Otros salieron de los "yurts" para reunirse en torno al Kan. Estaba el viejo Munglik, cuya lealtad había sido comprada a través del matrimonio con la madre de Temujin, y Jurchedei, quien antes había seguido a Jamukha. Borchu y Jelme, con rostros más viejos y más oscuros, seguían siendo las sombras de Temujin. Estaba Khorchi, quien había servido a Jamukha hasta que un sueño le dijo que Temujin sería el Kan mongol. Khasar también se encontraba entre aquellos hombres; Jamukha desvió los ojos. Todos ellos se alegrarían de verlo morir.
Ogin dio un paso al frente.
—Venimos en son de paz, oh Kan.
Temujin entrecerró los ojos.
—Ya vinisteis antes trayendo las palabras de mi "anda". Ahora quiero oír por qué lo traéis a él.
—Ya no podemos oponernos a ti —replicó Ogin—. Todos los hombres de Jamukha lo han abandonado. Fuimos leales a él y nos ha conducido a la ruina. Ahora deseamos ofrecerte nuestras espadas. —Hizo una reverencia, Jamukha observó la espalda del joven, imaginando la sonrisa insolente de Ogin—. Todo cuanto rogamos es que nos dejes servirte. Se dice que Gengis Kan es un hombre generoso. Tal vez nos demuestre su gratitud por haberle traído a su enemigo.
—Os recompensaré como merecéis —murmuró Temujin.
—Nada pedimos —dijo apresuradamente Ogin—, pero si te parece adecuado…
—Estos cuervos han capturado un pájaro —dijo Jamukha—. Los sirvientes han alzado la mano contra su amo.
Ogin lo miró y luego se volvió hacia Temujin.
—Ahora ya no le debemos nada —dijo otro de los hombres de Jamukha—. No es más que un bandido que vive de lo que encuentra. Haz lo que quieras con él, mi Kan… te ofreceré mi juramento de lealtad.
—Cayeron sobre mí —dijo Jamukha—. Les dije que podían olvidar el juramento que me habían hecho, si es que querían unirse a ti, pero prefirieron romperlo. —Miró a Temujin a los ojos—. Mi "anda" sabe qué es lo que se merece un hombre que obra de ese modo.
No esperaba clemencia para sí, ya no importaba lo que dijera.
Temujin miró a sus hombres.
—Me habéis oído decir esto antes —dijo el Kan—. ¿Cómo podemos confiar en hombres así? ¿Cómo podemos tener fe en los que traicionan a su propio jefe? —Hizo un gesto con la mano. Ogin cayó hacia atrás cuando dos soldados lo apresaron, otros rodearon rápidamente a sus cuatro compañeros. Temujin agregó—: Los hombres así deben morir.
Las cabezas rodaron de inmediato. El Kan miró una y la pateó.
Jamukha estaba a punto de arrodillarse cuando Temujin agitó un brazo.
—Liberad a mi "anda" de sus ligaduras.
Un hombre cortó las cuerdas que ataban las muñecas de Jamukha. Éste se sacudió, perplejo. Jurchedei frunció el entrecejo; Khasar parecía a punto de protestar.
—Mucho tiempo atrás Jamukha y yo hicimos un juramento sagrado —prosiguió el Kan—. Prometimos que nada se interpondría entre nosotros, y ahora mi "anda" ha vuelto a mí. —Se acercó a Jamukha y lo rodeó con sus brazos. Jamukha estaba demasiado sorprendido para reaccionar.
—Quiero hablar a solas con él —dijo el Kan.
Antes de que alguien pudiera decir nada, ya conducía a Jamukha al interior de su tienda.
Temujin señaló un cojín y luego se sentó junto a Jamukha; permaneció en silencio durante largo tiempo. Su "anda" pensó que jugaría un rato con él antes de pronunciar su sentencia.
—Jamukha. —Temujin se inclinó hacia adelante; sus ojos pálidos centelleaban—. Hicimos un juramento. Fuimos como dos ruedas del mismo carro. Ni siquiera cuando nos separamos olvidé a mi "anda", ni cuán próximos estábamos. Cuando luché contra ti, la idea de que pudieras morir me atormentaba. Aun siendo enemigos me enviaste un mensajero para advertirme del peligro. Nunca quise luchar contra ti.
Jamukha no podía hablar.
—Ahora —continuó Temujin—, mi mayor deseo es que seamos otra vez hermanos, que seas uno de los más próximos a mí, que me aconsejes cuando sea necesario. Fuiste mi amigo cuando yo no tenía ninguno, te uniste a mí cuando los Merkit me obligaron a huir de mi campamento. Ahora tengo muchos Nokor, pero ninguno está tan próximo a mí como estuviste tú cuando éramos muchachos. Un Kan puede sentirse muy solo, incluso en medio de un ejército que lo obedece. Todavía echo de menos a mi "anda" cuando busco alivio a mi soledad.
—Juré ser tu "anda" cuando éramos muchachos. —dijo Jamukha con voz entrecortada—. Renovamos nuestra promesa bajo el gran árbol a cuya sombra bailó Khutula Kan, y compartimos la misma manta. Después, otros sembraron la semilla de la duda entre nosotros y cortaron el vínculo que nos unía. La vergüenza ha quemado mi rostro más que el viento feroz de las estepas, y me resultaba imposible mostrarte mi cara en la derrota. Ahora me dices que puedes perdonar todo eso.
—Te he perdonado, hermano, y anhelo salvarte la vida, pero no puedo hacerlo.
Jamukha desvió la mirada.
—Oh, sí —dijo—. Ahora que te has vuelto más grande que Khutula y que cualquier otro Kan que haya existido, ahora que has convertido a todas las tribus en un "ulus", ya no te sirvo. Tus pensamientos estarían turbados durante el día, y tus sueños durante la noche. Yo sería un insecto picándote en el cuello, o una espina bajo tu camisa.
—Fuimos hermanos. —Temujin le cogió el brazo, después lo soltó—. Te dejé porque temía que te volvieras contra mí, y tú me dejaste creyendo que no podíamos gobernar a nuestro pueblo juntos. Éramos jóvenes entonces y estábamos dominados por la pasión de los jóvenes; ahora me digo que todo podría ser diferente. Saber que podemos volver a ser amigos me proporciona más alegría de la que jamás he experimentado; sin embargo, sé que eso es imposible. Otros se interpondrían entre nosotros una vez más.
—Cuando me entregaron a ti, creí que me torturarías —susurró Jamukha—, y tu perdón es tan insoportable como el más pesado de los yugos.
—No pronuncio estas palabras para atormentarte.
Todavía había en él rastros de aquella debilidad que Jamukha había observado mucho tiempo atrás, una reticencia a ser tan duro como debía serlo un Kan. Sin embargo, se endurecía para hacer lo que era su obligación.
—Podrías haberme liberado, Temujin —dijo—. Ya no puedo luchar contra ti. Pero no mostrarás tanta debilidad ante tus hombres. Quieres que te consideren noble y generoso aun cuando me castigues.
—¡Jamukha! —la voz del Kan fue dura.
—Tu madre es sabia, y a tu lado cabalgan tus hermanos y muchos hombres valientes. Yo perdí a mis padres siendo niño, no tengo hermanos y no pude confiar en quienes me seguían. Es evidente que Tengri siempre te ha favorecido.
Temujin le cogió una mano.
—Lo habría compartido todo contigo si me hubieras ofrecido tu juramento.
—Y me habrías llamado hermano, pero sólo hubiese sido tu siervo. En tu mundo no hay lugar para nadie que no se incline ante ti. —Jamukha se desasió de la mano de su "anda" y se puso de pie—. No encuentro placer en un mundo gobernado por ti. Ahora sólo te pido que me permitas morir sin que se derrame mi sangre. También te hago otra promesa, Temujin. Cuando mis huesos hayan sido sepultados, mi espíritu te vigilará. Mi espectro te recordará el precio que tuviste que pagar por tus victorias. No es fácil escapar de un espectro. —Pronunció estas palabras como si se tratase de una maldición.
Temujin se puso lentamente de pie. Las arrugas de su rostro parecían más profundas, sus ojos más opacos. Salieron juntos de la tienda. Los cadáveres de los que habían traicionado a Jamukha habían sido retirados, pero sus cabezas aún permanecían ahí. Los hombres que estaban cerca de la tienda se pusieron de pie; Borchu y Jelme se acercaron a Temujin.
—Mi "anda" me abandonó —dijo el Kan con voz temblorosa—, habló en mi contra y luchó contra mí. Pero no creo que verdaderamente haya querido mi muerte. Me dice que está cansado de la vida, pero temo ordenar su muerte. Es mi "anda",y si le matase una maldición caería sobre mí.
—La primera vez que te ataqué —dijo Jamukha—, olvidé el juramento que te había hecho. —No estaba dispuesto a suplicar por su vida—. Merezco ser castigado por ello.
—Así es. —A Temujin le costaba pronunciar aquellas palabras—. Cuando Taychar, el primo de Jamukha, robó los caballos de uno de los nuestros y el dueño los recobró, Jamukha olvidó su juramento de "anda" y me atacó. Tal vez eso sea motivo suficiente para que no merezca vivir. —Alzó una mano—. Que Jamukha muera como quiera, sin que se derrame su sangre. Lo enterraremos en una ladera alta con todos los honores y su espíritu vigilará sobre nuestros descendientes.
Los hombres rodearon a Jamukha y se lo llevaron. Temujin ocultó su rostro en el hombro de Borchu y todos pudieron oír su gemido.
El aire era claro y limpio. Cuando salieron del círculo de tiendas, uno de los hombres que iba con Jamukha extrajo de su cinturón una cuerda de seda. Temujin lo recordaría, y lloraría por él. Esa sería la venganza de Jamukha.
Una mano lo empujó hacia adelante. El hombre que tenía la cuerda se colocó detrás de él. Jamukha sonreía mientras el lazo se cerraba alrededor de su cuello.
Kokochu había volado al cielo y había vuelto a la tierra. Las voces que le habían murmurado guardaban silencio ahora, pero una presencia seguía próxima, revoloteando detrás de él. Se volvió y le pareció atisbar una sombra. Kokochu estaba seguro de que la presencia era un espectro que aún no había querido revelársele.
Sobre la montaña, el enorme cuenco del Cielo Eterno era claro y azul debajo, la tierra cubierta de nieve era tan cegadora como la luz del cielo. El "yurt" que se levantaba cerca de la montaña era una mancha negra sobre la blancura; los dos chamanes que Kokochu había traído con él estarían dentro, esperando.
Kokochu se puso de pie y descendió lentamente la ladera, sintiendo la presencia invisible que lo seguía. Le dolían los músculos; mientras duró el estado de trance había sido incapaz de moverse. Teb-Tenggeri lo llamaban todos, el Celestial; nadie sabría nunca el precio que pagaba por sus artes, de qué modo los espíritus que lo elevaban al éxtasis lo desgarraban por dentro en otros momentos.
El llamado le había llegado cuando era niño. Los espíritus lo habían sacado de la tienda de su padre y lo habían conducido a un bosque, y Kokochu había muerto allí, bajo los árboles, gritando mientras su cuerpo era desmembrado ante sus propios ojos por pájaros monstruosos y su espíritu se elevaba y vagaba entre los muertos. Los espectros de sus antepasados le habían chillado, y después el espíritu de un chamán lo había guiado hasta un gran árbol. Él había subido por las ramas hasta el cielo y se había unido a una esposa-espíritu antes de regresar a su cuerpo y descubrirse entero. Su padre Munglik lo había encontrado allí, y había llorado al ayudar a Kokochu a montar en su caballo.
Kokochu había comprendido el significado de sus visiones; que tendría que seguir el camino de los chamanes. Si no aceptaba el llamado, los espectros de los chamanes del pasado lo acosarían con sueños de muerte, dolor y desesperación. Los demonios lo llevarían a la locura si se negaba a someterse a su destino.
Tres caballos blancos estaban atados fuera del "yurt". Su hermanastro Temujin se los había regalado como parte de la recompensa por los augurios que había leído el otoño anterior. Kokochu había advertido las fracturas de los huesos quemados antes de dar su asentimiento a la campaña emprendida por el Kan contra los Tangut de Hsi-Hsia.
Ese otoño, un ala del ejército mongol había cruzado el Gobi y había atacado el sur de Hsi-Hsia, siguiendo la misma ruta que habían usado antes otros agresores. En Kansu, entre la arena y la desolación del paraje, llegaron a los oasis marcados por las caravanas comerciales. Allí, entre sauces y álamos verdes, la gente que vivía tras las murallas y que atendía los campos vivía a lo largo de los canales de riego.
El ejército despojó los campos de maíz y mijo, se dio un banquete con los gordos melones que habían madurado sobre rocas planas y se apoderó de los camellos blancos que poseían los habitantes de la ciudad. De acuerdo con las órdenes del Kan, siguieron hacia el río Amarillo y hacia la ciudad de Ning-hsia, pero los Tangut se protegieron tras las murallas de ésta. Finalmente, los mongoles se retiraron, pues no tenían ejército contra el que luchar.
Tal como Kokochu había predicho, Temujin no logró una verdadera victoria, pero eso no había sido el propósito de la campaña. Los mongoles habían conseguido botín, habían perturbado el comercio del que dependían las ciudades Tangut y habían aprendido que una acción bélica prolongada contra un pueblo sedentario debía conducirse de manera diferente. Volvieron a sus campamentos con cautivos, entre ellos bellas muchachas Tangut, artesanos que serían esclavos, hombres de túnicas amarillas y cráneos afeitados que hacían girar ruedas mientras rezaban y pastores para cuidar de los rebaños. Las "yurts" se llenaron de prendas de pelo de camello blanco, recipientes con granos, piedras negras de "kara" que serían quemadas como combustible, platos hechos con un material más delicado que los de piedra o madera y ornamentos de jade. Lo que habían conseguido les hacía prever aún más. Los Tangut estaban heridos; más tarde o más temprano caerían de rodillas. Cuando Hsi-Hsia se sometiera al Kan, se abriría un camino hacia las tierras ricas de los Kin.
Kokochu había recibido su parte del botín, y sabía que muchos murmuraban que sólo servía al Kan por el modo en que éste lo recompensaba. Ellos no comprendían. Los halcones, las gemas, los rebaños que pastaban fuera de su campamento y las muchachas que se llevaba a la cama no podían compensarlo por los trances que le sobrevenían inadvertidamente, por los espíritus que entraban en él y lo obligaban a pronunciar sus palabras. Sus posesiones no podían proporcionarle el éxtasis que lo elevaba hasta el cielo, no servian para que sintiese la presencia de Dios dentro de él. Había chamanes que no sufrían como Kokochu, pues podían regresar de su viaje entre los espíritus y vivir fácilmente entre los suyos. No era éste su caso: sus padecimientos eran prueba de que él estaba destinado a un camino más duro y solitario.
Si no podía tener amor, al menos podía aliviarse con esclavas; si no podía tener verdadera amistad, se conformaría con el respeto nacido del miedo. Sin sus recompensas, los que le temían sólo podrían despreciarlo; si el Kan no lo honrara, los demás creerían que los espíritus lo habían abandonado y que ya no hablaban a través de él. Muchos podrían envidiarlo, pero ninguno había elegido su camino. Un hombre o mujer marcado como chamán tenía que aprender muchos hechizos y sortilegios, y siempre viviría apartado del resto. Los demás necesitaban su pericia, pero Kokochu también había percibido el resentimiento y el odio detrás de sus sonrisas. Los que sabían poco siempre odiarían a los que sabían más; los que temían a los espíritus aborrecían a los que podían invocarlos.