Gengis Kan, el soberano del cielo (83 page)

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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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—No quería vivir.

"Tú le hiciste esto —ansiaba decir—; tú hiciste que deseara la muerte".

—Madre, ¿era…? —El joven tendió la mano hacia ella, la mujer lo evitó y luego se puso de pie. Kulgan miró las piedras que señalaban la tumba—. ¿Era un varón?

Ella asintió. Él se puso tenso.

—No lo lamentes demasiado, madre —dijo—. Tendré otros hijos. —La asió de los hombros—. Deberías haberla abandonado apenas supiste que moriría. Ahora los carros, la tienda y todo lo que hay aquí deberá ser purificado.

Khulan se lanzó sobre él, arañándolo, abofeteándolo con fuerza. Él recibió los golpes sin protegerse, y después inmovilizó los brazos de su madre.

—Basta —dijo—. Ahora debemos sepultar a la madre de mi hijo.

Khulan ocultó el rostro en el pecho de Kulgan y lloró.

Sepultaron a la muchacha junto al niño para que su espíritu estuviera cerca cuando él la necesitara. Sobre la tumba colocaron la tienda, para que los dos tuvieran una morada en el otro mundo.

Una vez que los carros fueron purificados, siguieron el camino hacia el norte. Kulgan y sus camaradas cabalgaban delante de los guardias de Khulan y pronto se perdieron de la vista. Estaban ansiosos por unirse a los otros, por dejar la muerte atrás.

Khulan se detuvo antes de que se pusiera el sol y durmió sola en un carro. Por la mañana, ignoró las expresiones de preocupación de los guardias y les dijo que no deseaba viajar ese día. Los hombres levantaron refugios con pieles y palos para protegerse del sol y pasaron allí la noche siguiente. Khulan pensó en la primera vez que había visto a Zulaika. Se le ocurrió que la joven llevaba muerta desde entonces, que había dejado su alma con los muertos de la ciudad.

Al alba continuaron viaje. El camino conducía hacia el este, hacia terreno montañoso. Cuando se detuvieron para que descansaran los caballos y los bueyes, Khulan vio que algunos se reunían en grupos a murmurar sobre ella. Seguramente decían que estaba poseída por algún espíritu maligno, pues sólo una mujer loca podía lamentar tanto la muerte de una esclava.

A la mañana siguiente, después de que hubieran uncido los bueyes a los carros, aparecieron dos jinetes en la cumbre de una colina distante. Khulan los vio acercarse, advirtió quiénes eran y volvió a subir a su carro, ocultándose.

Sus guardias gritaron saludos al Kan y a Kulgan. Ella se acurrucó en la oscuridad. El carro se sacudió un poco cuando alguien subió a él.

Temujin la miró, pasó sobre el asiento y se deslizó junto a ella.

—Todo este escándalo por una esclava —masculló.

—Llevaba un nieto tuyo en sus entrañas. —Khulan se cubrió el rostro con un pañuelo—. Estás faltando a tu palabra, esposo. Afirmaste que nunca volverías a ver mi cara.

Él le arrancó el pañuelo.

—Ya no veo el rostro de mi Khulan. Mírate en uno de los espejos que te di. A pesar de las sombras puedo ver en qué te has convertido. La edad está dejando su marca en ti. El rostro que yo amaba no tenía esas mejillas hundidas.

—No tendrías que haber venido aquí.

—Dije a mis hombres que me esperaran. Quería evitarles la presencia de una mujer enloquecida por los espíritus malignos. Ahora tengo otras cosas que lamentar aparte de una muchacha y un nieto que jamás llegó a respirar. Antes de que partiera hacia aquí, recibí un mensaje procedente de Khitai. Mi mejor general ha caído, el hombre que me habría ayudado a conquistar todo Khitai. Mukhali ha volado al cielo.

—No deberías pronunciar su nombre tan pronto después de… —susurró Khulan.

—¿Qué puede importarle ahora que lo repita una y otra vez? Me ocuparé de que su nombre viva —dijo Temujin, y se cubrió los ojos con las manos. Su dolor debía de ser más profundo que el de otros hombres, ya que él no creía que en el otro mundo volvería a encontrarse con su viejo camarada. Al cabo de unos instantes, continuó—: Conquistó muchas tierras para mí, sin embargo, me dijeron que sus últimas palabras fueron de disculpa, porque lamentaba no haber podido tomar K'aifeng para su Kan.

—Lo siento —dijo ella.

—Si el Maestro estuviera aquí, tal vez pudiese aliviar mi dolor. A veces cuando él hablaba, yo sentía que podía ver más allá de este mundo, pero se ha ido, y la voz que antes oía se ha hecho más débil.

Temujin ya dudaba de Ch'ang-ch'un; nunca estaría libre de sus dudas.

—Sólo vi al Maestro una vez —dijo ella suavemente—, pero creo que merece el favor de que los maestros de Khitai no paguen tributo.

—Esperemos que así sea. El sabio Ch'u-tsai no objetó mi decreto pero me advirtió que los seguidores del Maestro podrían aprovecharse injustamente de ese privilegio. Como él dice, debo gobernar tierras donde la gente cree muchas cosas diferentes, y de nada me servirá que los grupos se enfrenten entre sí. Tal vez sea mejor gobernante si no creo en ninguna de las enseñanzas de todos ellos. —Permaneció en silencio un rato antes de volver a hablar—. Hay mucho revuelo en tus tiendas, Khulan. Las mujeres murmuran que has perdido mi favor, e incluso que puedo llegar a abandonarte. Pronto, las más audaces pueden negarse a obedecerte, y eso me causará problemas. Las cosas no deben seguir así. Tienes la obligación de supervisar tu casa, y yo me niego a que semejantes cuestiones me distraigan. Te sentarás a mi lado y fingiremos que todo es como antes.

—Muy bien —respondió ella, sabiendo que no tenía otra alternativa.

—No debería resultarte demasiado penoso. De todos modos, siempre fue algo falso para ti, y yo he conseguido por fin librarme de tu hechizo. Cuando comprendas lo que has perdido, tal vez lo lamentes.

Se puso de pie y bajó del carro.

115.

—Agárrate—dijo Sorkhatani mientras su hijo menor se acomodaba detrás de ella en la montura.

Arigh Boke se asió con los dedos de la faja azul de su madre. Los niños y las mujeres salían a caballo del campamento para ir a recibir al ejército que regresaba.

Mongke montó su caballo; Sorkhatani siguió a su hijo mayor. Tolui se había sentido complacido al enterarse de que ella había venido hasta la frontera norte de las antiguas tierras Naiman para esperarlo.

Cabalgó junto a la fila de carros que rodeaban la gran tienda de Doregene y las más pequeñas de sus esclavos. La esposa principal de Ogedei también había decidido no esperar a su esposo en Karakorum. Doregene hubiera preferido quedarse en el gran campamento junto al Orkhon, pero evidentemente quería parecer una esposa tan devota como Sorkhatani.

Una joven esclava llamada Fátima estaba cerca de uno de los carros de Doregene. Ambas eran inseparables desde que la segunda llegara procedente de Khwarezm. Tal vez no había nada de malo en que una esposa se entretuviera con una muchacha mientras su esposo estaba lejos, aunque esos placeres nunca habían agradado a Sorkhatani. La muchacha alzó la cabeza y miró directamente a la mujer; no parecía una esclava, sino una Khatun.

Sorkhatani sofrenó su caballo y esperó, junto a Mongke, en una duna. Varios jinetes habían llegado al campamento tres días antes, diciendo que el Kan estaría pronto entre ellos. Khubilai y Hulegu habían salido a la mañana siguiente para recibir a su padre. Arigh Boke se aferró a ella; Tolui no había visto nunca a su hijo menor. La mujer miró a Mongke, quien tenía el mismo rostro ancho y de huesos prominentes de su padre. Pronto tendría edad suficiente para ir a la guerra con Tolui.

—Veo el estandarte de mi padre —dijo Mongke—, y el del Kan.

Ella fustigó a su caballo y el animal rápidamente avanzó al galope. Cuando pudo ver claramente a los hombres, Sorkhatani tiró de las riendas y luego levantó una mano. Khubilai y Hulegu se separaron del ejército y cabalgaron hacia ella en sus corceles grises, seguidos de su padre. Los bigotes de Tolui eran más largos, y su cuerpo más robusto debajo de su abrigo acolchado de seda. Saludó a voz en cuello a Mongke y se detuvo a pocos pasos de Sorkhatani.

Ella desmontó y levantó a su hijo menor.

—Te saludo, esposo —dijo—. Éste es Arigh Boke, el hijo que dejaste dentro de mí antes de partir.

Tolui desmontó de un salto y abrazó al niño. Arigh Boke se retorció en sus brazos. Tolui rio; todavía conservaba su sonrisa amplia e infantil. Ella había esperado encontrar a un hombre más solemne, marcado por las penurias de una campaña prolongada. Tal vez él lamentara en parte estar de regreso. Había partido de Khwarezm hacía casi un año, y no había tenido ninguna prisa en abandonar a su padre.

Sorkhatani se aproximó con cautela; Tolui la tomó entre sus brazos.

—Esposa —murmuró—, no has cambiado… ¿Qué magia posees?

Ella se sonrojó de placer ante estas palabras.

—Magia de Khitai —respondió—. Una loción que usan las mujeres de esa tierra para proteger su piel del sol y del viento.

Él soltó una carcajada.

—Mi honesta Sorkhatani. Mis otras esposas no admiten sus secretos sino que fingen que deben su belleza a Dios. —Volvió a abrazarla—. ¿Me has echado de menos?

Ella asintió; lo había echado de menos pero de manera plácida, distante. Él estaría contento de quedarse a su lado durante algún tiempo, hasta que volviera a partir rumbo a otra guerra.

Los otros hijos se apiñaron alrededor de ellos.

—¿Sabes, padre? —dijo Khubilai—. Hoy he cazado una liebre, y Hulegu un pequeño venado.

—Le dijimos al abuelo que eran las primeras presas que cazábamos solos —dijo Hulegu—, y él mismo nos untó los dedos con grasa y nos bendijo.

Tolui dirigió a sus hijos una sonrisa radiante.

—Hulegu es más hábil con el arco que Khubilai —dijo Mongke—, pero Khubilai lee mejor que nosotros la escritura Uighur.

Más jinetes se acercaron cabalgando. Un hombre alto cuyas coletas grises sobresalían del sombrero se encontraba entre ellos. Sorkhatani se puso tensa al reconocer al Kan. En la rala barba rojiza se distinguían algunas canas; el cobre se volvía plata.

Sorkhatani hizo una reverencia. Tolui cogió en brazos a Arigh Boke.

—Éste es un nieto al que no conocías —gritó.

El Kan se detuvo; una sonrisa pasó fugazmente por su rostro. Las arrugas que le rodeaban los ojos eran profundas, sus párpados parecían más pesados y su rostro más curtido y gastado. Sorkhatani no había creído que envejeciera tanto en tan pocos años. ¿Qué sería de ellos sin Temujin?

El Kan la miró a los ojos.

—Tu esposo se comportó bien, hija —murmuró—. Algunos te dirán que es el más grande de los generales, un hombre al que ningún enemigo puede vencer.

—Es tu hijo, Temujin-echige —dijo ella—. No puede ser menos.

—Me alegra que haya regresado sano y salvo a tu lado.

El Kan se alejó, rodeado por sus hombres como por un escudo.

La gente estaba sentada junto a las hogueras y algunos iban de una tienda a otra. Niños y esclavos corrían por los espacios entre los "yurts" y los carros buscando y llevando comida y bebida. El día siguiente el Kan presidiría un banquete más formal, cuando la Khatun Khulan y el resto de su séquito llegaran al campamento.

El Kan departía con sus hombres. Sorkhatani lo observó detenerse junto a una familia, aceptar una copa de los hombres mientras las mujeres y los niños lo contemplaban con reverencia, para luego seguir adelante. Seguramente estaba cansado después de sus viajes, y aun así había cabalgado a través de todo el campamento para saludar a su pueblo.

Mongke y Khubilai hacían una demostración de lucha para su padre. De pronto, Mongke arrojó de espaldas al más joven, casi lanzándolo sobre una fuente de carne.

—Bien por ti, Mongke —gritó Tolui—. Tal vez si tu hermano se pasara menos tiempo leyendo podría vencerte. —Eructó; había estado bebiendo mucho toda la tarde—. Ahora veremos si alguno de vosotros es capaz de vencerme en una partida de ajedrez.

Ya ansiaba la próxima guerra. Sorkhatani había esperado que por un tiempo le bastaran las hazañas que había llevado a cabo en Khwarezm, pero él ya deseaba marchar otra vez a la guerra. Los Tangut estaban causando problemas, y el Kan tendría que ocuparse de ellos. Tolui también les había contado a los muchachos que Jebe y Subotai habían llegado a unas tierras muy lejanas hacia el oeste. Más allá de las irregulares planicies de Persia y de las montañas del Cáusaso se extendían bosques y estepas verdes, tierras de pastoreo más ricas que las que ahora poseían. La gente de allí, según Tolui, estaba dividida: tribu contra tribu, nómadas contra habitantes de las ciudades. Era como si aguardasen a ser conquistados. Había reído al contar cómo Subotai y Jebe habían conseguido enfrentar a una tribu, los Kipchak, contra los pueblos de la montaña. Los dos generales habían convertido a los Kipchak en aliados prometiéndoles parte del botín, pero una vez que éstos hubieron derrotado a los montañeses, habían caído sobre ellos. Ése era el tipo de táctica de traición que más agradaba a Tolui.

—Padre —dijo Mongke—, ¿iremos pronto a cazar juntos?

Tolui gruñó.

—Tal vez. Dudo que la caza sea tan buena como la del último invierno. Tu tío Jochi empujó gran cantidad de caza de sus tierras a las nuestras, y había tantos asnos salvajes que cada hombre reclamó tres o cuatro para sí después de que fuera entregada su parte al Kan.

—¿Por qué el tío Jochi no volvió contigo? —preguntó Hulegu.

Tolui hizo un gesto de disgusto; Khubilai lanzó a Hulegu una mirada de advertencia.

—Jochi quiere quedarse en las tierras de pastoreo que tu abuelo le asignó —masculló Tolui—, y mantenerlas a salvo. Eso es lo que dice en sus mensajes. El Kan prefiere dejarlo allí, porque sus campamentos servirán como bases cuando ataquemos más al oeste… al menos eso es lo que padre dice. —Se aclaró la garganta y escupió hacia un costado—. Pero la verdad es que el bastardo todavía está resentido porque Ogedei ha sido el favorecido. Creo que sueña con establecer su propio Kanato. Si lo hace, padre lo aplastará.

Sorkhatani sacudió la cabeza. Tolui no se habría atrevido a hablar de eso si hubiese estado sobrio.

—Insultas a tu hermano —dijo la mujer—, y das muy mal ejemplo a tus hijos. Jochi luchó por el Kan, y le concedieron esas tierras; no deberías hablar así de él.

—Ah, mi sabia Sorkhatani… —dijo Tolui—. De acuerdo, retiro mis palabras. Tal vez sea mejor que Jochi se quede donde está; posiblemente sea más leal a la distancia. —Se puso de pie y fue tambaleándose hasta detrás de la tienda. Arigh Boke gateó hasta su madre; los otros tres muchachos se levantaron súbitamente.

—Te saludo, Sorkhatani Beki —dijo el Kan.

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