar —dijo la voz profunda de su padre desde la parte trasera del "yurt". Se sentó en la cama y comenzó a ponerse las botas—. Vístete, niña, y cuéntame qué has soñado.
Bortai se levantó, se acomodó la camisa y buscó sus pantalones. Su hermano Anchar se sentó en la cama y bostezó.
—¿Más sueños? —preguntó el muchacho.
—Éste fue el más extraño de todos —dijo ella.
—Lo mismo dijiste del último, en el que un caballo salvaje, blanco, se acercó a ti y te dejó que lo montaras.
Bortai frunció el entrecejo. Anchar tenía ocho años, dos menos que ella, pero últimamente estaba cada vez más burlón.
—No te burles de tu hermana —dijo el padre a Anchar—. Los sueños pueden decirnos muchas cosas. Los espíritus los envían como advertencias, o para mostrarnos lo que puede ocurrir. Ahora, hija, cuéntame tu sueño.
—Estaba sola, fuera —dijo Bortai—, y vi una luz. Entonces, un halcón blanco voló hacia mí con una luz llameante en una garra y una luz más pálida en la otra. Dejó caer las luces en mis manos, se posó en mi brazo y me dijo que eran el sol y la luna.
El padre se mesó la barba gris.
—¿Estás segura?
Ella asintió.
—Y vi los ojos del pájaro cuando me habló. Eran pardos, verdes y dorados. Después las luces se hicieron muy brillantes, y me desperté. —Bortai inclinó la cabeza—. ¿Qué significa, padre?
—No sabría decirlo, pero debe de ser un augurio de importancia, porque creo que mi sueño era muy parecido.
—¿Te parece, Dei? —dijo la madre de Bortai desde el fogón—. No es raro que miembros de una misma familia tengan sueños parecidos. ¿Cuántas veces te he contado un sueño, sólo para que tú soñaras lo mismo después?
—¿La misma noche? —Dei sacudió la cabeza—. Y este sueño es muy inusual. He soñado con el sol y la luna otras veces, pero siempre permanecían en el cielo.
—¿Tú también viste un halcón? —le preguntó Bortai—. ¿Tuviste en tus manos el sol y la luna?
—Recuerdo un pájaro blanco —dijo su padre—. Podría haber sido un halcón. Me traían algo, de modo que tal vez fuese el pájaro. Creo que tú viste el presagio con mayor claridad que yo. —Dei estiró las piernas, después se dirigió a su esposa—. Shotan, ¿dónde está mi desayuno?