Con una fila de soldados Kin a la izquierda y otra de mongoles a la derecha, Ch'i-kuo y las dos mujeres cabalgaron siguiendo el borde del campamento. Cerca de las tiendas, los prisioneros cocinaban en los calderos, descargaban carros, reparaban arneses y recogían estiércol seco. La joven no podía distinguir quiénes habrían pertenecido a la familia de un rico mercader, a una familia campesina o al séquito de un "meng-an": todos eran esclavos ahora.
El Kan había sido astuto al apoyar la revuelta de los Khitan. El mismo Liao Wang se había unido a los mongoles, y Gengis Kan había enviado a Shigi Khutukhu y al Noyan Anchar, hermano de su primera esposa para asegurarse el juramento de lealtad de los Khitan. Los Khitan tal vez no se hubieran rebelado si los colonos Jurchen no hubieran invadido sus hogares al borde de la cordillera Khingan. Era imposible que el Kan no hubiera aprovechado esa situación. Lien había pintado un retrato de un hombre razonable empujado a la guerra, una pintura bastante diferente de la que Ch'i-kuo había concebido estando en la corte.
La tienda del Kan se hallaba en el extremo norte del campamento, pero se había alzado un pabellón en el terreno que estaba detrás. Había caballos atados junto al pabellón, y los mongoles se apiñaban en el espacio que lo separaba del campamento, desplazándose con paso torpe sobre sus piernas arqueadas. Fuera del pabellón, varias filas de mongoles estaban en posición de alerta, con las manos sobre las espadas.
Ch'i-kuo apenas pudo distinguir al Kan bajo el pabellón. Su rostro estaba en sombras y una gorra enjoyada le cubría la cabeza. Vestía una corta camisa de seda y una túnica bordada, y estaba sentado en una silla sobre una plataforma elevada. Eso era lo que la joven había esperado: un bárbaro ataviado con finas prendas producto del saqueo.
La mujer desmontó, Fu-hsing y A-la-chien la acompañaron. Bajo el pabellón el suelo estaba cubierto de alfombras. A la derecha del Kan, había mongoles sentados sobre cojines alrededor de mesas bajas; varias mujeres Han se sentaban a la izquierda.
Fu-hsing empezó su discurso; A-la-chien lo tradujo rápidamente a la lengua del Kan. Lien le había advertido lo que ocurriría. Habría discursos y el Kan daría la bienvenida a su esposa; luego vendrían las bendiciones de los chamanes mongoles, un sacrificio y un banquete que probablemente durara el resto del día.
Ch'i-kuo se arrodilló, apoyó la frente en la alfombra y luego alzó los ojos. Ahora veía al Kan con mayor claridad. Era tan robusto como los otros, sus espesas coletas estaban enrolladas detrás de las orejas, sus largos bigotes y la oscura barba que le cubría el mentón tenían un tinte rojizo. Estaba inclinado hacia un hombre sentado cerca de él, y entonces volvió la cabeza hacia ella.
Ch'i-kuo no esperaba ver esos ojos. Eran almendrados como los de su pueblo, pero pálidos, más verdes y amarillos que pardos. Los ojos de un demonio, ojos a los que era imposible ocultar nada, ojos aterradores como sólo podían aparecer en una pesadilla.
—El Kan da la bienvenida a su esposa —decía A-la-chien en lengua Han—, cuya belleza resplandece como la luz de la luna.
Lien no le había dicho la verdad. A pesar de las excusas que este hombre hubiera encontrado para justificar sus actos, sus ojos revelaban lo que verdaderamente era: un arma que amenazaba el mundo. Sólo la rendición podría desviar esa arma.
Ch'i-kuo estaba sentada junto al Kan. Las esclavas se desplazaban entre las mesas y entre los que estaban sentados en el suelo más allá del pabellón, llevando platos y copas. Los mongoles no usaban palillos para comer, y preferían coger la comida con las manos o pincharla con la punta de sus cuchillos. El banquete consistía casi por completo en unas tiras de carne semicocida remojada en agua salada o en salsa de soja, y ésta no conseguía disimular el olor al estiércol sobre el que se había cocinado la carne. Tal vez los bárbaros hubieran matado también a todos los buenos cocineros.
Los hombres muy pronto estuvieron borrachos; gritaban sus canciones guturales por encima de la suave música de los flautistas sentados cerca del pabellón. Cuando bailaban, saltaban sobre las mesas, destrozando con sus pies los finos platos de porcelana en que había sido servida la comida. Su bebida, que sabía a leche ácida fermentada, era repugnante, pero ellos la bebían sin cesar junto con los vinos que les traían, casi siempre con una copa en cada mano.
El Kan entrecerró los ojos, y ella supo que él advertía su desdén. Entonces, por primera vez, le habló. Ella inclinó la cabeza cuando él terminó, y después miró a Lien.
—Mi señor dice —murmuró Lien—, que un hombre debe saborear lo que se le ofrece para comer y beber, y disfrutarlo al máximo. No hacerlo es insultar al anfitrión.
—No tiene que excusar ninguna conducta ante mí.
Lien sacudió la cabeza.
—El Gran Kan no necesita presentar excusas a nadie. Te está diciendo que sus hombres se comportan correctamente, y tú no.
Ésa era la gente con la que ella tendría que vivir.
—Lien —dijo Ch'i-kuo lentamente—, debes decirle a Su Majestad que aprendí mis modales en la corte, donde el emperador come remilgadamente platos suntuosos y sólo bebe un poco de vino en su copa mientras su pueblo se muere de hambre y sus soldados caen ante los guerreros mongoles. Es evidente que los modales del Gran Kan son mejores que los míos.
Temujin sonrió cuando Lien tradujo, y después ofreció a Ch'i-kuo un pedazo de carne en la punta de su cuchillo. Ella lo aceptó, lo masticó rápidamente y vació su copa de vino de un trago.
El ruidoso banquete continuaba todavía a la caída del sol. Algunos mongoles llevaron caballos hasta el pabellón, el Kan ayudó a Ch'i-kuo a subir a su corcel blanco y después montó detrás de ella. Los hombres gritaron y alzaron sus copas. A Ch'i-kuo el brazo que le rodeaba la cintura le pareció duro como el hierro.
Entre los presentes que el emperador le había enviado antes de que partiera de Chung Tu, se hallaba un libro impreso en hojas de papel cosidas con gruesas hebras de oro. El libro era un regalo adecuado para una novia, ya que contenía varias ilustraciones cuyo tema eran las artes de la alcoba. Ahora, el regalo de despedida del emperador parecía ser la venganza por la última pintura de la joven. Hsun sabía cómo eran los mongoles y lo improbable que era que su Kan siguiera esas prescripciones.
Habían alzado otra gran tienda al este de la del Kan, y unas cortinas de seda se agitaban a los lados. Los guardias apostados los saludaron, golpeándose el pecho con un puño, mientras Temujin desmontaba y bajaba a Ch'i-kuo de la montura.
La condujo al interior del "yurt"; Mu-tan y Lien los siguieron. Todas las pertenencias de la joven habían sido trasladadas a esa tienda; sus criadas estaban arrodilladas cerca de la cama, en la parte posterior.
—Le informaré a nuestro señor que tus criadas te prepararán para la cama antes de retirarse a su propia tienda —dijo Lien.
—¿Su tienda? —preguntó Ch'i-kuo.
—La pequeña que está junto a ésta. Si más tarde se requiere su presencia, una esclava las llamará.
—Pero… —Había supuesto que sus mujeres permanecerían con ella—. No se lo digas al Kan, pero tengo miedo de quedarme a solas con él.
—Señora, no pienso dejarte sola. —Lien enarcó las cejas—. El Kan puede necesitar que te traduzca sus palabras.
Ella no imaginaba que él tuviera gran cosa que decirle. El hombre las miró con sus pálidos oios de demonio mientras dos de sus mujeres le ayudaban a quitarse la túnica. Observó la tienda mientras los conducían a la cama, y olió el incienso que ardía sobre una mesa. Lien le murmuró algunas palabras. Él se quitó el gorro antes de que una de las mujeres pudiera hacerlo; tenía la parte superior del cráneo rasurada, con un mechón de pelo sobre la frente. Su mirada cayó sobre la cama y sobre el libro que yacía sobre la colcha de seda.
"Una de sus mujeres debió de ponerlo allí", pensó Ch'i-kuo, que deseaba sacarlo de la vista. El Kan frunció el entrecejo, y después recogió el libro mientras le mascullaba algo a Lien.
—El Kan —dijo la mujer—, pregunta qué es esto.
—Es un libro sobre las nubes y la lluvia —replicó Ch'i-kuo—, pero estoy segura de que el Kan, que ha provocado en muchas esposas la alegría que destierra mil pesares, no tendrá ninguna necesidad de él.
El Kan dejó que una de las mujeres le desatara el cinturón, luego le indicó con un gesto que se marchara y se sentó en la cama, bizqueando bajo la tenue luz de las lámparas. Sus anchas manos volvieron las páginas hasta que llegó a una ilustración, y alzó el libro mientras hablaba.
—El Kan pregunta qué es esto —dijo Lien.
Las otras mujeres soltaron una risa ahogada. A Ch'i-kuo le ardieron las mejillas, la pintura mostraba a un hombre desnudo y con las piernas entrelazadas alrededor de una mujer arrodillada, mientras ambos se acoplaban.
—Eso —dijo Ch'i-kuo—, se llama el Revoloteo de las Mariposas.
Él siguió hojeando el libro hasta que llegó a otra ilustración.
—¿Y esto? —preguntó Lien con una sonrisa.
Ch'i-kuo se obligó a mirar la ilustración.
—El Juego de los Caballos Salvajes.
—El Kan dice que le resulta más familiar.
Temujin sacudió la cabeza y señaló otra ilustración, en la que un hombre lamía la grieta de una mujer. Ch'i-kuo sintió que se le hacía un nudo en la garganta.
—Al Kan le sorprende que la gente haga verdaderamente estas cosas —dijo Lien.
—Entonces ha aprendido pocas artes de ti —replicó Ch'i-kuo, sin mirarla.
Lien rio.
—Le he explicado que un hombre aprovecha mejor el acto cuando es prolongado, para que su precioso yang sea debidamente incrementado por el yin de la mujer, pero él me dijo que cualquier hombre que se excediese en esos actos sin duda se debilitaría en vez de hacerse más fuerte. Como te dije, los mongoles no ensuentran gran utilidad en las artes de la Cámara de Jade. —Volvió a reír—. Pero como también te he dicho, el Kan es un hombre de dos naturalezas, y es capaz de dar mucho placer a quien sea capaz de aceptarlo. Tu puerta bermellón se abrirá con felicidad a su vigorosa vara.
Ch'i-kuo lo dudaba. El Kan dejó el libro sobre una mesa. Las mujeres la desvistieron; ella mantuvo los ojos bajos, sintiendo la mirada del hombre. Mu-tan la peinó y luego la ayudó a acostarse. La colcha de seda flotó sobre ella y volvió a caer, cubriéndola.
Cuando abrió los ojos, las criadas se habían marchado y Lien estaba arrodillada al costado de la cama. Ch'i-kuo permaneció tendida, inmóvil. Él la atrajo hacia sí y alzó uno de sus rizos, llevándoselo al rostro mientras susurraba extrañas palabras.
—El Kan dice que eres bella, señora —tradujo Lien.
Temujin retiró la colcha, acarició uno de los pequeños senos de Ch'ikuo y murmuró más palabras.
—Ahora dice que ver tu monte de jade lo deleita.
El escuchar las palabras del Kan de boca de Lien no facilitaba las cosas, pero después de eso la mujer no volvió a hablar, y el Kan muy pronto dejó de necesitar palabras. Apretó sus labios sobre los de la joven y sus manos recorrieron el cuerpo de ésta y fueron a posarse entre sus piernas.
El hombre apestaba a sudor y a la carne que había comido; su peso amenazaba con dejarla sin aire. Cuando la penetró, ella se puso tensa a causa del dolor; él jadeó, se estremeció y finalmente se retiró.
Lien se puso de pie y los cubrió.
—Ya no es necesario que me quede más tiempo. —Hizo una reverencia, murmuró algunas palabras al Kan en su lengua y salió de la tienda. ¿Le había dicho, tal vez, que su esposa estaba demasiado embargada de placer que no podía expresar adecuadamente la alegría que sentía?
Él yació junto a ella y le tomó el rostro entre las manos; sus ojos la escrutaron. Ch'i-kuo pensó en lo que Lien le había contado sobre la esposa Tangut. Ella no se permitiría ser como esa criatura, llorando todo el tiempo por lo que había perdido.
"Seré tu esposa —pensó—. Y viviré entre tu pueblo, y no te daré motivos para herirme, pero no olvidaré lo que vi de tu obra más allá de este campamento".
Él hizo una mueca de disgusto, como si hubiera percibido los pensamientos de la mujer; después la atrajo hacia sí.
El lugar llamado Yu-erh-lo, cerca del lago que los mongoles llamaban Dolon Nor, era un terreno plano cubierto de hierba amarillenta y desprovisto de árboles, con dunas que cambiaban de lugar. Era territorio Ongghut, y el Kan apacentaría sus animales allí hasta que llegase el otoño, cuando el desierto que conducía a sus tierras podría cruzarse más fácilmente. Las aguas del Dolon Nor eran salobres, y las bandadas que se elevaban sobre el lago producían con sus alas el mismo ruido ensordecedor de un huracán, pero a Ch'i-kuo le agradaba aquel paisaje agreste.
Habían dejado atrás las ciudades devastadas situadas fuera de la columna vertebral del dragón que era la Gran Muralla. Ella no había llorado al trasponer la Boca de la Muralla ni al ver los mensajes que otros exiliados habían garrapateado sobre la arqueada puerta de piedra. Los bárbaros habían matado a los esclavos que ya no les eran de utilidad y habían abandonado sus cadáveres. Ella prefería alejarse del cementerio infestado de cuervos en que se había convertido su tierra por obra de los mongoles.
La joven observó el cuadro que estaba pintando y le dio una última pincelada. Incluso en esa tierra salvaje Ch'i-kuo tenía tan pocas cosas que hacer como en los palacios de Chung Tu. Esclavos y siervas atendían los rebaños que el Kan le había asignado, y se ocupaban de su tienda y de sus pertenencias. Lien seguía a su lado para guiarla en su nueva vida.
Ch'i-kuo alzó los ojos; la dama Tugai había bajado de su carro y se acercaba a ella seguida de dos criadas. Tugai era la más importante de las cuatro esposas mongoles que el Kan había traído consigo en ese viaje; tenía ojos pardos de mirada cálida y un cuerpo casi tan robusto como el de un joven.
Ch'i-kuo y Lien se pusieron de pie.
—Te saludo, Hermana Mayor —murmuró Ch'i-kuo. Había aprendido un poco del idioma mongol, aunque muchas veces Lien debía auxiliarla.
—Te saludo, Noble Dama —respondió Tugai. Su alto tocado rectangular hacía que pareciese alta.
—Me daría placer … —Ch'i-kuo vaciló; Lien le susurró una frase en mongol—. Me complacería enormemente que mi Hermana Mayor compartiera mi humilde hospitalidad.
—Me sentiría muy complacida —respondió Tugai Ujin, y se sentó a la mesa de Ch'i-kuo. Sus criadas la imitaron de inmediato.