—La que has visto es la última de esa clase que pintaré.
—Me complace escucharlo. —Miró a Lien, que estaba de pie detrás de él con un abanico—. La princesa habla bien mi lengua ahora, y ya no tiene gran necesidad de ti. Tal vez debería enviarte con aquellas de mis mujeres que todavía no la han aprendido.
Ch'i-kuo palideció. Lien bajó los ojos mientras seguía abanicándolo.
—Si ése es tu deseo —dijo suavemente.
—¿No te sentirías desdichada al perder a tu querida y real compañera de juegos? —preguntó el hombre.
—Es a ti a quien no soportaría perder, mi señor —replicó Lien—. Haz lo que quieras conmlgo siempre y cuando siga siendo tuya. —La mujer levantó la cabeza.
—Agradece que estás embarazada, pues de lo contrario te habría entregado a Mukhali. Cada vez que se emborracha habla de lo mucho que admira tu belleza.
Los ojos de Lien centellearon.
—No soportaría alejarme de tu "ordu", mi Kan.
Ch'i-kuo advirtió que Lien había dicho la verdad; los momentos de intimidad de ambas sólo eran para la otra mujer una diversión. El Kan la había herido, tal como pretendía, y le había mostrado con cuánta facilidad podía destruir su refugio, privándola de Lien. No importaba. La respuesta de ésta, su admisión de que era a él a quien amaba, ya lo había destruido.
El Kan dejó la pintura, después recogió otra. Abrió los ojos, sorprendido.
—¡Me has pintado sentado en mi trono!
—Sí —murmuró Ch'i-kuo.
—Pero ¿quiénes son los otros que aparecen en el cuadro?
—La mujer que está junto a la morera observa cómo el gusano de seda teje su capullo; el hombre que se encuentra junto al carro ha traído la cosecha de cereal, y el muchacho está recogiendo uvas.
—Qué obvia eres, esposa. Advierto con toda facilidad lo que intentas decir; ya me lo ha advertido mi consejero Khitan, según el cual sacaría más provecho gobernando las ciudades que arrasándolas. Tal vez sea un buen tema para una pintura, pero no hay en ella la pericia que revelan las otras. Me pintas como si no estuvieras segura de lo que ves.
—Lo sé.
La esperanza había nublado su visión; la esperanza de poder conmover lo que Ye-lu Ch'u-tstai creía que él tenía dentro sólo había hecho sus pinceladas más inseguras. La joven rogaba que el gobernante existiera, que existiera el hombre que podía hacer algo más que destruir. Si no existía, su mano fracasaría; las pinturas estarían tan despojadas de esperanza como el mundo que él podía llegar a crear.
Al oeste del campamento, unas montañas negras se recortaban como dientes contra el cielo. Entre las montañas y la llanura amarillenta había algunas colinas peladas. Un pabellón blanco con ribetes dorados se alzaba en la ladera sudeste de una de estas colinas, y a su sombra estaba sentada la princesa Kin con varias de sus criadas.
Gurbesu se acercó a los tres carros que se encontraban al pie de la colina. Uno de los muchachos que vigilaba los carros de la princesa asió las riendas del caballo de Gurbesu mientras ésta desmontaba. Su hijo intentó seguirla, pero ella le indicó que permaneciera con los caballos y luego ascendió la ladera.
La princesa estaba sentada ante una mesa baja, con un pincel en la mano; unas pequeñas piedras planas y varas de colores yacían junto a varillas de colores. Un pañuelo de seda azul cubría su brillante cabello negro. Lien estaba con ella, como siempre, y Mu-tan se hallaba de pie detrás de ambas con un gran abanico pintado. Las tres mujeres eran tan pequeñas y frágiles que parecían pajarillos.
Gurbesu hizo una reverencia.
—Os saludo, Honorables Señoras.
La princesa murmuró un saludo; Gurbesu se sentó cerca de ella en un pequeño cojín. Las otras mujeres estaban sentadas a la izquierda de la mesa, murmurando en su extraña lengua musical a los dos niñitos que eran los hijos de la princesa y de Lien.
—Veo que estás haciendo otra pintura —dijo Gurbesu.
—Ya está casi terminada —Ch'i-kuo dejó el pincel. La pintura mostraba un tallo de bambú y a su lado unas letras delicadamente trazadas. La mujer solía pintar eso con frecuencia, y todas sus obras tenían un aspecto muy semejante: unas pinceladas etéreas rodeadas de vacío.
—Eres hábil, Ujin —dijo Gurbesu.
—Tal vez ahora pinte algunos caballos, o al Kan cazando con sus halcones. Nuestro esposo prefiere esos temas. —Ch'i-kuo entrecerró un poco los ojos al mirar a Gurbesu; dedicarse tanto a su arte la había vuelto un poco corta de vista.
—Los ejércitos de nuestro esposo —dijo Gurbesu—, han derrotado a otro viejo enemigo.
—Eso me dijeron. —El rostro de delicadas facciones de la princesa permaneció impasible—. Oí decir que un mensajero te llevó la noticia apenas se hubo marchado de la tienda de Bortai Khatun.
—El Kan sabía que me interesaría.
—¿Por qué, señora?
—El enemigo al que Jebe y nuestro aliado Barchukh derrotaron —dijo Gurbesu—, era Guchlug, el hijo de mi anterior esposo Bai Bukha. Huyó a Kara- Khitai hace unos años, después de que el Kan venciera a los ejércitos de su padre.
Los adorables ojos oscuros de Ch'i-kuo carecían de expresión. Vivía allí desde hacía bastante tiempo y conocía perfectamente el pasado de Gurbesu; su aparente ignorancia de las vidas de las personas que la rodaban debía de ser una máscara. Pero tal vez no lo fuera. La muralla invisible que rodeaba a la mujer parecía tan alta y tan gruesa como la que rodeaba a su antigua tierra. Para ella todos eran bárbaros… los Naiman, los mercaderes musulmanes que venían al campamento, hasta los escribas Uighur.
—¿Sientes dolor por ese hombre, señora? —preguntó la mujer Kin.
—No. Huyó del campo de batalla dejándonos a merced de los mongoles. Cuando se refugió en Kara-Khitai, el Gur-Kan lo recibió en su campamento y le dio a su propia hija en matrimonio, pero mi ex hijastro Guchlug no se contentó con eso, y se apoderó del trono de Kara-Khitai.
Ch'i-kuo recogió el pincel y agregó otro trazo a su bambú.
—Parece tener la distinción de haber perdido dos tierras a manos del Kan.
—Guchlug era tonto —dijo Gurbesu—. Se convirtió en seguidor de Buda cuando se casó con la hija del Gur-Kan y su nueva fe lo hizo volverse contra sus súbditos musulmanes. Cuando Jebe y Barchukh llegaron allí, el pueblo de Kara-Khitai estaba dispuesto a recibirlos como salvadores. Por eso nuestra victoria fue tan rápida, Noble Dama. Se dice que el pueblo de Kara-Khitai se regocijó cuando la cabeza de Guchlug fue paseada por las calles de sus ciudades.
Ch'i-kuo alzó la mirada.
—Me complace que nuestro esposo haya logrado una victoria —dijo—. Cuando vuelva a honrarme con su presencia le diré que me contaste esta historia. Eso le ahorrará el trabajo de referirme las hazañas de su ejército.
A esa mujer no le importaba nada siempre que tuviera sus rollos y sus pinceles. Tal vez por eso el Kan estaba perdiendo interés en ella; sin duda tenía suficientes mujeres que lo atrajeran.
Se preguntó si Temujin recordaría cuántas mujeres tenía, o cuántos hijos, sin necesidad de recurrir a los registros de sus escribas. Todas las mujeres entregadas al Kan seguían siendo concubinas mientras no le dieran un vástago; cuando esto ocurría, eran ascendidas a la categoría de esposa menor y se les concedía su propia tienda y esclavos. El honor de permanecer en el campamento principal del Kan sólo era concedido a las más afortunadas, y ese honor todavía correspondía a Bortai, a las dos hermanas tártaras, y especialmente a la aún bella Khulan.
La tienda de Gurbesu pertenecía al círculo de campamento de Bortai, al igual que la tienda de Ch'i-kuo. Gurbesu estaba agradecida por eso. Si nunca más volvía a ser una favorita, prefería vivir allí y no en un campamento secundario, donde otras esposas menores cumplían sus tareas, entre las que se incluía cargar carros con lana, leche y carne, todo destinado a las cuatro Khatun, y esperaban en sus tiendas anhelando que el Kan pasara con ellas alguna noche.
Gurbesu miró a Ch'i-kuo, quien aún seguía concentrada en su pintura.
—En realidad —dijo Gurbesu lentamente—, no vine aquí a hablar de batallas. Hay otra cosa que debo decirte. Créeme, por favor, que sólo pienso en tu bien.
Ch'i-kuo enarcó sus finas cejas.
—¿Qué quieres decirme?
—Preferiría que tus mujeres no lo oyeran, Ujin. Se refiere a ti y a la dama Lien.
La princesa agitó una mano.
—No tengo secretos para Mu-tan, y las demás no comprenden esta lengua.
—Tal vez la entienden mejor de lo que imaginas —dijo Gurbesu—. He oído rumores de cosas que tal vez habrías preferido conservar en secreto, lo que significa que es posible que dentro de poco llegue a los oídos de la Kathun Bortai. Ella se sentiría muy ofendida, y seguramente el Kan te castigaría si se enterara. No quiere discordia en sus tiendas.
Ch'i-kuo y Lien intercambiaron una mirada.
—No hemos hecho nada que pueda ofender al Kan o a la Khatun —replicó la princesa, haciéndole todavía más difícil a Gurbesu lo que ésta tenía que decirle.
—Somos mujeres virtuosas —dijo Gurbesu—. Debería resultarte evidente, ya que llevas más de tres años entre nosotros. Os pido a ambas que consideréis la conveniencia de comportaros virtuosamente.
Ch'i-kuo sonreía, pero sus ojos oscuros mostraban una expresión vacía.
—No sé a qué te refieres, querida hermana.
—Estoy hablando de lo que tú y la dama Lien hacéis juntas. —Gurbesu se sonrojó—. A menudo ella pasa la noche en tu tienda, y no porque tengas necesidad de otra criada. —Respiró hondo—. Os acostáis juntas… eso es lo que se dice. Tal vez pensasteis que vuestro secreto estaba bien guardado, pero…
Ch'i-kuo echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír; Lien se cubrió la boca con la mano para disimular una sonrisa.
—¿Eso? —dijo la princesa—. Pero ¿por qué algo así debería permanecer en secreto?
Gurbesu tragó saliva con dificultad.
—Si el Kan lo supiera —dijo—, os mataría a ambas.
—Creo que no. —Ch'i-kuo dejó ver sus dientes blancos y pequeños—. No hay nada que le guste más al Kan que ver los delicados dedos de Lien separando los pétalos de mi loto, o mirar mientras Mu-tan saborea el rocío de sus pliegues. Te consternas fácilmente, señora. No sabía que la mujer mongol fuese tan pudorosa cuando de asuntos de alcoba se trata, y es bien sabido que el Kan ha gozado con más de una mujer al mismo tiempo en su lecho.
—No hablo de lo que hacéis con él, sino de lo que hacéis entre vosotras.
—¿Ycómo podría ofenderlo eso? —preguntó Ch'i-kuo—. Lo que hacemos no da como resultado un bastardo, y satisfacemos nuestros más tiernos anhelos cuando nos vemos privadas de sus atenciones. Eso sólo asegura que permanezcamos fieles al Kan, y cuando está fatigado, le produce placer observar nuestros juegos. Sin embargo, te agradezco que me hayas hablado de ello. El Kan sólo se reiría de tus acusaciones, pero no me gustaría que Bortai se enfadara conmigo. Esa honorable dama no está tan abierta a las costumbres diferentes como nuestro esposo, de modo que seremos más discretas en el futuro.
Gurbesu había quedado sin habla.
—Espero que no hables de este asunto con otros, señora —continuó Ch'i-kuo—. Eso sólo provocaría discordia en la familia del Kan. Varias esposas del Kan se solazan de la misma manera. No te mirarían con simpatía por haberle contado eso a la Khatun, y tal vez esa gran dama sabia sea consciente de nuestros actos, y simplemente ha elegido ignorarlos. Harías bien en aliviar tu soledad como lo hacemos nosotras. El Kan visita tu tienda con menos frecuencia que la mía.
Gurbesu se puso de pie, ansiosa por alejarse de esas mujeres.
—Pero sin duda por eso viniste a hablarnos —dijo Ch'i-kuo—, no para advertirnos ni para evitar problemas, sino porque envidias nuestros pequeños placeres. Llévale tus cuentos a la Khatun, si así lo quieres. Otras murmurarán los verdaderos motivos que te impulsan a hacerlo.
Gurbesu hizo el signo contra el mal mientras descendía la colina. La estremecedora risa de las mujeres era como un azote para ella. No sabía qué le perturbaba más: si el que las mujeres se procuraran esos placeres o el que Temujin disfrutara viéndolas.
El Kan quería conquistar el mundo. Ese mundo traería sus males al pueblo.
Sorkhatani alzó a Hulegu de su cuna. Tolui estaba sentado en la cama con sus dos hijos mayores, hablando de lo que había visto en Khitai.
—Los soldados llevan camisas de pura seda debajo de sus armaduras —decía—. Si una flecha traspasa la armadura, no puede traspasar la seda, de modo que el hombre se la arranca y sigue combatiendo.
Mongke, su hijo mayor, asintió. Khubilai, que sólo tenía tres años, jugaba con una flecha que su padre le había dado.
—Pero he aquí algo mucho más útil todavía. —Tolui levantó una correa de la cual pendía una pieza de hierro plana en forma de pez—. Este es un pez que indica hacia el sur. Si lo ponéis a flotar en un pequeño cuenco de agua y lo protegéis del viento, el pez indicará siempre hacia el sur. Este pez tiene esa capacidad porque ha sido frotado contra una piedra mágica. Así, un comandante puede saber hacia dónde desplazar sus tropas, incluso con un cielo tormentoso, de noche y en una tierra que no conoce.
Sorkhatani rara vez había escuchado a Tolui hablar de los tesoros que había visto en Khitai, o de las costumbres de sus artesanos. Su esposo se enorgullecía de lo que había aprendido sobre la guerra. Se entusiasmaba cuando hablaba de las catapultas que podían lanzar piedras por encima de las murallas, o de unas cosas llamadas cañones que hacían un ruido atronador mientras lanzaban unas bolas por sus bocas. Su padre, el Kan, valoraba a sus eruditos de Khitan, pero Tolui buscaba a los que conocían el secreto del polvo explosivo que alimentaba los cañones, o a los que sabían construir una máquina de asedio.
Una esclava volvió a llenar la copa de Tolui. Sorkhatani tendría que hablarle antes de que la bebida entorpeciera sus sentidos. El Kan rara vez se entregaba al alcohol, pero Tolui podía beber a la par de su hermano Ogedei. Ogedei se tornaba más plácido cuando bebía; Tolui cantaba a gritos y bailaba, tambaleándose alrededor de la tienda de su padre, inquieto y esperando ansiosamente otra guerra.
—Nuestros hijos deberían aprender también otras cosas —dijo Sorkhatani—. Me gustaría que el escriba Tolochu le enseñe a Mongke la escritura Uighur, y Khubilai pronto tendrá edad para aprenderla también.
—Les arruinará los ojos —dijo Tolui, con ceño.