—Que se vayan —ordenó. Khulan despidió a las esclavas. Cuando el Kan por fin se acostó dijo—: Mis hijos… Tolui es el más valiente de los guerreros, pero si el mundo entero se inclinara ante nosotros, él no sabría qué hacer consigo mismo. Ogedei tiene talento para mandar, pero también tiene talento para disfrutar de lo que obtiene. Será un buen Kan si no se arroja a una muerte temprana. Chagadai piensa en mi Yasa como en un látigo para castigar a los hombres en vez de utilizarla como riendas para guiar sus acciones, y Jochi me odia porque no le doy el trono que cree merecer. Ésos son mis herederos, Khulan. Podría haberlo hecho mucho peor, pero también podría haberlo hecho mejor… y no lo digo para que te preocupes. —Suspiró—. Debo esperar a que el sabio de Khitar me traiga el elixir de la vida, y entonces, tal vez…
Ella se desvistió hasta quedarse en camisa, después se sentó en la cama y procedió a deshacerse las trenzas con los dedos. Desde sus campañas en Khitai, a él le gustaba verla con el pelo suelto sobre los hombros y la espalda, que era como las mujeres de aquellas tierras lo usaban al irse a la cama.
—Tu hijo no me ha dado preocupaciones —dijo él—. Voy a convertir a Kulgan en capitán de cien hombres cuando ataquemos Balkh. El muchacho se comportó muy bien en Termez. Allí estaba, con más de cien cautivos, y les ordenó a todos que se ataran las manos entre sí, para tener menos trabajo al matarlos. Un hombre trató de escapar, pero cuando Kulgan lo decapitó, los demás ya no intentaron huir. Él mismo se ocupó de despacharlos a todos.
Ella había escuchado la historia de boca del propio Kulgan. Casi todos los hombres tenían esa clase de historias para contar, acerca de prisioneros que podrían haber huido y que habían terminado arrodillados, ofreciéndole el cuello a la espada.
—Deberías parecer más feliz, esposa. Nuestro hijo se ha comportado mucho mejor de lo que yo esperaba.
El corazón de Khulan latía dolorosamente cuando se acostó junto a Temujin. Él la abrazó y ocultó el rostro en su cabello.
Un grito la despertó. Khulan se sentó. Un guardia habló, pero el aullido del viento ahogó sus palabras.
—¡Hablaré con mi padre!
Era la voz de Khojin. Cuando Temujin levantó la cabeza, su hija irrumpió en la tienda.
Khojin llevaba una coraza de cuero y un casco, como lo hacía siempre que permanecía en la retaguardia con las otras mujeres. El Halcón de Toguchar había permanecido en el campamento del Kan mientras su esposo seguía a Jebe y Subotai a través de Khorassan. El Kan había dado esa orden: una escaramuza era una cosa, pero tener a su hija en el frente durante un asedio era otra muy diferente. Khojin dejó caer su arco y su carcaj a la izquierda de la entrada, y avanzó hacia la cama; su rostro hermoso y salvaje estaba surcado de lágrimas.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Temujin.
—¡Mi esposo ha caído! —gritó Khojin—. ¡Una flecha le quitó la vida en Nishapur!—Se arrojó sobre la cama y rompió en sollozos. El Kan apoyó una mano en su hombro.
—Lo siento —dijo finalmente Temujin—. Era uno de mis mejores generales.
—¡Era su destino! —gimió Khojin mientras se ponía en cuclillas—. ¡Yo era su escudo en la batalla, el halcón que atrapaba a los enemigos en sus garras, y no estaba allí para protegerlo! ¡Ahora el ejército se ha retirado y esa maldita ciudad todavía resiste!
Temujin le tomó la mano.
—Ya caerá —masculló—. Tolui vengará a tu esposo. Seca tus lágrimas, hija. Celebraremos un banquete en su honor, y yo mismo haré los sacrificios. Ahora, debes pensar en tus hijos.
Khojin oprimió el rostro contra el pecho de su padre.
—¿Qué deseas? —le preguntó Temujin cuando ella hubo dejado de llorar—. Puedo ordenarle a Tolui que te dé la parte más grande del botín de Nishapur cuando la ciudad caiga. O, si lo deseas, puedes emprender el largo viaje de regreso a casa. Quizá ver otra vez nuestra tierra alivie tu dolor.
Khojin alzó la vista.
—No quiero las riquezas de Nishapur, y mi esposo me despreciaría por partir antes de que él sea vengado.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres?
—Quiero la ciudad —respondió Khojin entre dientes—. No quiero que nada viva donde cayó mi esposo.
—Eso no le hará regresar —intervino Khulan.
Khojin y Temujin volvieron hacia ella sus ojos amarillentos, nimbados por la misma fría vacuidad.
—El Kan, mi padre, dirá lo que desea —susurró Khojin—. Una mujer débil que se deja dominar por la piedad no decidirá esto por él. Tu piedad desaparecería en un instante si tu hijo encontrara su…
—Ya has hablado bastante, Khojin —dijo el Kan.
—Por tu voluntad no estuve con él —replicó su hija—. Él me habría llevado consigo, pero yo no quise que lo castigaras por desobedecerte. Durante toda mi vida lo que más quise fue pelear por ti… por ti, padre, y no sólo por mi marido. Ataste su halcón, y ahora él ya no está.
—Tú deberías haber sido mi hijo —dijo Temujin.
Los ojos de Khojin brillaron con alegría feroz antes de que las lágrimas acudieran nuevamente a ellos.
—Éste es mi decreto —continuó Temujin—. Puedes seguir a Tolui, pero no debes interferir en sus decisiones. Te mantendrás en la retaguardia, pues no deseo que mis nietos pierdan a ambos padres. Pero tú decidirás el destino de Nishapur. Tolui será informado al respecto.
Khojin besó las manos de su padre mientras lloraba.
—Eso es todo lo que pido.
—Déjanos ahora, hija. Mañana ofreceremos una fiesta por el espíritu de tu esposo.
Khojin se retiró. Khulan estaba por acostarse cuando la mano de Temujin se aferró a su brazo.
—Háblame, esposa —murmuró el Kan—. Sé lo que estás pensando. Dime por qué no debería enviar a esas almas a Nishapur para servir al esposo de mi hija.
—Tal vez la ciudad se rinda —dijo ella—, si los pobladores creen que serán perdonados. Eso te costará menos que tomarla. Ya has perdido suficientes guerreros durante el sitio.
—Ellos harán lo que ordene Tolui. Sus hombres saben que él no será descuidado con sus vidas, ni las arriesgará innecesariamente.
—Aun así morirán muchos.
—En ese caso cumplirán con su deber. —Sus dedos se clavaron en el brazo de Khulan—. No oigo más que piedad en tu voz. Tu piedad es inútil; sólo sirve para que aquellos de quienes te compadeces sufran todavía más. —Temujin contuvo el aliento—. Creo que podría estar en paz si no hubiera gente en el mundo, si ya no lastimaran la tierra con sus ciudades y sus murallas.
—Qué despiadado eres, esposo.
—¿Despiadado? ¿Crees que nuestros enemigos nos habrían dejado en paz? Si nosotros fuéramos más débiles, ellos nos habrían arrebatado las tierras y nos habrían encerrado detrás de sus murallas. —Hizo una pausa—. La Khitan Ch'uts'ai me dice que un soberano puede ganar más conservando las ciudades y permitiendo que sus pobladores trabajen para él. Mahmoud Yalavach y su hijo hablan de tributos e impuestos, y Barchukh habla de todo lo que las caravanas pueden traernos, pero hay un peligro en eso. Si olvidamos lo que somos y descubrimos que nos agradan más otros estilos de vida que el nuestro, perderemos todo lo que hemos obtenido. Hay mucho que aprender de los conquistados, pero siempre estaremos más seguros si los destruimos. —Permaneció un momento en silencio. Luego, agregó—: Preferiría que nadie muriese. ¿Crees acaso que no lamento la pérdida de mis hijos, de mis camaradas? —Sus dedos eran como garras—. Fui enviado contra Hsi-Hsia y Khitai, y vi que no era suficiente tomar lo que necesitábamos, que Tengri deseaba que yo gobernara allí. Pensé que el Shah Muhammad se sometería a mí, pero me engañé. Me dejé tentar por ideas de paz, y eso fue una estupidez de mi parte. El cielo quiere que yo viva hasta que haya conquistado el mundo, y así debe ser. —Tragó saliva. Khulan advirtió en su mirada un dolor y una desesperación que la conmovieron. Tal vez, a pesar de sí mismo, anhelaba regresar.
Temujin cerró los ojos, la abrazó y la besó en los labios.
Cuando Khojin vio una franja de verde en el horizonte, supo que estaba cerca de Merv. La tierra verde era una afrenta para el desierto que la rodeaba. La tierra árida por la que había cabalgado, con sus rocas negras, sus pálidas salinas y esa arena tan fina que corría como agua entre sus dedos, era extrañamente reconfortante, un paisaje yermo que reflejaba su pesar. Ahora veía vida.
Un jinete se acercó al galope y le informó que Merv se había rendido hacía varios días. Cabalgaba junto a ella, contándole cómo la gente había recibido la orden de salir fuera de las murallas. Tolui, sentado en un trono dorado saqueado en la ciudad, esperaba en la llanura mientras los cautivos eran conducidos a su presencia. Los primeros en morir fueron los soldados de Merv, y luego el resto de sus habitantes. El oscuro rostro del jinete resplandecía de buen humor mientras imitaba los desgarradores gritos de los condenados.
El ejército de Tolui había seguido avanzando hacia el sudoeste.
El jinete le habló a Khojin de campos verdes y jardines; de una gran mezquita, cuya cúpula era azul, donde había sido sepultado un sultán; de comercios repletos de sedas, algodón, vasijas de cobre e hilados. Todo lo que la mujer veía eran ruinas, pilas de ladrillos, una larga fila de montículos por encima de un canal subterráneo de agua, y una gran cúpula ennegrecida por las llamas. La arena se había acumulado sobre los jardines desolados; el hombre le dijo que los canales subterráneos estaban secos. El ejército de Tolui había destruido el dique de un río cercano.
El espíritu de Khojin se alivió al ver toda aquella destrucción. Ella conocía los métodos que solía emplear su hermano durante una campaña; castigaba salvajemente a todo el que se resistía para que aquellos a los que más tarde tuviera que enfrentarse estuvieran debilitados por el terror. Tolui castigaría a los asesinos de Toguchar.
Los cadáveres dispersos marcaban el camino hacia Nishapur. La mujer siguió avanzando, deteniéndose tan sólo para dormir o cuando se levantaba alguna tormenta de arena. Alcanzó las fuerzas de la retaguardia de Tolui al borde de un oasis. Dos hombres la condujeron hasta donde estaba su hermano.
Tolui se hallaba fuera de su tienda, rodeado por sus hombres. Se acercó a Khojin mientras ella desmontaba.
—Te esperaba —dijo él con expresión sombría—. Nishapur ha ofrecido rendirse; una delegación vino a verme esta mañana. Nos darán todo lo que deseemos si no los matamos y dejamos la ciudad en pie. Les dije que muy pronto recibirían mi respuesta.
Khojin lo observó en silencio.
—El Kan, nuestro padre, ha dicho que tú debías decidir —prosiguió Tolui—. Puedo llevar a mis hombres a Nishapur y reclamar tributo, o puedo ordenarles que ataquen las murallas.
Khojin se llevó la mano a la cintura y extrajo el cuchillo; lo alzó por encima de su cabeza.
—No habrá piedad para ellos —gritó—. Ordena el ataque.
Tolui sonrió.
—Khojin, te he deshonrado con mis pensamientos. —Su voz suave sonaba muy parecida a la de su padre—. Creí que al final no te decidirías a castigarlos. Que me maldigan si vuelvo a dudar de ti. Nishapur será tuya.
Se volvió y dio las órdenes.
Las piedras que volaban desde las catapultas abrían grandes huecos en las murallas de Nishapur. Los defensores respondían con una lluvia de lanzas, flechas y ladrillos. Durante la noche, los sitiadores arrojaron bolas de fuego y empujaron a los prisioneros, obligándolos a llenar los fosos. Por la mañana, los fosos ya estaban repletos de rocas, árboles caídos, tierra y cadáveres, y había varias brechas abiertas en los muros de defensa. Los guerreros escalaron por las brechas. Algunos caían, pero otros se adelantaban para ocupar su lugar.
Cuando Khojin, rodeada de soldados, entró en la ciudad, los hombres de su hermano habían luchado dentro durante dos días, tomando Nishapur calle por calle. Los defensores habían luchado duramente, pues sabían lo que les esperaba desde el momento en que Tolui había rechazado su rendición. Pagarían cara su resistencia, pagarían muy cara la muerte de su esposo.
Tolui la esperaba en una gran plaza, cerca de una de las puertas, junto a una plataforma donde se erguía su trono de oro. La tomó de la mano y la condujo hasta el trono.
—La ciudad es tuya —le dijo.
Khojin apenas si podía oír las palabras debido a los gritos de triunfo que resonaban en las calles próximas.
Los hombres se desplegaron alrededor de ella, cabalgando bajo los arcos que rodeaban la plaza. Columnas de humo se alzaban por encima de los techos; Khojin aferró con fuerza los brazos del trono cuando la gente fue conducida ante ella. Un bebé pendía del extremo de una lanza curva, después cayó a los pies de Khojin manchándole de sangre las botas. El cuchillo de un hombre cortó la garganta de una mujer de pelo rojo; su cuerpo, prácticamente desnudo, cayó al suelo. Un grupo de hombres con turbante gimió mientras las espadas caían sobre ellos, tiñendo sus ropas de rojo. Los soldados se lanzaban sobre las mujeres, les levantaban la ropa y las poseían, una tras otra, hasta que todas quedaron inmóviles y en silencio. Los perros y los gatos de la ciudad fueron atravesados con lanzas y arrojados contra los muros. Los cautivos fueron empujados hacia la plaza, donde murieron decapitados.
El hombre cuya flecha había quitado la vida de Toguchar podía estar entre ellos. Khojin rogó que así fuera, que hubiera visto cómo violaban a su esposa y destripaban a sus hijos, que hubiera sufrido mucho antes de enfrentarse a su propia muerte.
Al caer la noche la matanza aún seguía. Khojin no durmió, sino que permaneció sentada en el trono, ignorando el cansancio, disfrutando con los inútiles pedidos de clemencia que resonaban en las calles.
Al alba, cuando los gritos distantes se hicieron más débiles, la mujer se durmió, con la cabeza apoyada en el respaldo del trono y una mano entre las de Tolui. Despertó para ver a los soldados que se llevaban de la plaza los cadáveres decapitados.
Entre risas y comentarios soeces los guerreros procedieron a apilar las cabezas, levantando un montículo con las de los hombres, otro con las de las mujeres y un tercero con las de los niños.
Khojin se puso de pie; Tolui la tomó del brazo. Ella se apoyó en él; sentía calambres en las piernas. Los hombres seguían limpiando las calles y sacando a la rastra a los que se habían escondido en las casas; un grupo fue conducido a través de una arcada y obligado a permanecer junto a un muro bajo la mirada amenazadora de los invasores. El grito de un niño fue interrumpido por una flecha que le atravesó la boca; los arqueros elogiaron al autor de semejante proeza.