Al alba, el ejército Naiman avanzó a través de la estepa. Bai Bukha, rodeado de su retaguardia, observó desde una colina a los hombres que avanzaban. El pabellón de Gurbesu era una brillante mancha blanca contra las rocas negras del monte Nakhu.
El Tayang se inclinó en su montura; Jamukha lo observó y después miró hacia abajo. Los mongoles avanzaban en filas cerradas, tan juntos como la hierba de las praderas. Mientras observaba, la caballería ligera de la fuerza Naiman cargó contra ellos. Durante un instante, mientras corrían al galope, Jamukha creyó que los Naiman podrían derrotar al enemigo; las flechas volaron mientras la caballería pesada, en el centro del ejército Naiman, defendía su posición detrás de los arqueros.
"Bai Bukha —pensó Jamukha—debería adelantar ahora su retaguardia para estar preparado cuando los mongoles retrocedan". Entonces, repentinamente, los arqueros Naiman del ala izquierda empezaron a retirarse, disparando desde las monturas mientras los mongoles los perseguían.
El Tayang se irguió en los estribos.
—¿Quiénes son esos hombres que acosan como lobos a nuestra vanguardia? —preguntó a viva voz.
Jamukha vio el miedo reflejado en el rostro de Bai Bukha, y casi cayó en la desesperación.
—Conozco a esos guerreros —se oyó decir—. Están conducidos por los hombres a los que Temujin denomina sus Cuatro Perros. Se llaman Jebe, Kubilay, Jelme y Subotai, y se dice que el día de la batalla ansían carne humana. No puedes huir de ellos, Bai Bukha. Haz avanzar a tu retaguardia y que los obliguen a retroceder.
El Tayang hizo una mueca.
—¿Cómo puedo ordenar un avance si estamos retrocediendo? —. Lanzó un grito a otro hombre, que enarboló una bandera de señales.
El Tayang comenzó a retirarse hacia la montaña. Ya estaba a su sombra cuando Jamukha lo alcanzó. La parte central del ejército Naiman aún defendía sus posiciones, pero las alas izquierda y derecha de los mongoles empezaron a encerrarlos, respaldando a las fuerzas de los Cuatro Perros de Temujin. Desde donde estaba Jamukha, incapaz de oír los gritos de los heridos y los caídos, el silbido de las flechas y el fragor de la batalla, parecía que los hombres sólo estaban dedicados a un juego.
—¿Quién comanda esas tropas? —gritó el Tayang—. Están cortando nuestras filas como si fueran una espada…
—Las conduce mi "anda" Temujin —respondió Jamukha—. Cae sobre nosotros ahora como un halcón hambriento. Defiende tu posición, Bai Bukha. Debes obligarlos a retroceder antes de que lleguen a la montaña. Detrás de él hay otros… Ias fuerzas conducidas por su hermano Khasar, cuyas flechas dan en el blanco desde gran distancia, hiriendo a varios hombres. Y también están los guerreros conducidos por Temuge Odchigin. Lo llaman el Perezoso, pero nunca llega tarde al combate.
El cielo se oscurecía. Las banderas de señales flamearon una vez más el Tayang y su guardia real ascendieron la montaña hasta quedar ocultos por los árboles. Guerreros Naiman, en retirada, pasaban corriendo a la derecha y a la izquierda de Jamukha; como el enemigo se desplegaba a ambos lados y las tropas de Temujin empujaban en el centro, en realidad no tenían otro lugar para retirarse. Las alas del ejército mongol se cerraron como pinzas, empujando sin cesar a los Naiman hacia la montaña; los hombres y caballos caídos parecían muñecos rotos. A través de una brecha de las líneas enemigas, los Merkit liderados por Toghtoga Beki se desplazaron hacia el norte, abandonando a sus aliados. Los mongoles empujaron a los Naiman ladera arriba, y después rodearon la montaña.
La voluntad del cielo era evidente. Jamukha recordó el día en que había danzado con Temujin bajo el gran árbol, cuando ambos habían jurado que nunca se separarían. Desde entonces, cada una de las armas que había lanzado contra Temujin se había vuelto contra Jamukha; con cada golpe sólo había conseguido incrementar el poder y la fuerza de su anda. El Tayang sería un arma más de su fracaso.
Permaneció en su caballo rodeado de sus hombres, sin moverse, sin hablar, a medida que caía la noche, escuchando los gritos de guerra de los vivos y los gemidos de los moribundos, mientras más hombres huían ladera arriba.
—Esta batalla está perdida —dijo finalmente Jamukha—. Si deseamos escapar, debemos hacerlo al amparo de las sombras. El enemigo habrá rodeado completamente el monte Nakhu antes del alba.
—Entonces deberemos huir una vez más —masculló un hombre—. ¿Y hacía dónde escaparemos ahora?
Jamukha alzó una mano.
—Os he fallado —dijo. Nadie lo negó—. Os libero del juramento que me habéis hecho. Si os quedáis para entregaros, recordad que Temujin ha perdonado con frecuencia a los que han sido leales a sus jefes, de modo que es posible que sea clemente con vosotros. Para mí habrá poca clemencia si caigo en sus manos.
Su caballo avanzó lentamente ladera abajo, unos pocos hombres lo siguieron. No se volvió para mirar a los otros. Su caballo se detuvo y Jamukha hizo una seña a Ogin.
—Quiero que lleves un mensaje —dijo—. Cuando la oscuridad impida que la batalla continúe, te presentarás ante… es decir, si estás dispuesto a hacer esto por mí.
El otro hombre se golpeó el pecho.
—Sigo estando a tus órdenes, Gur-Kan.
Jamukha hizo una mueca de disgusto al escuchar aquel título que ya nada significaba.
—Dirás esto: "Yo, Jamukha, he llenado de temor el corazón del Tayang con mis palabras. Él se oculta en las montañas, demasiado aterrado para enfrentarse a ti, y mis palabras fueron las flechas que lo hirieron. Cuídate, amigo, y la victoria será tuya. Debo abandonar a los Naiman ahora. Esta batalla ha terminado para mí".
Ogin repitió el mensaje y luego dijo:
—¿Quieres que le pida una respuesta?
—Ninguna respuesta que él pueda darte cambiará el curso de los acontecimientos. Cabalgaremos hasta las montañas Tangnu. Síguenos cuando hayas entregado el mensaje.
Ogin empezó a bajar la montaña. Cuando desapareció, Jamukha condujo a los otros ladera abajo, negándose a pensar en los poquísimos hombres que lo seguían.
Durante la noche, los Naiman que habían logrado subir la montaña buscaron una vía de escape. Cuando el Tayang empezó a descender con su guardia, todo lo que se veía abajo eran formas oscuras e inmóviles como troncos. Todo era silencio: ya habían cesado los gritos y los gemidos.
Gurbesu no huyó. Algunas de las mujeres que la acompañaban habían escapado con todo lo que habían podido llevar con ellas; las otras se quedaron, aunque llorando. Los soldados que la protegían se negaron a abandonarla a pesar de que ella les dijo que eran libres de marcharse.
Ahora que la batalla estaba perdida, no era necesario ser muy valiente para enfrentar la ira de Dios. Ella había hecho todo lo que había podido por su pueblo, y había fracasado; ahora compartiría su destino.
Las hogueras de los mongoles centellearon en la llanura hasta el amanecer. Para entonces, los Naiman que no habían huido ya ocupaban sus posiciones al pie de la montaña. Sorprendida, Gurbesu vio los estandartes y pabellones de su esposo y de su guardia. Tal vez el Tayang había encontrado su coraje, o quizá los hombres que lo acompañaban se habían negado a emprender la retirada.
Los mongoles atacaron cuando el sol empezaba a asomar en el horizonte. Cuando Gurbesu vio que la guardia del Tayang se replegaba, supo que Bai debía de estar herido. Los mogoles se cerraron en torno a ellos, lanzando mandobles y desmontando hombres con sus lanzas. Una nube de flechas silbó hacia la cornisa en la que estaba el pabellón de la mujer, y luego cayó sobre los Naiman, más abajo.
Los arqueros mongoles cabalgaron hacia la cornisa. Varios guardias cayeron, atravesados por las flechas; los otros trataron de repeler el ataque. Gurbesu aprestó su arco y apuntó; la flecha dio en el ojo de un enemigo. De pronto, sintió un dolor agudo en el hombro; una flecha se le había clavado debajo del omóplato. Las otras mujeres gritaron; cuando los mongoles avanzaron sobre los cadáveres, el griterío la ensordeció. Cayó desmayada mientras la oscuridad la envolvía.
Gurbesu volvió en sí sólo el tiempo suficiente para saber que era llevada a hombros; luego se desmayó de nuevo. Despertó para encontrar a una de sus criadas succionándole la herida; la flecha había desaparecido. La herida fue cauterizada con un trozo de metal al rojo, y el dolor la hizo desvanecer una vez más.
Cuando su espíritu volvió a ella, vio que estaba en el interior de una pequeña tienda de campaña. Una mujer, la más anciana de sus criadas, estaba sentada a su lado, llorando.
—Mi reina —dijo la mujer—. Creí que te perdíamos. Te trajeron aquí hace tres días.
Gurbesu cerró los ojos durante un momento.
—Mi esposo… —susurró.
—Ya te he dicho que el enemigo le quitó la vida. Koksegu Sabrak y Khori Subechi se negaron a dejarlo cuando estaba muriendo… ellos y todos sus hombres lucharon hasta que el último estuvo muerto.
—¿Y Guchlug?
—No lo sé, mi reina. Oí a los mongoles que nos vigilan decir que había escapado. Estamos en el campamento mongol… Aquellos de los nuestros que aún quedan con vida se han entregado, y los mongoles están persiguiendo a los que huyeron. No mataron a los que quedaban de nuestra guardia, y se llevaron a las otras mujeres del Tayang. Yo… —La voz de la mujer se quebró; empezó a llorar otra vez.
Finalmente Gurbesu dijo:
—¿Qué ocurrirá conmigo?
—El Kan mongol te asignó una guardia y me dijo que me ocupara de que vivieras. —La criada le rozó la mano—. Según parece, quiere reclamarte para él.
Un día después, Gurbesu fue llamada a la tienda del Kan. Una escolta de mongoles vino a buscarla y la acompañó a través del campamento. Los prisioneros Naiman se arrodillaban a su paso. Su túnica estaba sucia, el desgarrón producido por la flecha no había sido cosido, y sólo un pañuelo le cubría la cabeza; sin duda, su aspecto no era el de una reina.
El estandarte de Gengis Kan estaba delante de un gran "yurt", al norte del campamento. A través de la entrada, la mujer oyó el murmullo de voces y el sonido de laúdes. Los guardias dieron un paso atrás cuando ella entró, seguida de su criada.
Gurbesu no se arrodilló ante Temujin, sino que hizo una breve reverencia y luego irguió la cabeza.
—Te saludo, Khatun de los Naiman —dijo una voz suave.
Gurbesu se obligó a mirar al Kan. El hombre llevaba coraza pero no casco; unas coletas de color cobrizo, recogidas detrás de las orejas, caían de la cinta que sujetaba su cabello.
—Siéntate a mi lado —dijo el Kan. Sus ojos pálidos la escrutaron haciendo que se sintiese incómoda—. He oído hablar de la adorable Gurbesu que hizo que los hijos de Inancha Bilge dividieran su reino.
—Yo no los llevé a luchar —replicó la mujer.
—También he oído que la reina Gurbesu desprecia a mi pueblo.
Ella miró a Ta-ta-tonga; el Uighur le devolvió la mirada. El custodio del sello, que había servido a dos Tayang ya había empezado a congraciarse con su nuevo amo; sin duda le había contado al Kan todo lo que se había dicho en la corte.
Las manos del Kan se movieron; sostenía el sello del Uighur.
—Sin embargo, también me han dicho —continuó Gengis Kan—, que la reina Gurbesu aconsejó a su esposo que no luchara.
—Es cierto —dijo ella.
—Pero lo seguiste a la batalla.
—Tenía la esperanza de que le sirviera de inspiración —dijo la mujer—, ya que él estaba resuelto a combatir. Pensé que tal vez mi primera opinión fuera equivocada, ya que, después de todo, sólo combatiría contra mongoles.
Temujin soltó una carcajada.
—Tendría que haberte escuchado. —Le indicó con un gesto que se acercara; ella lo hizo y se sentó a su izquierda, mientras su criada tomaba asiento junto a las tañedoras de laúd—. Tu consejero Uighur me ha contado muchas cosas, pero tengo más preguntas para hacerle. —El Kan alzó el sello—. ¿Para qué es esto? Te aferras a esta cosa como si fuera el estandarte de tu amo.
—Es el sello del Tayang —respondió Ta-ta-tonga—. Cuando daba órdenes, eran marcadas con ese sello.
—Pero ¿cómo pueden marcarse las órdenes? —preguntó el Kan—. ¿No basta con que un mensajero confiable las repita?
—Los que oyen deben saber que verdaderamente se trata de sus órdenes. Cuando mi amo pedía algo, o daba una orden, todo se ponía por escrito, y después se marcaba con este sello. Un hombre, al oír la orden y al ver esta marca, no dudaba de su procedencia. Y cuando las órdenes se escriben, alguien que sabe leer se entera aunque la memoria del mensajero falle.
El Kan abrió desmesuradamente los ojos.
—Sin duda —replicó Ta-ta-tonga—. Los sonidos de tu lengua y de la de la mía son muy semejantes, y cada signo representa un sonido. Juntos, forman palabras. Un hombre puede leerlas y escuchar al que habló a través de ellas. También puede conservar aquello que debe ser consefvado y lo que la memoria puede alterar algunas veces… el número de sus rebaños, las historias de sus antepasados.
El Kan se acarició la corta barba.
—Algo así me sería de mucha utilidad. Mis palabras vivirían, y los que las oyesen podrían saber que verdaderamente son mías. — Por ignorante que fuera, había captado la idea rápidamente—. ¡Jochi y Chagadai! — gritó; dos jóvenes se incorporaron—. Vosotros y vuestros hermanos aprendereís los signos de este hombre. Quiero que sepaís qué dicen y cómo escribirlos.
Los rudos jóvenes hicieron una mueca de disgusto, claramente espantados. Gurbesu trató de imaginarlos aprendiendo la escritura del Uighur. El Kan la miró; ella sintió que él sabía lo que estaba pensando.
—El ejército Naiman está derrotado—dijo él—. Tu "ulus" ya no existe y sus sobrevivientes se convertirán en parte del mío. Pero adoptaré aquellas de tus costumbres que me resulten útiles. Lo que este hombre ha hecho antes para sus amos Naiman, lo hará ahora por mí.
Gurbesu apoyó un brazo en su rodilla. Al contrario de lo que ella había esperado, el Kan no era un conquistador que sólo deseaba destruir lo que había tomado; no haría desaparecer todo lo que su pueblo había sido.
Temujin se retiro y se tendió junto a ella. Gurbesu no había esperado nnguna otra cosa más que este acoplamiento forzado, el mongol reclamando su presa. Tal vez más tarde fuera diferente, tal como le había ocurrido con Inancha. Bai Bukha sólo había sido un cuerpo al que soportar cada noche, un cuerpo que derramaba su semilla demasiado de prisa, pero este hombre no era como Bai.
Él recorrió suavemente con el dedo la cicatriz del hombro de la mujer.