Gengis Kan, el soberano del cielo (81 page)

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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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—Todavía eres vigoroso —dijo Ch'u-tsai—, mucho más que la mayoría de los hombres de cincuenta años, y te queda mucha vida por delante.

—Puedes retirarte, amigo mío —dijo el Kan.

El Khitan se marchó. Khulan esperaba que su esposo la despidiera.

—La última vez que recé en el Burkhan Khaldun —dijo Temujin finalmente—, el monte permaneció en silencio. Ese silencio me aterró. No supe qué quería el cielo de mí. Desde entonces los espíritus no me han hablado, y en esta tierra, a veces mis sueños… —Se retrepó en su silla de oro—. Me he sentido engullido por la tierra, atrapado en mi cuerpo, sin lugar para que mi alma volara. He visto la nada. Se me ocurrió que el alma de un hombre puede morir con su cuerpo, que no hay nada más allá de esta vida. Ese monje era mi única esperanza de escapar de ese destino.

—No he comprendido sus palabras —dijo ella—, pero habló del espíritu que vive dentro de cada hombre.

Temujin hizo una mueca.

—Y dijo que el mundo no fue hecho para nosotros, como si sólo fuéramos una manada de caballos en busca de campos para pastar, o una bandada de pájaros cuando vuelan hacia el sur. Habla del espíritu que llevamos dentro, pero yo no lo he sentido durante algún tiempo. —Se puso de pie, se tambaleó y se sentó pesadamente; su rostro oscuro y marcado reflejó su cansancio—. Antes, Tengri me hablaba. Podía oír claramente lo que los espíritus me decían en sueños. Los espectros de mis antepasados eran tan reales para mí como si todavía caminaran sobre la tierra. En una ocasión me hablaron a través del chamán Teb-Tenggeri, y aunque permití que Temuge decidiera su destino, aún esperaba que Teb-Tenggeri usara su magia, a pesar de que ello pudiera significar mi propia muerte, porque me habría demostrado que lo que él afirmaba era verdad. —Bebió de su copa, y luego la dejó caer de su mano—. Cuando vi su cuerpo inerte supe que los muertos siempre habían estado silenciosos, que él no tenía manera de llegar a ellos, que tal vez no había espectros que pudieran hablarnos. Desde entonces, no he tenido paz. Rezo y nadie me responde. Busco alegría y ésta se me niega. Pienso en la tumba y tiemblo.

La desesperación de Temujin hizo que Khulan se sintiera exultante.

—Tienes esas visiones —dijo ella—, y sin embargo envías a la muerte a innumerables personas. Todo lo que yo podía esperar era que los espíritus de los muertos tuvieran finalmente un poco de felicidad, y ahora dices que no crees eso y que piensas que no existen.

—Somos pocos —dijo el Kan—, y nuestros enemigos son numerosos. Sólo podemos derrotarlos si nos temen hasta el punto de no oponer resistencia. Pero debo admitir que sus muertes me producen más alegría de la debida. Pensar que no serían nada, que sólo los esperaba el vacío… me hacía feliz.

—Pensaste que ellos se convertirían en nada —dijo Khulan—, pero que tú seguirías viviendo. Jamás creí que un hombre pudiera albergar tanta maldad. Si hubiera creído que eso era lo que nos esperaba, habría deseado dar alegría a la gente mientras aún vivía.

—Entonces eres una tonta. Si más allá no hay nada, no tiene importancia lo que hagamos aquí.

—Sí que la tiene —susurró ella—. Ahora ya no puedes contar con tu elixir. Te espera la misma muerte que infligiste a tantos otros. Tal vez ése sea un castigo adecuado.

—¿Tanto me odias?

—No te odio. Te compadezco. Temerás la muerte durante el resto de tu vida, y todo lo que los demás recordarán de ti es cuánta muerte causaste en el mundo.

—Fuera de mi vista —dijo él. Ella esperó que la golpeara, pero el hombre parecía atado a su trono—. No vuelvas a presentarte ante mí a menos que estés dispuesta a decir tus últimas palabras. No volveré a ver tu rostro.

—No temo la muerte, Temujin.

—Entonces teme lo que haré con tu vida si te atreves a desafiarme. Teme el sufrimiento que infligiré a los que amas antes de que tú mueras.

El Kan siempre cumplía sus promesas. La mujer se puso de pie y salió de la gran tienda.

Temujin trasladó su campamento al pie de las montañas Nevadas para huir del calor del verano. Siempre que Khulan lo avistaba, se volvía y se cubría el rostro, pues sabía lo que le ocurriría si la veía. Kulgan no había perdido el favor de su padre, y siempre que éste lo visitaba, ella permanecía en el interior de su propia tienda.

Ch'ang-ch'un y sus discípulos habían acompañado al Kan, quien había dispuesto un día favorable para escuchar las enseñanzas del monje. Khulan pensaba con frecuencia en ese amable anciano y en el consuelo que sus palabras podrían ofrecerle, pero no se atrevía a acercarse a sus tiendas ni a llamarlo a la de ella. Temujin escucharía todo acerca del Camino, y ella nunca sabría más de eso. También formaba parte de su castigo.

Antes de que el Kan pudiera volver a reunirse con Ch'ang-ch'un, llegó la noticia de una rebelión en el sur. El Tao fue olvidado; el campamento se llenó del tumulto de los hombres que se preparaban para el combate. Temujin marcharía con su ejército a aplastar la rebelión, a enviar más gente a la muerte que él mismo tanto temía.

Khulan no fue con las otras mujeres a despedir a los soldados; su hijo no le dijo adiós. Se rumoreaba que Ch'ang-ch'un había pedido ser dejado atrás, y el Kan le había dado permiso para que regresara a Samarkhanda. Dos días después de que las fuerzas del Kan hubiesen partido, el sabio se marchó del campamento. Ella ya no tendría oportunidad de hablar con el anciano durante la ausencia de su esposo.

Khulan todavía conservaba sus guardias, así como sus siervos y esclavas, sus rebaños, sus carros y sus demás posesiones. Temujin no la deshonraría públicamente; eso sólo demostraría su mal juicio al haberla elegido como favorita. Ella siempre sería su Khatun, viviría del botín, y los demás seguirían considerándola la amada esposa que había inspirado sus sangrientos triunfos. Eso también formaba parte del castigo.

112.

Cuando llegó el otoño, después de que el Kan derrotara al último de sus enemigos en el sur, su pueblo levantó el campamento. Rodearon la ruinosa Balkh, cruzaron el río Amu Darya sobre un puente de tablones y acamparon al sur de Samarkanda. Las tropas de ocupación, junto con los Khitan y musulmanes que gobernarían las tierras conquistadas, quedarían allí, pero casi todos los mongoles regresarían a su tierra natal.

El clima todavía era seco cuando llegaron los monjes, acompañados por A-li-hsien, el gobernador Khitan de Samarkhanda que actuaría como intérprete. Cuando Ch'ang-ch'un se dispuso a predicarle, el Kan despidió a la mayoría de los que se hallaban en el pabellón. Sólo tres de sus hombres de confianza —A-li-hsien, Liu Wen y Chinkai— tendrían el privilegio de escuchar las enseñanzas del monje.

Aunque el anciano había sido incapaz de darle la vida eterna, el Kan seguía interesado en comprender sus enseñanzas. La gente murmuraba acerca de los cambios que se habían producido en Gengis Kan. Cuando no estaba con los monjes, se dedicaba a consultar a sus consejeros y a recibir emisarios; su única diversión consistía en alguna cacería ocasional con sus halcones. Se mantenía lejos de las tiendas de sus mujeres, y Khulan recordaba que Ch'ang-ch'un le había recomendado que durmiera solo.

El Kan, decían algunos, se había vuelto más contemplativo. Khulan sospechaba que simplemente estaba más desesperado y que aún esperaba, a pesar de todo, timar a la muerte.

—Estás embarazada —dijo Khulan, que conocía los síntomas.

Zulaika levantó la vista de su costura.

—Lo sé desde hace un tiempo, señora.

Kulgan había llevado a la muchacha a su tienda un par de meses atrás. Zulaika había aceptado la orden sin protestar, de modo que Khulan no había dicho nada. Sólo se trataba de una esclava, y ahora Khulan carecía de poder para desafiar a su hijo. La muchacha había permanecido con él durante tres noches; él se había cansado rápidamente de ella, como le pasaba con todas sus compañeras de cama.

—Me complace —dijo Khulan.

La muchacha no respondió. Las otras esclavas menearon la cabeza; cualquiera de ellas se habría sentido exultante, dispuesta a reclamar cualquier privilegio que merecía una mujer que llevara en sus entrañas a un nieto del Kan.

—Me ocuparé de que te atiendan —continuó Khulan—. Estamos regidos por la Yasa, que nos impone ciertas obligaciones. Mi hijo tendrá otra mujer que le dará herederos, pero tú debes ocupar el lugar de una segunda esposa. Tendrás una parte de los rebaños de Kulgan, y esclavas que te sirvan. También tendrás tu propia tienda.

—Perdóname, señora, pero preferiría quedarme contigo.

—Hay un orden para esas cosas. Debes morar en el "ordu" de mi hijo si eres su esposa.

La muchacha bajó la cabeza.

—Sí, señora.

Khulan estaba desconcertada. Esto era lo que había producido su amabilidad y bondad; la muchacha prefería ser su esclava antes de convertirse en la esposa de Kulgan.

—Tal vez —dijo Khulan por fin—, puedas quedarte conmigo hasta que llegue el momento del parto. Le diré a mi hijo que después de eso irás a sus tiendas.

—Te lo agradezco.

Los oscuros ojos de Zulaika brillaban cuando volvió a dedicarse a la costura.

Levantaron el campamento y se trasladaron al este de Samarkhanda. Ch'angch'un y sus discípulos fueron autorizados a instalarse en su anterior morada en la ciudad, y varios miembros de la comitiva del Kan establecieron su residencia allí. Temujin, por su parte, permaneció fuera de las murallas; todo lo que deseaba de Samarkhanda podía serle enviado. El pabellón donde se reunía con sus hombres y donde escuchaba los discursos de Ch'ang-ch'un se alzaba al norte de los círculos de carros y tiendas.

Al oeste, Khulan podía divisar las cúpulas y los minaretes de la ciudad. Samarkhanda estaba ubicada en la ribera del río Zerafshan, al que el pueblo llamaba el Portador de Oro. A menudo, cuando el sol estaba alto, unos resplandores dorados centelleaban en las aguas del río que fluían desde las montañas, al oeste, en dirección a la llanura donde se erguía Samarkhanda. Khulan se sentía atraída por aquella ciudad. En otras circunstancias podría haber acudido a su esposo solicitándole permiso para alojarse en el palacio emplazado en lo alto de una colina, y él hubiera accedido a su deseo. Sus esclavas procedentes de Samarkhanda le habían hablado de los canales que llevaban agua por las calles, y de las terrazas que dominaban las huertas y los jardines. Ella habría ido a los mercados que hervían de mercaderes procedentes de Kithau, de los oasis Uighur y del oeste. A Khulan aquellas murallas se le antojaban tan inalcanzables como un espejismo del desierto.

El claro cielo otoñal pronto se volvió gris. Empezó a lloviznar. La ciudad se esfumó en la bruma, y después se desvaneció detrás del velo de la lluvia.

Después de regresar de Samarkhanda, Ye-lu Ch'u-tsai había permanecido tres días en la campamento del Kan antes de que Khulan le enviara una criada para preguntarle si podía hablar con él. El Khitan había dicho que la recibiría.

La lluvia de la tarde era más densa y fría y amenazaba con convertirse en nieve. Khulan se sintió temerosa cuando bajó de su carro y se aproximó a la tienda del Khitan. Si el Kan se enteraba de que estaba allí, quizá ordenara a su consejero que no le concediera la entrevista. Un guardia apostado en la entrada gritó su nombre, ella entró, seguida de las dos esclavas que había traído como acompañantes.

El fuego que ardía en el fogón iluminaba el interior del "yurt"; sobre la mesa baja ante la que estaba sentado el sabio había varias lámparas de aceite. Rollos y libros encuadernados se alineaban en los anaqueles, junto con frascos que contenían hierbas. Excepto por un muchacho que servía el té en unas tazas, el Khitan estaba solo.

Alzó los ojos cuando las criadas de Khulan se arrodillaron junto al fogón.

—Te saludo, Noble Dama —murmuró, y dejó su pincel junto al rollo.

—Te saludo, Sabio Consejero, y te agradezco que hayas accedido a verme. —Se sentó en un cojín a la izquierda del hombre; el muchacho le ofreció una taza de té y un plato de almendras—. He oído decir que pasaste mucho tiempo con los hombres sabios de Samarkhanda.

—Así es. Sus astrónomos son tan sabios como los que conocí en la corte.

Khulan sorbió el té. A diferencia de los otros consejeros de su esposo, Ch'u-tsai siempre se había mostrado amable con ella.

—Últimamente mi esposo parece muy interesado en el conocimiento —dijo Khulan.

—Ha estado tratando de cumplir algunas de las prescripciones del Maestro. Bebe con menor frecuencia, pero como dice tu gente, un hombre no puede sostenerse sobre una sola pierna, de modo que no ha abandonado por completo la bebida. Pasa sus noches solo, y seguramente eso es obra del Maestro, pues de lo contrario te habría honrado con su presencia. —Ch'u-tsai permaneció un momento en actitud pensativa; de pronto Khulan estuvo segura de que sospechaba la verdad—. He transcrito uno de los discursos del Maestro, tal como me pidió el Kan.

—El Maestro es un hombre sabio —dijo ella.

—En efecto —dijo el Khitan—, y también virtuoso. Ha entregado gran parte de lo que el Kan le dio a los desdichados habitantes de la ciudad. El Maestro también me ha presentado unos poemas que ha escrito. Desea que haga una versión de algunos versos. Espero que mis esfuerzos no lo desilusionen. En ocasiones, hasta los hombres más sabios carecen de talento para la poesía.

Ch'u-tsai era demasiado sutil para ella. La mujer no sabía si estaba menospreciando su propia habilidad o la de Ch'ang-ch'un.

—Me habría gustado oír una vez más las palabras del Maestro —dijo ella—, aunque no tengo la instrucción suficiente para comprender todo lo que dice.

—Muchos hombres sabios no han comprendido todo lo que dicen y escriben los maestros taoístas. Algunos dicen que sus alquimistas poseen una magia poderosa, otros que esa alquimia sólo manifiesta el funcionamiento de la naturaleza, y finalmente hay quien sostiene que se trata de una alquimia del alma y no de la materia. —Se acarició la corta barba oscura que le cubría la barbilla—. Tranquilízate, no eres la única en sentirse confusa.

Una extraña alegría, diferente de cualquiera que hubiera experimentado hasta entonces, la embargó; se sintió distanciada de sí misma, pero en paz. Le sobrevino una visión de un mundo lleno de hombres así, dispuestos a compartir su sabiduría libremente, trasponiendo las barreras que los separaban. Pero su visión pronto se esfumó; otro espejismo, otra ciudad engullida por la niebla.

—He acudido a ti, Sabio Consejero —dijo ella—, porque deseo preguntarte algo. Como tal vez sepas, esta primavera mi hijo le dará un nuevo nieto al Kan.

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