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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

Gengis Kan, el soberano del cielo (4 page)

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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—Es muy rápido a la hora de tomar decisiones —murmuró Sochigil—. Nunca espera para actuar.

—Ya lo he comprobado.

—Es culpa mía —dijo Sochigil—. De alguna manera le fallé. Trato de ser una buena esposa. Siempre he hecho lo que él deseaba.

—Tal vez preferiría que no siempre lo hicieras —dijo Hoelun.

Sin duda, en la cama eso era cierto. Cuanto más se oponía ella, más excitado parecía Yesugei, y tanto más apasionado cuando tenía que dominarla.

—Hay más hombres con él ahora —prosiguió Sochigil—, que cuando nos casamos el pasado verano, y seguramente conseguirá más seguidores. Tal vez sea mejor ser su segunda esposa que la esposa principal de otro hombre.

Hoelun estudió el bonito rostro de Sochigil y su expresión de aceptación.

—Es afortunado por tener una esposa que lo quiere tanto.

—Nunca le he dado motivos para dudar de mí —dijo Sochigil, suspirando—. Cuando nació Bekter pensé que eso haría que me amase más.

—Siempre te honraré y te respetaré, Sochigil Ujin —dijo Hoelun.

La pasividad de la otra esposa le haría la vida más fácil.

5.

Un cordero hervía dentro del caldero, sobre el fogón de Orbey. Las mujeres habían terminado de hacer sus imágenes, rellenando el fieltro con hierba seca y cosiendo los bordes antes de orar sobre las muñecas. Estas imágenes de los espíritus del hogar colgarían dentro de sus "yurts" para protegerlos, alejando el mal. Una chamana entonó una letanía cerca del fuego mientras otras dos mujeres colocaban trozos del cordero sacrificado en fuentes de madera.

Hoelun miró a las Khatun. Orbey la había sentado junto a Sokhatai. Hoelun se obligó a sonreír cuando Sokhatai le ofreció carne.

—Que los espíritus nos protejan —dijo Orbey—, y cuiden a la nueva esposa de Yesugei Bahadur.

La esposa de Nekun-taisi estaba allí, junto con la joven esposa de Targhutai y otras mujeres, y Hoelun había advertido que todas ellas temían a las viejas viudas.

Orbey miró a Hoelun; los negros ojos de la anciana centellearon.

—El hermano de Yesugei, el Príncipe del Hogar, cuenta muy bien la historia de tu captura.

—Daritai Odchigin parece tener talento para las historias —replicó Hoelun.

—El relato del momento en que te echaste a llorar es muy conmovedor —dijo Sokhatai—. Me intriga. A veces, el que cuenta una historia oculta la verdad en beneficio de la belleza de las palabras o el ritmo de una frase. Tal vez no lloraste tanto ni te apenaste por lo que ocurría.

Sochigil contuvo la respiración. En el silencio, Hoelun oyó que Bekter gemía levemente; la esposa de Nekun-taisi comenzó a mecer la cuna en que estaba su hijo Khuchar.

—Te equivocas, Honorable Khatun —dijo Hoelun—. Sólo estuve unos días con mi primer esposo, y lloré muchísimo por haberlo perdido.

Orbey se inclinó hacia adelante.

—Pero ahora —dijo—, perteneces a un hombre que es nieto de un Kan y sobrino de otro. El Odchigin dice que su hermano quiso tenerte en cuanto te vio junto al Onon, apenas cubierta con una prenda interior. Eso me resulta raro. Allí estabas, una recién casada, exhibiendo tu cuerpo mientras viajabas por territorio extraño. Tal vez ya te habías cansado de tu esposo. Tal vez llamaste a los espíritus del río para seducir a Yesugei.

Hoelun se puso rígida. No se atreverían a insultar abiertamente a su esposo, pero podían atacarlo a través de ella.

—Hacía calor —dijo con voz calma—. Mi esposo no esperaba encontrar enemigos en nuestro camino. Estaba equivocado, pero no puedo vivir en el pasado. No soy la primera mujer que ha tenido que enjugarse las lágrimas y hacer las paces con su violador.

Orbey curvó la boca. Hoelun supuso que debía compadecerse de las Khatun, ya que su esposo había sido cruelmente asesinado y habían perdido a sus hijos en el combate, pero aun así las despreciaba. Este pueblo ya tenía bastantes enemigos y debía permanecer unido; estas dos mujeres sólo pensaban en sus frustradas esperanzas.

—Eres orgullosa —dijo Orbey.

Tal vez la estaban poniendo a prueba.

—Al servir a mi esposo —replicó Hoelun—, también os sirvo a vosotras. El Bahadur me pedirá consejo, y yo pediré consejo a personas más viejas y sabias. Pero deberíamos ocuparnos de los espíritus a los que debemos honrar y por los que nos hemos reunido, Sabias Damas, y no de otras cosas.

Las otras mujeres la miraban fijamente. Orbey ofreció un cuerno de "kumiss". Hoelun había ganado, al menos por el momento.

El "yurt" en el que se encontraba Hoelun, donde Yesugei la había tomado por primera vez, había sido de la madre de él. Ahora no tenía dueña, pero él le había prometido que cuando tuviera un hijo se lo daría. Entretanto, ella y Sochigil atendían la vivienda y su esposo solía reunirse allí con sus hombres, como si su madre aún estuviese viva para atenderlos. Yesugei reunía allí su corte, como si fuera un Kan.

Hoelun y Sochigil estaban sentadas a la izquierda de su esposo. Entre ambas se hallaba Bekter, atado a su cuna. Yesugei estaba sentado sobre un cojín delante de la cama, con sus hombres a la derecha. Algunos niños habían sido autorizados a asistir a la reunión, y Charakha estaba contando una historia.

Hablaba de una mujer llamada Alan Ghoa, una antecesora de los clanes Borjigin. Los hombres, que en su mayoría ya estaban borrachos, parecían contentos de volver a escuchar aquella historia.

—Alan la Hermosa sentó a sus hijos delante de ella —continuó Charakha—, y le entregó una flecha a cada uno. Cada hermano cogió su flecha y… —Hizo una pausa—. Munglik.

El niño se sobresaltó, y luego se sonrojó.

—No estás escuchando —lo reprendió Charakha—. Veremos qué es lo que recuerdas. Cada uno de los hijos de Alan Ghoa cogió su flecha. ¿Qué sucedió después?

Las mejillas de Munglik se sonrojaron aún más.

—Cada uno de ellos quebró su flecha fácilmente.

—¿Y después?

Munglik se mordió los labios.

—Alan Ghoa ató cinco flechas y dio el haz a cada uno de sus hijos por turno, pero ninguno pudo quebrar las cinco flechas juntas.

Charakha asintió, y luego dijo:

—Alan la Hermosa dijo a sus dos hijos mayores: "Habéis dudado de mí. Habéis dicho que, a pesar de que vuestro padre ha muerto, he dado a luz a otros tres hijos que no tienen padre ni clan. Murmuráis que un sirviente ha vivido en mi tienda y que él debe de ser el padre de esos hijos. Pero yo os digo que vuestros tres hermanos son hijos de Koko Mongke Tengri, el Eterno Cielo Azul. Una noche, un hombre amarillo como el sol entró en mi tienda por la salida del humo montando un rayo de luz, y él es el padre de vuestros hermanos".

Los niños asintieron solemnemente. Hoelun se preguntó cómo habrían reaccionado estos hombres si su propia madre hubiera sido la protagonista de la historia, pero todos sabían que las manifestaciones del cielo eran más numerosas en la antigüedad. Alan la Hermosa había prometido a sus hijos que serían gobernantes, y sus descendientes habían sido Kanes, y eso parecía probar la veracidad de la historia.

Charakha se dirigió a un niño de más edad.

—¿Y qué le dijo después Alan Ghoa a sus hijos?

El muchacho se aclaró la garganta.

—Les dijo: "Todos vosotros nacisteis de mi vientre, y soy la madre de todos. Si os separáis, cada uno será quebrado con tanta facilidad como cada una de esas flechas. Si os unís como el haz que no pudisteis partir, nadie os vencerá".

Charakha miró a Daritai, después a Yesugei. El Bahadur lanzó una furiosa mirada a Charakha, luego, repentinamente, sonrió.

Bekter lloró; Sochigil se inclinó sobre la cuna. Yesugei hizo un gesto a sus esposas.

—Dejadnos solos —dijo.

Hoelun deseaba negarse, pero Sochigil se incorporó y levantó a su hijo. El rostro de Yesugei se ensombreció cuando Hoelun levantó la mirada hacia él.

—Dije que te marcharas —insistió—. Ve a tu tienda.

Hoelun se demoró tanto como se atrevió a hacerlo. Yesugei alzó un brazo y ella se incorporó y siguió a Sochigil.

Hoelun despertó. Los gritos roncos de los hombres eran menos audibles pero Yesugei no había venido a su tienda. Tal vez estuviera con Sochigil. Se estiró sobre los cojines. "Le diré —pensó—, que aún pienso en Chiledu cuando él está conmigo". No era verdad, pero era una manera de vencerlo. "Le diré que sólo finjo sentir placer con él, y así nunca estará seguro de lo que siento".

De repente, notó la entrepierna húmeda. Había empezado a menstruar. No habría ningún hijo de Chiledu, ningún resto de su perdido esposo.

Alguien vomitaba fuera. Ella estaba a punto de levantarse para cubrirse con una piel de oveja cuando entró Yesugei, caminando en zigzag y tambaleándose hacia la cama.

—Vete —le dijo ella—, o un chamán tendrá que purificarte.

Él se balanceó.

—Mañana iremos a cazar, tú y yo.

—No puedo blandir armas ahora —dijo ella.

Yesugei se sentó pesadamente y la abrazó.

—No me toques. No puedes quedarte aquí… ni siquiera deberías haber entrado. Tendrás que ir con Sochigil. He empezado a sangrar.

Él la miró fijamente, después se echó a reír.

—Bien —masculló mientras se ponía de pie.

—Yo quería a este niño —dijo ella.

—No te creo, Hoelun. Lo que quieres ahora es ocupar tu lugar como mi esposa principal.

—Nunca te amaré.

—Verdaderamente no me importa.

Yesugei le dio la espalda y salió del "yurt". Con cierto dolor, Hoelun se dio cuenta de que ni siquiera podía recordar claramente el rostro de Chiledu. Sólo recordaba a un jinete lejano, escapando de ella mientras las coletas le golpeaban la espalda.

6.

Hoelun estaba ocupada con un pellejo. Desde la loma en la que se alzaba su "yurt" podía divisar el extremo sur del campamento. La gente de Yesugei se había mudado a finales del verano para acampar en la ribera este del Onon, al pie de las altas laderas que bordeaban el valle de Khorkhonagh. Blancas nubes de ovejas, moteadas con el gris y el negro de las cabras, pastaban cerca de los círculos del campamento; el ganado vagaba por las tierras más planas cercanas al río que serpenteaba a través del valle.

El otoño se aproximaba, y con él la guerra; todo el campamento hervía de rumores de batalla. Yesugei quería atacar a los tártaros antes de que sus enemigos lo atacaran a él. El botín de un campamento tártaro incluiría objetos de Khitai.

Yesugei despreciaba a los gobernantes de Khitai, y no sólo porque los Kin se hubieran aliado con los tártaros. Antes, los Kin habían merodeado por las tierras boscosas al norte de Khitai, pero se habían ablandado con los hábitos estables de las ciudades. En otro tiempo los Khitan, que habían recorrido las estepas, habían gobernado el territorio, pero el reino que aún se designaba con su nombre se había debilitado. Los Kin habían encontrado que los Khitan y sus súbditos eran presa fácil. Algunos Khitan habían huído hacia el oeste, fundando un nuevo reino al que llamaban Kara-Khitai; los que permanecieron dentro de la Gran Muralla servían ahora a los Kin.

Dos pares de pies calzados con botas se detuvieron delante de ella. Hoelun elevó la mirada y vio el ancho rostro de Daritai. Lo acompañaba Todogen Girte, cuya cara de expresión sombría era muy parecida a la de su hermano Targhutai. Los ojos de Daritai se demoraron sobre ella. Le sonreía con demasiada frecuencia; ya era hora de que se buscara una esposa propia.

Daritai señaló con un brazo un árbol gigantesco que se erguía más allá del campamento. Las grandes ramas, cargadas de hojas, proyectaban su sombra sobre una gran supefficie.

—Allí está —dijo Daritai—, el árbol bajo el cual mi tío Khutula fue proclamado Kan. Cuando el "kuriltai" lo eligió, los hombres danzaron hasta que abrieron una zanja con sus pies.

El Odchigin no debería recordarle a Todogen que el padre del Taychiut había sido ignorado por la asamblea de jefes y nobles que habían elegido a Khutula.

—Pues no creo que fuese una zanja muy profunda —dijo Hoelun—, ya que no veo ni rastros de ella.

Todogen soltó una carcajada; los dos hombres se alejaron. Hoelun raspó el pellejo con su herramienta de hueso. Dos mujeres intercambiaron susurros. Una de ellas miró a Hoelun, y después se cubrió la boca. Sochigil se inclinó hacia adelante, ansiosa por escuchar lo que decían.

Hoelun sabía de qué estaban hablando las mujeres. Sochigil le había ido con el chisme, insistiendo en que nadie lo creía. Esas dudas no impedían las murmuraciones según las cuales Daritai se mostraba demasiado amistoso con la nueva esposa de su hermano, actitud estimulada por la propia Hoelun.

Siguió raspando el pellejo. Targhutai, Todogen y Daritai solían pasar el día juntos; a menudo se dirigían con poco respeto a su abuela Orbey sin pensar lo que decían. La anciana seguramente había hecho correr ese rumor.

Tendría que enfrentarse con Orbey antes de que los hombres se marcharan al combate.

Los jefes de otros clanes fueron convocados al campamento de Yesugei para un "kuriltai" de guerra. Entre esos Noyan se contaban sus primos Jurkin y Altan, el último hijo de Khutula. El número de caballos atados junto a la tienda de Yesugei aumentó, y Hoelun no pudo por menos que admitir que tal vez hubiera juzgado mal a su esposo. Algunos de esos hombres podrían haber reclamado el derecho a gobernar, pero estaban dispuestos a seguir a Yesugei.

Yesugei despachó a sus exploradores. El chamán Bughu estudió las estrellas, después llevó a los jefes tres clavículas de oveja. Cuando los huesos fueron quemados, los tres se quebraron en línea recta por el medio: el presagio era claro. Yesugei se quitó el cinturón, se lo colgó sobre los hombros y ofreció sus plegarias mientras una oveja era sacrificada. Partirían en tres días.

Ahora los hombres se pasaban todo el tiempo barnizando sus corazas de cuero, afilando y aceitando sus cuchillos y lanzas curvas, practicando con sus arcos y apacentando los caballos que se llevarían. El resto del trabajo había caído sobre las mujeres, los ancianos y los niños demasiado pequeños para ir a la guerra.

Hoelun pasó junto a un rebaño de ovejas que pastaban cerca de un círculo de tiendas; al día siguiente sería su turno de ocuparse de ellas. Las mujeres, fuera de sus tiendas, conversaban mientras ovillaban lana, arrodilladas junto a sus largos telares, y colgaban tiras de carne a secar. Los preparativos para el combate siempre alegraban el espíritu de la gente. Tenían la esperanza de trasladar la guerra desde esas tierras de pastoreo hacia el este, donde los Kin y sus súbditos se ocultaban en sus casas, hacia los oasis al sur de Gobi y hacia el oeste, hasta el final de las rutas seguidas por las caravanas. Sin embargo, Hoelun aún podía soñar con una tierra en la que nadie tuviera que escrutar el horizonte en busca de enemigos.

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