—Todo esto aún durará un tiempo —dijo Tolui—. ¿Quieres marcharte de la ciudad?
—No —dijo Khojin.
—Los cuerpos llenarán las calles muy pronto.
—Cuando así ocurra, sacarás a los que todavia estén con vida. Cubriremos la tierra con los cadáveres … nada volverá a vivir aquí otra vez.
Tolui asintió, extrajo la espada y se dirigió hacia algunos de sus hombres que custodiaban a unos cautivos. Khojin volvió a sentarse; un hombre le trajo un jarro de vino. De repente, recordó que Khulan le había dicho que nada de aquello podría devolverle a su esposo. Odió a la Khatun por haber pronunciado esas palabras: eran cuerdas que le apretaban el corazón, produciéndole dolor en vez de la alegría que debía sentir.
Se libró de esa idea. Cuando Nishapur fuera un cementerio, ella tendría paz.
Ch'i-kuo había llamado a Ch'ang-ch'un a su tienda. El maestro taoísta había estado un par de días en el campamento de Bortai procedente del de Temuge Odchigin, en el valle del río Khalkha. El Odchigin, que sabía que el Kan deseaba que Ch'ang-ch'un viajara con comodidad, le había asignado una escolta además de aproximadamente cien bueyes y ganado. Tal vez el Kan respetara mucho a este taoísta, pero le estaba exigiendo que hiciera un viaje agotador. El monje había sido convocado a una audiencia con el emperador Shih-tsung más de treinta años antes, y ni siquiera entonces era un hombre joven.
—Liu Wen afirma que el monje tiene casi trescientos años —murmuró Lien.
Ch'i-kuo no lo creía, pero el Kan sí. Liu Wen le había dicho que Ch'ang-ch'un, según había oído, era el hombre más sabio de Khitai y sin duda debía de tener un elixir; Gengis Kan estaba perfectamente dispuesto a creerlo.
Ella no esperaba nada del monje, pero tenía curiosidad por conocer a un hombre con tanta fama de sabio. En cuanto Ch'ang-ch'un llegó, ella le envió leche agria, cuajada, mijo, ropas abrigadas y plata para él y su comitiva; Chakha, la princesa Tangut, había hecho lo mismo. Los lamas que rodeaban a Chakha habían traído poco solaz a la esposa Tangut del Kan; tal vez este taoísta consiguiera consolarla. El alma de Chakha era como un desierto sediento de lluvias; ya no encontraba en este mundo nada que le entusiasmase y sus pensamientos estaban dirigidos al más allá.
Un guardia anunció a los visitantes. Entraron dos hombres, seguidos de un tercero, todos ellos vestidos con las túnicas de lana que Ch'i-kuo les había enviado; el calor de la mitad del verano podía convertirse rápidamente en frío. Los hombres juntaron las palmas a modo de saludo, pero no se arrodillaron. El tercer hombre alzó la cabeza y miró a la mujer.
Ella advirtió que debía de ser Ch'ang-ch'un. Sus ojos oscuros eran límpidos; la pálida piel dorada por encima de su barba blanca resplandecía de salud. Ch'i-kuo pensó en la manera en que los ojos del Kan parecían penetrar en el alma de los hombres, viendo lo que se ocultaba allí y cómo solían volverse fríos, como si despreciaran lo que veían. Este monje tenía la misma mirada, pero sus ojos eran amables y compasivos. Todos los discursos que la mujer había preparado se evaporaron de su mente; de pronto se sintió insegura de sí misma.
El hombre que estaba a la derecha del monje murmuró un saludo formal. Su nombre era Yin Chih-ping, el de su compañero Chao Chin-ku, y ambos eran discípulos del maestro desde hacía muchos años.
—Me complace que nos honres con tu presencia —dijo Ch'i-kuo cuando Yin Chih-ping terminó de hablar.
Les hizo un gesto, señalando los cojines, y los tres monjes se sentaron, pero ninguno de ellos aceptó el té ni los alimentos que las criadas les habían servido. El Maestro, explicó Chao Chin-ku, no ingería té ni carne; el plato de mijo que había comido esa mañana le resultaría suficiente. El Maestro también le agradecía los obsequios.
—He ansiado verte desde que me enteré de que viajabas hacia aquí —dijo Ch'i-kuo—. Cuando era joven, me hablaron del sabio que mi bisabuelo había llamado a su corte. Se dice que tu sabiduría le dio consuelo durante los últimos años de su vida.
Ch'ang-ch'un asintió. La mujer sabía que él leía sus verdaderos pensamientos… que no había logrado prolongar la vida del emperador Shihtsung, que era otro hombre más que pretendía tener conocimientos que en realidad no poseía.
La mujer se sonrojó y bajó los ojos.
—Honras a mi esposo el Kan por haber hecho finalmente este viaje —murmuró.
—No podía rechazar su llamada —dijo Ch'ang-ch'un—. Su voz era suave pero no denotaba debilidad; no parecía un hombre que pudiera obedecer por temor.
—Sin embargo, esperaste antes de emprender tu viaje.
—Debía ver a algunos discípulos antes de partir —dijo él—, y debía asistir a festivales. Después, Liu Wen, el honorable siervo del gran emperador mongol, me pidió que viajara junto con las muchachas que él estaba reuniendo para su amo, pero, por supuesto, tuve que negarme. Esa compañía no habría sido adecuada para mí.
—Me sorprende que el Kan no se haya mostrado más insistente.
—Ha sido extraordinariamente amable, Alteza, y me ha dicho que no debía cansarme demasiado durante el viaje hasta aquí. Su siervo A-la-chien, quien viaja conmigo ahora, me condujo al campamento del príncipe Temuge, y desde aquí iré al "ordu" del honorable siervo del Kan, Chinkai. Me han dicho que en ese campamento moran muchos artesanos de nuestra tierra.
—También allí hay damas capturadas en el palacio después de que Chung Tu se rindiera —dijo ella—. Seguramente querrán verte. —Ch'ikuo no pudo evitar un tono de amargura en su voz.
—Veo lo que sospechas —dijo el anciano—. Piensas que soy un viejo que viaja a ver al emperador mongol por miedo, o que soy un anciano artero que procura sacar ventaja. No soy ninguna de esas cosas.
Su franqueza la dejó atónita. No podía engañarlo, las frases que tan cuidadosamente había preparado serían inútiles.
—Es cierto que una negativa no habría beneficiado en nada a los seguidores del Camino —continuó Ch'ang-chu'un—, y que puedo conseguir algunos favores para nosotros. Nuestra tierra ha sufrido a manos de los soldados del príncipe Mukhali, y ha aprendido a temer a ese príncipe y a su amo. Pero yo no temo al gran Gengis Kan. Cuando demoré mi viaje, él accedió a mis pedidos. Si les hubiera dicho a los hombres que envió a buscarme que tendría que esperar hasta que él pudiera viajar a verme, el Kan también habría accedido.
—Perdóname, Sabio Maestro —dijo Ch'i-kuo—, pero estás equivocado. El Kan no tolera la desobediencia. Ya has visto lo que hicieron sus ejércitos, y él fue quien dio las órdenes.
—Todos los soldados se parecen, independientemente de sus comandantes. Los Khitan nos arrasaron, y su hierro fue derrotado por el oro de los Kin. Ahora el Emperador de Oro se retira ante los mongoles. Tal vez haya llegado el turno de que los mongoles nos gobiernen, y si su emperador desea aprender acerca del Camino, debe de haber en él cierta nobleza. —Juntó la punta de sus largos dedos—. He visto que sus gentes se ayudan mutuamente, que comparten lo que tienen con los necesitados y cumplen las promesas que hacen. A su manera, tal vez estén más próximos al primer estado natural del hombre.
—Mi esposo el Kan —dijo ella— es un hombre curioso. Se ha rodeado de hombres instruidos y quiere que le entreguen su sabiduría como lo hacen las ciudades con sus tesoros. Pero no es sólo sabiduría lo que él desea de ti. Quiere un elixir capaz de prolongarle la vida.
Ch'ang-ch'un sonrió.
—Pero yo no tengo un elixir así.
—Te llaman alquimista, Distinguido Maestro.
—Con ese estudio pueden obtenerse muchos conocimientos, pero no el secreto para prolongar la vida. Mi alquimia es una alquimia del alma. Sólo puedo guiar al emperador para que nutra los elementos celestiales que hay en él y para que reduzca los elementos más apegados a la tierra. Debe liberarse del deseo para permitir esa transmutación… sólo entonces podrá prolongar su vida.
Ch'i-kuo hizo una mueca.
—Se sentirá muy desilusionado al enterarse.
—Debo decirle la verdad —dijo el monje—. Tal vez cuando deje de lado sus deseos esté dispuesto a oír hablar del Tao.
Ella se inclinó hacia adelante.
—Te diré lo que otros me han contado —dijo la mujer—. Antes había un chamán que servía al Kan. Ese hombre conocía muchos hechizos poderosos, pero cuando el Kan ya no lo encontró de utilidad, permitió que el príncipe Temuge le partiera la espalda. Espero que tú no acabes igual.
—No temo a la muerte. El cambio llega para todas las cosas, y la muerte es tan sólo un cambio más. De la decadencia surge la vida, y el alma se convierte en una llama que sube a los cielos. —El anciano se acarició la barba—. Dices que ese chamán fue asesinado. Eso me dice que la magia de ese hombre no era tan grande como se creía, y tal vez, también, que no es fácil engañar al emperador mongol. Razón de más para decirle la verdad. Si va a gobernarnos, debo dirigirme a lo que en él hay de mejor. ¿Tú no lo haces así, Noble Dama?
Ch'i-kuo no respondió.
—Ya veo que no —dijo él—. Alteza, no conocerás la paz mientras no veas el mundo tal como es, y mientras no dejes de medirlo según tus propias necesidades, deseos y desilusiones. No podrás ver a los hombres tal como son hasta tanto no conozcas algo de los elementos más nobles que hay en el interior de cada uno. Debes ser como el agua, que alimenta la tierra sobre la que fluye y toma la forma del recipiente en el que se la vierte.
—Así soy ahora —dijo ella.
—Entonces, ¿por qué no tienes paz? Quizás en vez de aceptar la llama brillante que existe dentro de los otros, has permitido que lo que hay de más bajo en ellos te corrompa.
—No puedo permitir que me hables de ese modo.
—Entonces tal vez permitas que me marche. —Ch'ang-ch'un se puso de pie—. Te agradezco una vez más los generosos regalos que enviaste para mí y mis discípulos. Esperaré ansiosamente mi audiencia con el emperador.
Ella lo observó marcharse. Años atrás Lien le había dicho que el Kan era un hombre con dos naturalezas. A ella le había resultado más fácil olvidarlo, ver en él solamente la crueldad, sentir el placer de sus propias pequeñas crueldades y no buscar otra cosa en el mundo. El camino del maestro taoísta era más duro.
La llama se había extinguido en ella, y Ch'ang-ch'un lo había advertido. Quizá fuese demasiado tarde para que el sabio despertara la nobleza de espíritu que podía existir dentro de su esposo, del mismo modo que era demasiado tarde para ella, y, sin embargo, el anciano lo intentaría, sin que lo más bajo y mezquino lo rozara.
Ch'i-kuo hizo una seña a Mu-tan.
—Tráenos un poco de vino —dijo.
—¿No vas a pintar? —le preguntó Lien.
—Hoy no. Es mucho más placentero beber e imaginar las bellas imágenes que podría pintar.
Hacía ya muchos días que no pintaba. Ch'i-kuo dobló los dedos, que se habían vuelto menos flexibles, y después extendió la mano para coger su copa.
Cinco soldados recibieron a Khulan y a sus guardias. Por encima de sus cabezas, en nichos horadados en la ladera, unas monstruosas figuras talladas, cuya altura superaba varias veces la estatura de un hombre, con los labios congelados en amables sonrisas en sus rostros de granito desgastados por el viento, contemplaban las ruinas cercanas de una alta ciudadela.
Mutugen, el hijo de Chagadai, había caído allí, le dijo uno de los soldados; Kulgan, el hijo de Khulan, estaba malherido, y el Kan había ordenado que su madre permaneciera a su lado.
Los hombres que la acompañaban pasaron en silencio por delante de troncos caídos de sauces y álamos y montículos de cabezas cortadas. Los arroyos que corrían a partir del río estaban llenos de cadáveres, montones de miembros y torsos desgarrados; el horrible hedor de la carne en descomposición impregnaba el aire.
—El Kan ordenó que no tomáramos prisioneros ni saqueáramos —dijo finalmente uno de los hombres—. Ordenó que todos los seres vivientes, incluidos los niños que todavía estaban en el vientre de su madre, los pájaros, hasta los perros y los gatos, fueran ejecutados. No nos apoderamos de nada en Bamiyan, y el Kan ha decretado que nada volverá a vivir aquí otra vez. Este pueblo pagó por la muerte del nieto del Kan, y por haber herido a tu hijo, señora.
Tal vez su hijo estuviera debatiéndose entre la vida y la muerte. Khulan escrutó las distantes tiendas de campaña que se alzaban al sur del valle, esperando ver una lanza con una cinta negra cerca de alguna de ellas. El Kan había castigado a sus enemigos. Si Kulgan moría, ella se vengaría del padre que tan ansiosamente lo había conducido a la guerra.
Khulan se acercó al lecho en que yacía su hijo. Levantó la manta y vio profundas cicatrices en los muslos y el pecho del muchacho; también tenía un entablillado precario en el tobillo derecho. Viviría, pero las cicatrices lo dejarían marcado.
Lo cuidó durante dos días, durmiendo a su lado. Al tercer día, Kulgan ya se había recuperado hasta el punto de poder sostener el jarro que ella le alcanzaba. El "kumiss" humedeció su ralo bigote; ella le enjugó la boca con la manga, como lo había hecho cuando era un niño.
—Madre —dijo él.
—Si te hubiera perdido… —La mujer no pudo terminar la frase; hasta desear la muerte de su esposo era una traición.
—Quedaré cojo —dijo él—, pero un hombre no tiene que caminar mucho, siempre que pueda montar a caballo… —Soltó una carcajada ahogada—. Mejor que sea la pierna y no el brazo con el que sostengo la espada, y mis manos todavía pueden tensar un arco.
—No combatirás por algún tiempo.
El terminó el "kumiss" y le devolvió el jarro.
—Chagadai llegó aquí a tiempo para las ejecuciones —dijo Kulgan—. A mí ya me habían sacado del campo de batalla, pero Suke me lo contó todo más tarde. El Kan ordenó a los hombres que no le dijeran a Chagadai que Mutugen había caído, y después interrogó a su hijo, pues dudada de su obediencia. Tal vez padre estuviera pensando en Urgenj.
—Tal vez —dijo ella suavemente.
Bajo el mando de Ogedei, los tres hijos mayores de Temujin habían tomado finalmente la ciudad la primavera anterior, pero habían dividido el botín entre ellos sin ofrecer una parte al Kan. Ogedei había querido suavizar el resentimiento entre sus hermanos entregándoles la mayor parte del botín, pero su gesto había enfurecido a Temujin. Sólo los ruegos de los generales habían salvado a los tres de recibir un duro castigo. Desde entonces, Jochi había permanecido en la región que rodeaba Urgenj, con la absurda excusa de que era necesario prevenir un ataque.