—Debe de haber venido a despedirse —dijo Kulgan señalando a su padre—. He oído que tal vez pase varios años luchando en Khwarezm. Me pregunto…
El Kan se dirigió hacia ellos, dejando atrás a sus hombres. Kulgan se lanzó a su encuentro al galope; Khulan lo siguió más lentamente. Temujin se detuvo a la sombra de un árbol solitario, y Kulgan pronto estuvo al lado de su padre. Sus dos caballos blancos, ambos engendrados por el corcel favorito del Kan, se olfatearon; Temujin había regalado el animal a Kulgan pocos meses atrás.
Los dos desmontaron y se sentaron a la sombra del árbol mientras Khulan se aproximaba. Temujin rodeó con un brazo los hombros del muchacho, que lo miraba con ojos llenos de reverencia.
—¿Eres mejor con el arco? —le preguntó Temujin.
—Soy bastante bueno.
—Mis hijos deben ser los mejores arqueros. Podrías ser mejor si practicaras más en vez de pasar tanto tiempo con tu madre.
Kulgan se sonrojó.
—Estuve fuera apacentando los animales hasta ayer. Sólo salí a cabalgar con madre porque ella me lo pidió.
En otro tiempo el muchacho también miraba a Khulan con la misma expresión admirativa; ahora esas miradas sólo estaban dedicadas a Temujin.
—Os dejaré solos para que habléis —dijo ella—. Debo ocuparme de la cocina, para que tú y tus hombres comáis bien esta noche.
—Para eso tienes criadas y esclavas —dijo el Kan—. Ya haces suficiente trabajo. Siéntate con nosotros.
Khulan demontó y se sentó al lado de su hijo.
—Tienes trece años, Kulgan —dijo Temujin.
—Casi catorce.
—Quiero que vengas conmigo a Khwarezm —anunció el Kan. Ante la exclamación de asombro de Kulgan, agregó—: Ayudarás a cuidar los caballos de recambio. Verás lo que es la guerra.
Kulgan sonrió.
—Te demostraré que puedo combatir muy bien.
Khulan bajó los ojos. Sabía que ese día tenía que llegar, pero no había motivo para que el muchacho se mostrase tan contento de dejarla para marcharse a luchar y a matar. Tal vez cuando ella volviera a verlo ya sería un hombre, endurecido por los combates. Khulan había deseado creer que las cosas serían de otra manera, pero sus esperanzas se habían esfumado. Había visto a los eruditos de Khitan, que preferían sus rollos a las armas, y había pensado que tal vez su hijo se convertiría en un hombre así. Si ella hubiera podido mantenerlo alejado de la guerra un tiempo mas…
Rozó el brazo de Kulgan, el muchacho rehuyó la caricia.
—Será mejor que te prepares practicando tiro con arco —dijo Temujin—. Ve a buscar a mis hombres y muéstrales lo que sabes hacer. A la hora de comer quiero oír cómo elogían tu puntería.
—Lo haré bien. —Kulgan se puso de pie y corrió hacia su caballo—. ¡No erraré ni una sola vez! —gritó mientras se alejaba.
Temujin apoyó la espalda en el árbol.
—Cumplirá el juramento —dijo—. Tiene un espíritu fuerte. Ni siquiera las riendas de su madre han logrado domarlo.
—Es tu hijo, Temujin.
El muchacho seguiría al Kan a cualquier parte, como todos los hombres, como lo había hecho Nayaga.
Temujin tomó el rostro de la mujer entre sus manos.
—Mi bella Khulan.
Siempre que ella estaba sentada cerca de él, Temujin le tomaba la mano o la atraía hacia sí. Los hombres cantaban canciones y recitaban poemas acerca del Kan y de lo mucho que ella lo amaba. ¿Cómo podía ser de otra manera, si él era el más grande de los hombres?
—Echaré de menos a Kulgan —dijo la mujer.
—No lo echarás de menos. No me privaré de mi esposa favorita durante una guerra que puede llegar a ser larga. Vendrás conmigo, Khulan. —Le sonrió, pero en sus ojos había una sombra de malicia—. ¿Acaso no te complace?
—Siempre te he obedecido —dijo ella—. Nunca te he pedido nada.
—¿Cuándo has tenido necesidad de pedir? Tus tiendas están colmadas de las riquezas que he ganado para ti, y ni siquiera podrías contar tus rebaños. Te he dado mucho, pero para ti es sólo una mota de polvo. Tal vez ha llegado el momento de que veas más de cerca el esfuerzo que hago para brindarte tantas comodidades.
—Por favor…
Él la asió con fuerza de la barbilla.
—Te quiero en mi tienda, deseo que seas mi esposa principal en Khwarezm, y tú desdeñas ese honor. Este cortejo ha durado demasiado, Khulan. Te amo más de lo que he amado a cualquier mujer, pero tú eres fría conmigo. No me interesa el motivo, ni si se trata de amor o de odio. Vendrás conmigo y nunca estarás lejos de mí. Verás a tu hijo convertirse en un guerrero.
Disfrutaría viéndola llorar, viéndola suplicar.
—Si es tu voluntad —respondió ella—, iré.
Los jinetes eran como langostas que cubrían la tierra. Escupían fuego y bebían sangre; eso decían los campesinos que habían llegado en masa a las puertas de Bukhara. Los refugiados se habían instalado en el "rabat", el suburbio y los jardines de placer que bordeaban la ciudad principal. Los invasores les pisaban los talones.
Zulaika, oculta detrás de un trellis, espió a través de la enredadera y escuchó mientras hablaban los hombres que acompañaban a su padre.
—El ejército enemigo es grande —decía un hombre—, pero muchos son cautivos a los que envían al frente para que reciban los primeros golpes.
Poco tiempo atrás les había llegado la noticia de la caída de Otrar. El sitio a aquella ciudad fronteriza había durado varios meses. Su padre había creído que resistiría, pero había sido tomada y, según se rumoreaba, su gobernador Inalchik había sido ejecutado introduciéndole plata fundida en los ojos y en las orejas. Ahora los bárbaros habían llegado a Bukhara.
—Un hombre me dijo que habían tomado Sighnagh —comentó otro—. ¿Se tratará del mismo ejército?
—Deben de haber dividido sus fuerzas —masculló uno de los hermanos de Zulaika—. En ese caso, rechazarlos resultará más fácil. El Shah, bendito sea, también ha dividido sus fuerzas para proteger las ciudades.
—Tal vez habría sido mejor que hubiera lanzado todas las fuerzas contra esos salvajes desde un principio —dijo un mercader.
—Podemos resistir un asedio —dijo el padre de Zulaika—. La guarnición de la fortaleza nos protegerá, si Dios lo quiere.
Las esclavas sentadas con Zulaika permanecían en silencio. En el jardín reinaba la paz. Los hombres con turbante que visitaban a Karim, el padre de Zulaika, estaban reclinados en sus cojines cerca de la fuente de mármol, con el mismo aspecto de siempre. Su padre parecía más preocupado por las transacciones comerciales que perdería durante un asedio prolongado que por la batalla en sí misma. Si Dios lo quería, los jinetes se cansarían del asedio y se contentarían con arrasar los campos circundantes.
Los hombres murmuraban entre sí, y después sus dos hermanos y otros huéspedes se despidieron. Generalmente se quedaban más tiempo, hasta que las sombras se alargaban debajo de los árboles y el llamado crepuscular a la oración se dejaba oír desde la mezquita. Pero ese día parecían ansiosos por regresar a sus hogares, para asegurarse de que allí todo estaba bien.
—Comprad toda la comida que podáis —decía Karim—. Los precios ya son más altos que ayer.
La joven supo entonces que en realidad su padre tenía más miedo del que manifestaba.
Fuera de la muralla con siete puertas que rodeaba al "shahristan", el centro de Bukhara, y de la muralla de doce puertas que rodeaba el "rabat", se erguía la ciudadela, con sus muchas torres y una extensa muralla. El enemigo atacó la fortaleza de la ciudadela durante tres días, arrojando piedras con catapultas y escalando las murallas. Los miles de mercenarios turcos del interior consiguieron resistir el asalto.
Entonces, después del tercer día, casi toda la guarnición huyó de la fortaleza al amparo de la noche, tal vez por miedo, o quizá para atrincherarse en otra parte junto con más tropas.
Aziz, el hermano de Zulaika, fue con la noticia al padre, pero sus esclavos ya se habían enterado antes, en la calle. Karim se disponía a salir de la casa cuando llegaron los dos hombres.
—En la fortaleza aún quedan algunos cientos de hombres —dijo Aziz. —No podemos resistir—replicó Karim—. El enemigo asaltará el "shahristan". Se dice que Gengis Kan no mata a los que se entregan.
Su hermano se acarició la barba.
—Rendirnos a esos hombres tal vez nos cueste demasiado.
—No más de lo que ya nos ha costado —replicó Karim—. Me reuniré con los imanes para ver si podemos comprar un poco de clemencia.
Una de las esclavas que estaba detrás del trellis gimió. Zulaika retorció la enredadera entre sus dedos.
Karim sólo volvió a la casa para dormir. Por la mañana, partió con la delegación que ofrecería la gema de Bukhara a los enemigos.
Llegó la noche y Karim no regresó. Los criados de la casa susurraban, comentaban los términos de la rendición y hablaban de los jinetes que entrarían al día siguiente en la ciudad. Zulaika durmió inquieta, preguntándose qué exigirían los invasores.
Despertó en medio del silencio. Habitualmente, desde su habitación podía oír el ruido de las mujeres y los muchachos que cumplían con sus deberes matinales. Se vistió a toda prisa y recorrió todas las habitaciones, sin encontrar a nadie. El jardín estaba vacío; hasta la nueva concubina de su padre y el muchacho que solía compartir su lecho habían desaparecido.
Durante sus trece años de vida, Zulaika jamás había salido sola de la casa. Antes de que muriese, su madre la había acompañado al bazar, y desde que ya no estaba con ellos había ido allí en compañía de una muchacha y un muchacho esclavos, tan cuidadosamente velados como ella misma. Aunque estuviera sola, tal vez se encontrase más a salvo en las calles. Fuera, oía el tumulto de una multitud. Los soldados enemigos podían saquear la casa en busca del oro que su padre tenía enterrado.
Zulaika se veló el rostro, se cubrió con un largo "chador" negro y fue hasta la puerta. Apenas la cerró a sus espaldas se encontró atrapada por la muchedumbre que atestaba la calle y avanzaba a empujones. Pasó frente a las casas y los jardines en dirección a los comercios que estaban próximos a la mezquita. Un grito brotó de la multitud; por encima de las cabezas, Zulaika alcanzó a ver una hilera de lanzas.
La muchedumbre súbitamente se separó. La joven oyó gritos y se vio empujada a un lado de la calle por la gente que huía. Unos jinetes trotaron por la calle empedrada; sus ojos eran oscuros y rasgados, tenían una piel tan parda como el cuero, narices chatas y largos y finos bigotes que caían sobre el labio superior. Sus cuerpos eran tan robustos que parecían deformes; no había en ellos nada de humano.
El hombre que iba al frente gritó unas palabras en una lengua extranjera a los "mulá" que estaban en la puerta de la mezquita.
—El Gran Kan pregunta —dijo un hombre que estaba junto al enemigo— si éste es el palacio del Shah Muhammad.
—No lo es —replicó un "mulá". Es un lugar sagrado, la Casa de Dios.
—No hay pasto para nuestros caballos en la campiña. El Kan ha ordenado que los alimentemos.
Zulaika observó, horrorizada, cómo los jinetes entraban en la mezquita. Algunas de las mujeres veladas que la rodeaban intentaron huír, pero sólo consiguieron que las arrojaran contra la muralla del templo. La joven se esforzó por mantenerse en pie, temiendo que la aplastaran si caía. Los bárbaros llenaron la mezquita; los jinetes daban lanzadas a la multitud. Zulaika fue empujada hacia la entrada y la traspuso a trompicones.
El patio estaba lleno de hombres y caballos. Los guerreros con cascos atrapaban a las mujeres, desgarrándoles el velo y el "chador". Zulaika esquivó una mano que se tendió hacia ella. Los imanes de turbante blanco gemían mientras las cajas enjoyadas eran colmadas de grano y colocadas delante de los caballos. Había rollos desparramados sobre los mosaicos. Dios los castigaría por aquello, por mancillar la mezquita y por arrojar al suelo el Sagrado Corán. Eruditos con turbante eran obligados a llevar grano a los caballos mientras otros servían jarras de vino a los bárbaros.
Una mano la cogió por el "chador" y se lo arrancó; Zulaika se sostuvo el velo, lo perdió, y se abrió paso a empellones entre la gente hasta que estuvo cerca del púlpito. El hombre que había encabezado a los jinetes subió los peldaños, seguido por otros dos, y se volvió para enfrentar a la multitud que llenaba el patio. Alzó un brazo; el ruido se acalló hasta que sólo se escucharon sollozos ahogados y el relinchar de los caballos.
El hombre empezó a hablar en su áspera lengua. Con sus hombros anchos y sus piernas arqueadas, era como los demás, pero sus ojos eran de un amarillo verdoso, como los de los gatos. A su lado había otro bárbaro y un hombre de barba que bien podía pertenecer al pueblo de la joven, aunque llevaba coraza y casco como los enemigos.
El hombre de ojos pálidos guardó silencio; entonces, habló el de barba:
—El Gran Kan os dice estas palabras —gritó—, a vosotros y a toda Bukhara, que le ha abierto las puertas. Este pueblo ha cometido graves pecados. Miradme y sabed quién soy. Soy el castigo de Dios, y nada podéis hacer para defenderos de Su poder.
Debía de ser verdad, pensó Zulaika: Dios los había abandonado. Súbitamente la empujaron hacia los peldaños. Una mano la aferró de la muñeca, arrastrándola hacia el púlpito; ella lanzó un alarido cuando un rostro de ojos amarillos la acechó desde arriba. El patio se llenó de los gritos de los bárbaros y los chillidos de las mujeres. Un hombre la arrojó al suelo y le levantó la ropa hasta las caderas. El peso del hombre la aplastó contra la plataforma de mosaicos mientras un dolor agudo le desgarraba las entrañas. Un espíritu maligno la poseyó; no había nadie para protegerla. Su alma había entrado en el oscuro reino del castigo.
El Azote de Dios y sus esbirros celebraron hasta que el sol estuvo alto en el cielo. Los hombres educados de Bukhara llevaron más vino a los bárbaros y pusieron más grano ante sus caballos en las cajas que antes habían contenido los rollos del Corán. Las muchachas que cantaban en la ciudad fueron obligadas a danzar antes de que los soldados del Gran Kan se lanzaran sobre ellas. Zulaika estaba sentada a los pies del Kan; siempre que se movía, la mano del hombre la cogía por los cabellos y la echaba hacia atrás. La había violado dos veces, y sus ropas estaban manchadas de sangre. Ahora él se reía y bebía, aparentemente contento de contemplar los excesos de sus hombres.
La vergüenza casi la estaba matando. Se preguntó vagamente si su padre y sus hermanos estarían en el patio y habrían sido testigos de su desdicha. Recibió un puntapié en el costado; el Kan se había puesto de pie y caminaba hacia los peldaños, donde le alcanzaron un caballo; el hombre montó y cabalgó a través de la multitud apiñada.