Ch'i-kuo, mientras pintaba, había aprendido a trazar las líneas y pinceladas esenciales, sin distraerse con lo innecesario. En las conversaciones que escuchaba, también había cosas esenciales que captar, por disfrazadas que estuvieran en medio del parloteo. Advirtió que muchos consideraban a Yung-chi, que se había convertido en el emperador Wei, débil e indeciso, y que los que estaban más próximos a él preferían que fuera así.
Durante el Año de la Oveja, en las conversaciones de las damas de la corte se advertía un tono de cierta preocupación. Los bárbaros del norte habían tomado varias poblaciones fronterizas; el ejército enviado a contenerlos había sido derrotado. Algunos murmuraban que el emperador había estado a punto de huir de Chung Tu, pero finalmente sus consejeros lo convencieron de que se quedara.
Ch'i-kuo carecía de poder para influir sobre esos acontecimientos, y, además, tenía otras preocupaciones. A los trece años, había temido que el emperador la diera en matrimonio a un hombre que no fuera de la corte, algún funcionario distante, por ejemplo, cuyo favor necesitara. La joven quería evitarse ese destino.
Había empezado a presentar algunas de sus pinturas al emperador. Un esclavo llevaba los rollos a los esclavos de Yungchi y regresaba con reticentes palabras de elogio a su trabajo. Cuando un ministro menor vino por primera vez a sus habitaciones para pedirle una nueva pintura, Ch'i-kuo se regocijó. El chismorreo de las damas, que ella alimentaba, daría al emperador la imagen de una muchacha demasiado frágil para sobrevivir lejos de la corte.
Las pinceladas de sus cuadros cobraron mayor seguridad. Pintaba damas que jugaban con fichas, un grupo de cortesanos en el gran patio, músicos que tañían sus laúdes, las moreras que veía por la ventana. Quería preservar esas imágenes del palacio imperial, así como otras del palacio de verano, que amaba todavía más, por si la corte se veía obligada a abandonarlos.
Más tarde, esa misma primavera, otro Khitan, el príncipe Ye-lu Liu-ko, se rebeló contra el emperador y se declaró Liao Wang, rey de su pueblo, antes de unirse a los invasores bárbaros. El enemigo empezó a avanzar siguiendo los caminos y pasos que conducían a Chung Tu.
El rostro de una joven Han apareció ante ella. La mujer era una esclava dada a Ch'i-kuo varios meses después de que el traidor Ye-lu Liu-ko desertara para unirse al enemigo. La esclava tenía la cabeza gacha; sus mejillas de marfil estaban teñidas de un rubor de color melocotón.
Se llamaba Mu-tan. No había nacido esclava; un "meng-an" Jurchen que había ambicionado las tierras de su noble familia había reunido suficientes pruebas falsas para conseguir que su padre fuera ejecutado y toda su familia vendida como esclava.
Ch'i-kuo dependía cada vez más de lo que sus esclavas pudieran decirle, ya que las damas del palacio eran muy discretas en sus conversaciones. Mu-tan le traía historias de hambre, de campesinos cuyas cosechas habían sido arrasadas por los bárbaros, y que fluían por los doce portales de Chung Tu para mendigar alimento. Los carros que llegaban a la ciudad con provisiones venían ahora de K'ai-feng y de otras poblaciones situadas a orillas del río Amarillo, en el sur. Mu-tan le habló de ciudades que habían ardido durante días y de caminos sembrados de cadáveres. Ch'i-kuo pensaba en esas historias siempre que la convocaban a las salas de banquetes del emperador, donde la corte se atiborraba de la comida traída desde el sur.
Ch'i-kuo recordó haber contemplado el negro cielo del otoño sobre el palacio imperial. Las estrellas estaban ocultas por las nubes, y de repente la oscuridad se avivó con chispas brillantes y corrientes refulgentes, árboles de fuego y flores llameantes mientras resonaba el trueno. Chihchung, que había sido vicecomandante y que era ahora regente del imperio, había ordenado la exhibición.
Ese otoño habían informado al emperador de que el ejército conducido por los generales Kao-ch'i y Kang había sido aplastados. Se decía que el rey bárbaro en persona había conducido el ataque en el centro, mientras las dos alas del enemigo habían caído sobre la retaguardia y los flancos del ejército en fuga. La furia del emperador creció cuando le dijeron que Chih-chung, a quien se le había ordenado que permaneciera dentro de las murallas de la ciudad y se encargase de su defensa, había salido de Chung Tu a cazar con sus hombres. Suspicaz, y temiendo que su vicecomandante se dispusiera a unirse al enemigo, el emperador Wei envió a un mensajero para despojarlo del mando.
La noticia de la furia del emperador corrió rápidamente por el palacio. Según Mu-tan, algunos miembros de la corte se disponían a marcharse de la ciudad. Ch'i-kuo nunca supo si alguno de esos cortesanos había logrado escapar. Pocos días después de que el emperador enviara su mensajero a Chih-chung, el vicecomandante entró en Chung Tu y rodeó el palacio con sus hombres.
Ella esperó en sus habitaciones, hasta que el fragor de la lucha cesó. Antes de que pudiera ponerse de pie, tres soldados irrumpieron en la estancia, empuñando sus espadas.
La joven advirtió de inmediato que no eran guardias del palacio.
—Cómo os atrevéis a entrar en mis habitaciones. —Su voz temblaba; sentía pánico por aquellos hombres violentos de rostros rubicundos—. Os encontráis ante una hija del emperador Chang-tsung.
Los soldados retrocedieron.
—No queremos hacerte daño —dijo uno de ellos.
—Tampoco lo haréis a las personas que están conmigo. Si les ponéis una mano encima, el emperador os decapitará.
—El Hijo del Cielo no hará nada sin el consentimiento de nuestro comandante. La ciudad está ahora en sus manos.
Casi no tenía valor para hacerlo, pero se obligó a mirar fijamente al hombre. Él le devolvió la mirada, después hizo una reverencia y se retiró de la estancia.
Ella esperó con sus mujeres, temerosa de salir de la habitación. Esa noche, un soldado vino a decirle que se requería su presencia en un banquete. Sus criadas la vistieron con una túnica verde ribeteada de brocado dorado y la condujeron por los pasillos.
El corredor con incrustaciones de oro estaba lleno de soldados apostados ante cada puerta. Había más en los pasillos abiertos que conectaban las alas del palacio y delante de la puerta del salón de banquetes. En el estrado donde habitualmente se sentaba el emperador, Chi-chung presidía la reunión, rodeado de damas con el rostro pintado de blanco. El emperador no se veía por ninguna parte.
En un momento dado, un ministro anunció que Chih-chung se había proclamado regente.
Ch'i-kuo comió muy poco mientras un ministro tras otro brindó por el regente; sus reverencias y sus discursos parecían una burla del ceremonial. La corte había perdido la vergüenza, y todos eran demasiado conscientes de los soldados instalados detrás de las murallas del palacio. Tal vez pensaban que Chih-chung podría salvarlos de los mongoles. Tal vez simplemente celebraban mientras aún podían hacerlo.
Chih-chung no los despidió hasta muy entrada la noche. Para entonces, estaba bastante borracho y su cabeza descansaba sobre el hombro de una cortesana de rostro empolvado. Cuando Ch'i-kuo volvió a su habitación había menos soldados en los pasillos. Sus criadas estaban junto a la ventana de la antecámara contemplando los fuegos artificiales en el patio.
—Traedme mis tintas y un rollo de papel —dijo Chi'-kuo mientras se sentaba ante la mesa baja en la que solía pintar. Dos mujeres aparecieron con sus herramientas, otra colocó lámparas de aceite sobre la mesa para proporcionarle más luz.
La joven despidió a las criadas y empezó a frotar sus tintas sobre piedras planas y húmedas.
Las imágenes acudieron a ella en un instante. Sus pinceles se movieron sobre el papel con trazos firmes y seguros. El hombre sentado en la silla del emperador aferraba con una mano una copa y la otra acariciaba el cabello desordenado de una mujer de rostro empolvado. Un soldado estaba a un costado, con el escudo en alto, la espada en la mano y la cabeza ligeramente vuelta hacia el hombre sentado.
Chi'i-kuo dejó el pincel y extendió los brazos; le dolían los hombros. Una lez leve brillaba más allá de la ventana; casi todas las mujeres dormían en divanes y almohadones, pero Mu-tan estaba despierta, y Chi'i-kuo la llamó con un gesto.
La joven se incorporó se acercó y se arrodilló junto a la mesa.
—No es el emperador —dijo al mirar la pintura—, y la mujer parece una vulgar prostituta. En cuanto al soldado, no sé si los protege o está a punto de atacarlos.
—El hombre es el regente Chih-chung. La mujer es la clase de persona que él habría invitado al banquete en vez de los que asistieron, y el soldado …
Mu-tan soltó una exclamación ahogada.
—¡Oh…! Si descubriera esto …
—Entonces debemos tratar de que no lo descubra —dijo Chi'i-kuo—. Y si lo hace, ¿Qué importa? Estamos perdidas, pero estoy agradecida a mi arte —vivirá en mí un poco más antes del fin.
Liberarse de la ilusión de la que aún eran víctima muchos de los cortesanos le había permitido ver con mayor claridad. Pintar sin miedo a lo que pudiera revelar acerca de ella y de sus propios pensamientos, como debe hacerlo todo maestro verdadero, había dado mayor fuerza a su arte. Ahora se daba cuenta de que sus primeras obras habían sido, a pesar de su pericia, el trabajo de una muchacha ansiosa por complacer. Las mejores —los bambúes, el árbol que había admirado el Khitan Ye-lu Ch'uts'ai— habían sido realizadas cuando tenía la mente libre de esas preocupaciones.
Ya poco importaba si escapaba de la tormenta que amenzaba a la ciudad o quedaba atrapada dentro de ésta, pues tenía sus cuadros para recordarle lo perdido.
Cuando se enteró de que Chih-chung había mandado ejecutar a Wanyen Kang no le sorprendió. Kang había sido uno de los comandantes derrotados por el ejército mongol y era un posible rival de Chih-chung. La noticia de que había mandado asesinar al emperador Wei la dejó indiferente. Sólo el consejo de los ministros, sabá la joven, había impedido que el regente reclamara el trono para sí. Al cabo de pocos días de la toma del palacio, Chi-chung llamó a Wan-yen Hsun, medio hermano del padro de Ch'i-kuo, para que acudiera a la capital, donde sería designado emperador.´
A medida que los mongoles avanzaban, las líneas y trazos de la pinturas de Ch'i-kuo se hicieron más delgados, y sus colores más traslúcidos, como si las figuras pintadas prácticamente fueran sombras.
Recordó la primera vez que había pintado uno de los halcones del emperador. Había sido un esfuerzo infantil, con poco sentido de la rapidez con que el pájaro caía sobre su presa.
Chi'i-kuo pensó entonces en sus últimos meses en el palacio imperial, cuando a menudo estaba en las habitaciones de los ministros y sus esposas, donde una serie de escribas y eruditos se afanaban sobre rollos de documentos. A veces llevaba allí sus tintas y pinceles, otras simplemente estudiaba a los sujetos que deseaba pintar.
Había estado en el despacho de un ministro de la guerra cuando dos oficiales se presentaron con un informe. Los dos habían combatido contra los mongoles y tenían muchas coss que decir.
—El enemigo es más peligroso cuando se bate en retirada —dijo uno de ellos. El ministro asintió, evidentemente consciente de ese hecho—. Se retira, tentando a los soldados a perseguirlo, y luego se da la vuelta para atacar. Se dice que así consiguieron atravesar la Gran Muralla, y puedo creerlo, aunque algunos afirmen que se sirvieron de sobornos.
—Están dominando el arte del asedio —dijo el segundo soldado—, gracias a los traidores que se unieron a ellos. El enemigo obliga a los cautivos a construir catapultas y torres de asedio, y las envía al frente cuando atacan una ciudad.
—Se mueven con una rapidez increíble —dijo el primero—. Ejércitos separados por miles de "li" avanzan como si fueran uno, tan veloces son los jinetes que se desplazan entre ellos llevando las órdenes de sus generales. Hablé con algunas personas que habían conseguido escapar de una ciudad y que marcharon hacia el este sólo para descubrir, cuando llegaron a destino, que los mismos mongoles de los que habían hído también la estaban atacando.
A comienzos del Año del Perro el emperador Hsun envió un mensajero al enemigo pidiéndole paz. Para entonces, la ciudad de Cho Chou había caído en manos de los mongoles, y otros tres generales habían desertado para unirse al enemigo. El pedido de paz del emperador fue rechazado, y la capital se preparó para un asedio.
Durante sus dieciséis años de vida, Ch'i-kuo sólo se había desplazado fuera del palacio en carruaje o en litera. Poco después del año nuevo, por orden del emperador, ella y el resto de la casa real abandonaron el palacio imperial para instalarse en la fortaleza norte de Chung Tu. Los ciudadanos más ricos habían sido enviados a la fortaleza este, los funcionarios y sus familias a la fortaleza sur, y los parientes menores de la casa real a la fortaleza oeste. Las fortalezas, con sus soldados, graneros, arsenales y defensas, podían resistir aun cuando las altas murallas de la ciudad fueran conquistadas, o al menos eso esperaba el emperador.
En la mansión asignada a la familia imperial, se destinaron tres habitaciones pequeñas para Ch'i-kuo y sus esclavas. Los soldados que defendían las murallas tal vez rechazaran al enemigo; quizá los mongoles se conformaran con lo que ya habían conquistado. Ch'i-kuo no se atrevía a abrigar esperanzas.
Los mongoles atacaron Chung Tu dos veces ese invierno. La primera vez se abrieron paso hacia una parte de la ciudad, pero fueron rechazados cuando los defensores prendieron fuego a una calle. Cuando el enemigo hizo un segundo intento por apoderarse de la ciudad, los soldados de las cuatro fortalezas los rechazaron. Sin embargo, el emperador Hsun no podía encontrar demasiado consuelo en esos acontecimientos. Casi todas las fuerzas enemigas se habían desplazado hacia el sur. Los pocos que fueron capaces de escapar de ellos y llevar noticias a la capital contaron que la gran llanura que bordeaba el río Amarillo estaba arrasada y que las ciudades, que esperaban ser atacadas desde el norte, habían sido sorprendidas por los mongoles que caían sobre ellas desde el sur.
La corte esperaba ahora un asedio prolongado. En los banquetes reales se servían menos platos; Ch'i-kuo se bañaba con menor frecuencia con la pequeña cantidad de agua caliente que sus criadas le traían. Cuando llegó la primavera, la corte se enteró de las pérdidas del emperador: el enemigo, que se movía rápidamente, había tomado casi toda la llanura del sur. Sin embargo, los mongoles parecían cansados de luchar. Cuando un enviado mongol entró en Chung Tu para proponer la paz, el emperador Hsun rechazó el ofrecimiento. Para sorpresa general, el enviado volvió y propuso paz una vez más.