—A mi padre le alegrará que hayas venido hasta aquí a recibirlo — dijo Bai Bukha—, a pesar de que le aconsejaste que no llevara a cabo esta campaña. Ya ves que tus temores eran infundados. El Tayang siempre vence a sus enemigos.
—Ojalá estés en lo cierto. —La joven se persignó y después hizo un signo contra el mal—. Sé que tú querías que luchara.
—Yo no tenía gran cosa que decir acerca de esto. Simplemente me sometí a la voluntad de mi padre, como es mi obligación.
—No tenías obligación de cabalgar hasta aquí, Bai —murmuró ella—. Podrías haber saludado al Tayang en tu propia tienda.
—Él no irá hasta allí hoy, y debo asegurarme de que sepa cómo cuidé todo durante su ausencia. —El joven se inclinó hacia ella—. Qué dispuesta estás a mostrarle tu devoción. Las otras esposas jóvenes de hombres viejos deberían ser igualmente sabias; un anciano es más generoso cuando cree que su esposa verdaderamente lo ama.
Ella sintió que las mejillas le ardían. Estaba a punto de replicar cuando los vítores del ejército que se acercaba acallaron sus palabras. De pronto, un jinete se adelantó y galopó a través de la nieve. El espíritu de Gurbesu se alegró al verlo; Inancha Bilge todavía cabalgaba como un hombre joven.
El caballo se detuvo entre una nube de nieve, y el robusto Tayang envuelto en un abrigo de piel, desmontó. Gurbesu hizo una profunda reverencia y se acercó a toda prisa a su esposo. Ambos se fundieron en un abrazo.
—No tenías que soportar el frío —dijo él.
—Soportaría una tormenta para recibirte. —Gurbesu escrutó el rostro que había llegado a amar. Antes, le había parecido feo, con su nariz rota y sus mejillas cuya piel semejaba cuero curtido; la amabilidad había vencido a la fealdad—. Pronto me darás calor, esposo mío.
El pecho de Inancha subió y bajó; el hombre jadeó. La campaña y la larga cabalgata de regreso le habían quitado fuerzas, no debería haber corrido hacia ella para demostrar que no estaba extenuado. Cogió la mano de la joven mientras Bai Bukha se adelantaba hacia ellos.
—Te saludo, padre —dijo—, y doy gracias por tenerte nuevamente entre nosotros.
Inancha tosió, después escupió.
—Recibiré tus saludos dentro.
Las criadas hicieron una reverencia. Gurbesu condujo a su esposo hasta el "ordu", cálido y espacioso. Ta-ta-tonga y los otros entraron detrás. Cerca del trono y de la cama había farolillos que iluminaban los tapices colgados en las paredes; sobre el fogón hervía un cordero.
—Ah. —El Tayang se sopló los dedos, se quitó el hielo semiderretido de los bigotes y luego el casco forrado de piel—. Mis otras esposas no han venido a recibirme.
—No las llamé —dijo Gurbesu—. Por supuesto, les agradará que las visites dentro de unos días. —A menudo debía recordarle sus obligaciones hacia las otras esposas—. Hay alimentos para ti y tus generales, y el custodio del sello está aquí con tres escribas para consignar el relato de tu victoria.
Ta-ta-tonga hizo una reverencia.
—Ya hemos consignado los mensajes recibidos hasta ahora —dijo el Uighur—. Erke Khara es ahora Kan de los Kereit, y su hermano Toghril ha sido depuesto, lo cual es motivo de regocijo. Si es tu voluntad, haré…
Inancha alzó una manaza.
—Mi custodio del sello puede esperar un relato más detallado, y mis generales llevan tres meses fuera de aquí, de modo que irán a sus propias tiendas a festejar con sus familias. —Se estremeció—. Nilkha, el hijo de Toghril, al que llaman el Senggum, está escondido, pero dudo de que haga mucho por ayudar a su padre. Toghril ha huido hacia el oeste, a Kara-Khitai.
—Es una verdadera lástima que no lo hayas capturado—dijo Gurbesu—, pero conseguirá poco auxilio de los Khitan Negros.
Bai Bukha se mantenía cerca, observando a Gurbesu al otro lado del fogón.
—¡Padre!—gritó una voz desde la entrada.
De inmediato entró Buyrugh, quien avanzó hacia ellos; sus ojos se posaron en Gurbesu.
—Te saludo, Gurbesu-eke. Sólo pensé en devolver a mi padre sano y salvo a su esposa más querida. Fui su escudo en la batalla, mi espada fue su brazo y pronuncié muchos ensalmos para protegerlo.
Bai Bukha se enfureció.
—¿De manera que fuiste el escudo de nuestro padre? Todavía apestas por haberte ensuciado los pantalones cuando el miedo te abrió las tripas.
—¡Silencio! —rugió Inancha; los criados que estaban cerca de él retrocedieron—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Sólo vine a saludar a mi Reina y madrastra —replicó Buyrugh. Su mirada era ofensiva, tan lasciva como la de su hermano; Gurbesu deseó darle una bofetada.
—Ya la has saludado. Ve a ayudar a los demás con los caballos.
Buyrugh se retiró; Inancha se volvió hacia su hijo mayor.
—¿Y tú? —le preguntó.
—Estaba seguro —dijo Bai Bukha—de que desearías un informe de lo ocurrido durante tu ausencia.
—Puedo conseguirlo de mi esposa y de Ta-ta-tonga. Supongo que se ocuparon tanto como tú de velar por mi gente. Ve a tu tienda. Puedes decirle a tu hijo Guchlug que me gustaría ver a mi nieto más tarde.
Bai Bukha se marchó. Inancha caminó hacia su trono y se sentó con gesto fatigado; Gurbesu se quitó el manto y cubrió con él las piernas de su esposo.
—Debo admitir que Buyrugh demostró un poco de coraje —dijo Inancha.
—Quieres decir que no retrocedió.
—Vamos, Gurbesu, ya tengo bastante con que mis hijos riñan entre sí. No quiero que también mi esposa hable mal de ellos.
Ella tomó asiento, a la izquierda del Tayang.
—También Bai Bukha debería haberte acompañado.
—Bai es un mal soldado. Lo sabe y trata de demostrar lo contrario, con lo que pone en peligro a los hombres bajo su mando. —Inancha suspiró—. Es mejor ver si aprende a gobernar. Con Buyrugh como su general, tal vez sean capaces de conservar mi reino.
—Pero eso no es algo que debas tomar en cuenta ahora. —Gurbesu le acarició una mano—. Que Dios te dé larga vida.
—El cielo ya me ha dado una vida bastante larga.
Ella lo miró. Siempre que volvía, veía más canas en su barba rala, más plateadas sus coletas. Le aterraba pensar en lo que ocurriría cuando él ya no estuviera. Los hijos más valientes del Tayang habían muerto; todo lo que le quedaba era un irascible muchacho de dieciséis años y un joven con poco talento para la guerra. Pero Inancha no le permitía hablar duramente de sus hijos. Esas conversaciones sólo servian para recordarle que ella no le había dado descendencia.
Ta-ta-tonga se sentó a la derecha del Tayang.
—Señor —dijo—, he consignado por escrito las órdenes que tu Reina y tu hijo dieron en tu ausencia, bajo tu sello. No te llevaría mucho tiempo leerlas o permitir que yo te las lea si quieres descansar la vista.
El custodio del sello era cortés, Inancha no sabía leer una palabra de la escritura del Uighur, aunque a veces fingía hacerlo.
—En otro momento —dijo el Tayang—. Me ocuparé de lo único que necesito saber ahora: que mi pueblo está a salvo. Erke Khara, como muestra de gratitud por su Kanato, nos envió cuatrocientos corceles de guerra y doscientas yeguas.
Una criada les trajo vino en copas de oro; un sacerdote se acercó para bendecir la bebida. Inancha roció algunas gotas para los espíritus y luego bebió. Cinco muchachas sentadas sobre cojines cerca de Gurbesu tañeron delicadamente sus instrumentos de cuerda mientras otra le servía al Tayang una fuente de lonchas de cordero. Inancha comió mientras los otros hombres que estaban en la tienda se sentaban sobre almohadones alrededor de unas mesas bajas.
—Recuerdo lo mucho que me rogó mi esposa que no emprendiera esta campaña —dijo Inancha, dedicándole una sonrisa a Gurbesu—. Ya ves que no tenías nada que temer.
Ella había imaginado que el Tayang no perdería oportunidad de reprochárselo.
—Te tendría siempre a mi lado si pudiera —dijo la joven, inclinándose hacia él—. Pero sólo pensaba en mí misma. Tienes un aliado en el trono Kereit, pero me pregunto cuánto tiempo lo conservará. Los mongoles no estarán contentos de tener un vasallo tuyo en sus fronteras.
—¡Condenados mongoles! —Inancha se aclaró la garganta—. Esos desdichados malolientes están demasiado ocupados luchando entre ellos para representar una amenaza para nosotros.
—Pero pueden unirse ante una amenaza más grande. —Gurbesu miró a Ta-ta-tonga, porque sabía que el Uighur compartía su preocupación, pero éste permaneció en silencio.
Inancha soltó una carcajada.
—Mi querida esposa… ¿has olvidado la historia de la celebración de su Kan?
Gurbesu no respondió, pues sabía que de todos modos él volvería a contarla, ya que se había convertido en uno de sus relatos favoritos.
—Allí estaban, reunidos junto al Onon para celebrar con ese perro que se hace llamar Gengis Kan, honrando a los que acababan de unirse a él, y apenas si habían empezado a beber sus "kumiss" cuando el hermano del Kan y uno de sus primos empezaron a pelear entre ellos.
Los hombres rieron a pesar de que todos conocían perfectamente la historia. El Tayang tomó otro trago de vino y se limpió la boca.
—Mis espías dicen que el hermano llamó ladrón al primo, y después dos matronas Jurkin empezaron a gritar que a una esposa poco importante le habían servido la comida antes que a ellas, y pronto todos se peleaban con palos y ramas arrancadas de los árboles… —El Tayang rugió de risa, y la gran tienda se llenó de carcajadas—. Gengis Kan estaba tan enfurecido que tomó como rehenes a las dos viejas que empezaron la pelea y los jefes Jurkin se vieron obligados a prometer la paz para que se las devolviera. ¡Vaya manera de celebrar la unidad!
—Sin duda —dijo Gurbesu por encima de las risas—, pero no fue la única fiesta que terminó en una lucha, y según parece el desacuerdo fue zanjado. —Las muchachas sentadas cerca de ella soltaron unas risillas y la joven les indicó con un gesto que volvieran a tañer sus instrumentos—. Durante los dos años transcurridos desde entonces no me he enterado de ningún desacuerdo entre Gengis Kan y sus aliados.
—Dales tiempo—respondió su esposo —. Con enemigos Merkit y tártaros flanqueándolos, y ahora con un Kan Kereit que es vasallo mío, tendrían mucho de qué preocuparse aunque se unieran, y entre ellos sólo reina ahora una paz muy frágil. No deberías cavilar tanto sobre una jauría de sucios mongoles.
—Sólo pienso —dijo ella—, que no habría que provocar a un perro lo bastante arrogante para hacerse llamar Gengis Kan.
—Cualquiera que tenga arrogancia suficiente para elegir ese nombre provocará sin duda la ira del cielo. No necesito alianzas con perros que huelen a orina. Se matarán entre ellos y serán atacados por sus enemigos. Más tarde o más temprano el Kan Universal estará luchando de nuevo con ese Jajirat que se acuesta con muchachos, ése al que antes llamaba su amigo. —Los hombres volvieron a reírse; los espías de Inancha eran eficientes—. Oh, sí, tendrán su unidad —continuó el Tayang—, pero bajo banderas Naiman. Cuando los mongoles estén debilitados por la lucha, y los Merkit y los tártaros se hayan alimentado de sus huesos, nosotros tomaremos lo que quede.
El Tayang creía que viviría para lograrlo. "Si hubiese sido tu esposa cuando eras joven —pensó Gurbesu—, podría haberte dado hijos capaces de gobernar este reino". Inancha volaría al cielo antes de apoderarse de esas tierras, y sus hijos jamás lograrían conseguirlas.
El campamento principal de Temujin estaba a la vista. Un grupo de muchachos a caballo galoparon hacia Hoelun. El camello que tiraba del carro de la mujer bufó; los muchachos disminuyeron el paso y luego sofrenaron sus caballos.
—¡Abuela! —gritó Ogedei.
Hoelun sonrió y lo saludó con la mano. Ogedei tenía los ojos de su padre, pero sin la frialdad característica de éstos. Un niño más pequeño iba sentado delante de Ogedei, atado a la montura.
—Un hermoso muchacho —dijo uno de los hombres que cabalgaba junto a la pequeña caravana.
—Mi nieto Ogedei —dijo Hoelun con orgullo. El niño sólo tenía cuatro años, pero montado, con su pequeño arco y su carcaj colgado del cinturón, se veía ya como un guerrero.
—Y el niño que cabalga contigo… no puede ser…
—Es Tolui —respondió Ogedei—. Monta bien para tener dos años.
—Ha crecido mucho en un año —dijo Hoelun. Los ojos verdosos de Tolui le devolvieron la mirada; el rostro del niño era pequeño y duro como un puño—. Ahora marchaos con vuestros amigos… más tarde tendréis tiempo de conversar con vuestra vieja abuela.
Ogedei la saludó con la mano y los muchachos se marcharon. El criado que viajaba con Hoelun fustigó al camello; el carro avanzó lentamente, seguido de otro que llevaba los baúles y cuatro criadas, y un tercero que traía regalos y los paneles desarmados de un "yurt". Dos de los guardias que Khasar había enviado con ella se adelantaron hacia el campamento, donde había varios hombres sentados cerca de dos hogueras, limpiando sus armas.
El clima era más frío; la hierba apenas si había brotado cuando se puso parda y seca. Antes los veranos eran más largos, o al menos eso decían los ancianos, y a Hoelun le parecía que los días eran más cálidos cuando ella era joven. Tal vez sólo fuese su edad, que hacía que el mundo le resultara cada vez más penoso.
Después de pasar entre las hogueras, Hoelun dejó a sus criados con los centinelas. Un hombre le trajo un caballo, pero ella sacudió la cabeza. Tenía los músculos agarrotados por el viaje; prefería caminar un poco.
La gente la saludó a medida que se aproximaba al círculo de Bortai; todos meneaban la cabeza al ver a la madre del Kan sola y a pie, esquivando al avanzar el estiércol diseminado. Delante del gran "yurt" situado en el extremo norte del campamento, Bortai estaba arrodillada delante de un telar, entregada al trabajo en compañía de dos criadas; alzó la cabeza y se puso de pie de un salto.
—¡Hoelun-eke! —exclamó, y echó a correr hacia Hoelun para abrazarla— Creí que tardarías menos en llegar.
—La culpa ha sido de mi camello. Esos animales son últiles, pero… —Apoyó las manos en los hombros de Bortai y escrutó su rostro; la piel de la esposa principal de Temujin aún conservaba la tersura de la juventud—. Tienes buen aspecto.
—Y tú no has cambiado, Hoelun-eke. ¿Dispones de algún hechizo para detener los años?
—Tengo criadas y esclavos —respondió Hoelun—, y pocas cosas que hacer.
—Khasar envió un mensajero para decirnos que te esperáramos. Llegó hace varios días.