Gengis Kan, el soberano del cielo (62 page)

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Authors: Pamela Sargent

Tags: #Histórico

BOOK: Gengis Kan, el soberano del cielo
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Unas voces los llamaban; los hombres debían de estar buscándolos Nayaga recogió su arco y su carcaj. Khulan se cubrió el rostro, después se puso de pie.

—Nunca podré amarlo —dijo.

—Khulan…

—Nunca.

Los hombres gritaban el nombre de Nayaga. Él le hizo un gesto y ambos salieron del bosquecillo.

89.

Khulan y su padre partieron del campamento al alba, después de que un mensajero de Nayaga regresara para decir que el camino estaba libre y que el Kan aguardaba su llegada. Nayaga fue con ellos, acompañado de veinte guerreros. No le dirigió la palabra a Khulan cuando se detuvieron a pasar la noche en otro campamento mongol, y al día siguiente ordenó que aceleraran la marcha. Cuando avistaron una gran manada de caballos pastando en la estepa, Nayaga envió a un hombre adelante para que adviertiera a la guardia del Kan que muy pronto un jefe Merkit arribaría al "ordu".

La gran tienda del Kan se alzaba entre otras más pequeñas en el extremo norte del campamento; cerca de su círculo había una larga fila de caballos atados. Un oficial de guardia miró con ceño a Khulan y a su padre mientras desmontaban.

—Espero que puedas provocarle una sonrisa a Temujin —dijo dirigiéndose a Nayaga—. Está furioso porque Toghtoga y sus hijos consiguieron escapar. De algún modo, eso opaca su victoria. —Gritó algo a los que estaban dentro de la tienda mientras otros hombres llevaban los caballos y después los condujo hacia la entrada, subiendo los peldaños.

Había algunos hombres en la parte trasera de la tienda. Uno de ellos estaba sentado en una silla cubierta de fieltro y tenía una copa en la mano. Vestía una sencilla túnica parda y un pañuelo cubría su cabeza, pero su presencia dominaba la tienda. Sus ojos, pálidos y fríos, se posaron sobre Nayaga mientras el joven hacía una reverencia.

—Te saludo, mi Kan —dijo Nayaga; Khulan y su padre se arrodillaron—. Te traigo a Dayir Usun, de los Uwa-Merkit, ya que manifestó su deseo de someterse a ti. No pudimos venir antes, puesto que el camino no era seguro, y no quería que ni él ni su hija sufrieran daño alguno.

—Dayir Usun —dijo el Kan. Su voz era suave, pero Khulan percibió acero en ella—. Me has perturbado durante muchos años. Tu pueblo me atacó, me acosó y se unió a mis enemigos.

—Y tú lograste muchas victorias sobre nosotros —respondió Dayir—. Combatimos contra ti tanto como pudimos, pero ya no ganamos nada con ello. Hice juramento a Toghtoga Seki, pero ahora que ha huido estoy libre de él. Soy un viejo, y estoy cansado de la guerra. Haz lo que quieras conmigo, pero te ruego que dejes a mi pueblo salir de su escondite para someterse a ti. Sólo desean que esta guerra termine.

—No puedo castigar a un hombre que cumplió con su juramento —dijo el Kan—, y que ha venido ahora a entregarse.

—Veo que eres tan noble como dicen. —Dayir Usun se puso de pie y ayudó a Khulan a hacer lo propio. También te he traído a mi hija Khulan como obsequio. Es la menor de mis hijos, y muchos la han pedido, pero mi deseo era que sólo el más valiente y noble de los hombres fuera su esposo. De lo contrario, se habría casado mucho antes.

El Kan hizo un gesto a la joven. Khulan se bajó el velo, después, sin poder contenerse, miró a Nayaga. "No tendrías que haberme traído —pensó—; podríamos estar juntos, cabalgando muy lejos de aquí".

El Kan la observó, después se levantó de un salto y arroió la copa al suelo.

—Ahora veo por qué la retuviste tres días —dijo con la misma voz suave—. ¿Pensaste que creería que sólo era por su seguridad? Querías disfrutarla tú mismo. Te convertiré en un ejemplo, Nayaga… no puedo dejar vivo a un hombre que me ofende de este modo.

Dayir Usun apretó la mano de su hija, pero no protestó. Los hombres de Nayaga no dijeron nada. Khulan pensó en el fugaz momento que ambos habían compartido bajo los árboles; hasta los hombres de Nayaga podían creer lo peor de él ahora.

—Juro que no fue así —dijo Nayaga—. No me he guardado nada de lo que pertenece a mi Kan, y sólo he aceptado lo que tú mismo me has dado. Si alguna vez he hecho otra cosa, quítame la vida.

El Kan lo miró con furia.

—Has pronunciado tu propia sentencia con tus últimas palabras —replicó—. Sacad a este hombre de mi vista, cortadle primero las manos y los pies, después los brazos y…

—¡No! —gritó Khulan.

Las mujeres sentadas junto al Kan abrieron muy grandes los ojos. Los guardias rodearon rápidamente a Nayaga. Khulan se acercó al Kan y se arrodilló ante él. Se obligó a mirarlo a los ojos.

—Por favor, escúchame —le dijo—. Este hombre no ha hecho nada malo.—Nayaga le había dicho que el Kan podía ver dentro de los corazones, así que ella no dejó de mirarlo a los ojos—. Nos advirtió que podríamos correr peligro si seguíamos adelante solos, y únicamente pensó en traernos a tu presencia sanos y salvos. Te ruego que lo dejes ir.

—¿Cómo puedo creerte ahora que te he visto con mis propios ojos? No me extraña que te haya retenido en su campamento… Sólo me sorprende que te haya traído.

Los hombres que lo rodeaban su pusieron de pie; los guardias arrastraron a Nayaga hacia la entrada.

—Ella dice la verdad—gritó el joven.

Khulan extendió los brazos.

—Sigo intacta como el día en que nací —dijo—, no he sido tocada por ningún hombre. Mi propio cuerpo puede demostrar la verdad de mis palabras.

Los hombres del Kan retrocedieron, como si temieran que la cólera de Temujin cayera sobre ellos. La bella mujer que estaba junto a él levantó la cabeza.

—Esposo —dijo—, podemos averiguar si dice la verdad. Deja a la muchacha conmigo y la dama Tugai. Cuando la hayamos examinado…

El Kan mostró los dientes.

—Dejadme solo, todos —dijo con voz más potente—. Vigilad a este hombre; si no ha hecho nada malo, no tiene nada que temer.

Todos salieron. El Kan caminó por la tienda como un lobo encerrado. Las tañedoras de laúd permanecían con las manos entrelazadas sobre sus instrumentos. La mujer que había hablado antes se levantó y cogió la mano de Khulan.

—No temas —le dijo.

—No tengo miedo —respondió Khulan—. No mentí, y tampoco lo hizo Nayaga.

—Sólo nos llevará un momento, niña. La dama Tugai y yo trataremos de no hacerte daño.

El Kan se acercó.

—Hazte a un lado, Gurbesu —masculló—. Esto es algo que puedo comprobar por mí mismo.

—¿Acaso no has asustado bastante a la pobre muchacha? Nosotras…

Empujó a la mujer. Khulan dio un paso atrás; él la arrojó al suelo y después se dejó caer sobre la alfombra. La cogió rudamente por los brazos y luego le bajó los pantalones hasta las rodillas. Ella cerró los ojos. El peso de Temujin la aplastó contra el suelo. Sintió un dolor agudo cuando él la penetró, pero no gritó. Los dedos de él se clavaron en sus caderas.

Todo pasó rápidamente. Temujin se estremeció y salió de ella; la joven sintió la humedad entre sus piernas. Cuando Khulan abrió los ojos, él se estaba ajustando los pantalones; tenía el rostro sonrojado, los ojos extraviados. La mujer llamada Gurbesu se arrodilló junto a ella, pero la otra esposa se cubría el rostro con las manos.

—Veo —dijo el Kan—, que no he sido engañado.

Gurbesu la ayudó a incorporarse y a arreglarse la ropa.

—Fuiste valiente al hablarme como lo hiciste —dijo el Kan—. El fuego de tus palabras me excitó tanto como la belleza que vi en tu rostro.

Ella irguió la cabeza.

—No hace falta valor para decir la verdad.

Él la observó durante largo rato, y después llamó a los guardias mientras se dirigía hacia su silla.

—¿Estás bien? —susurró Gurbesu, dirigiéndose a Khulan.

La joven logró asentir.

—Tráemela —dijo el Kan—. Se sentará a mi lado.

Gurbesu la condujo hasta él y la acomodó en su cojín. Luego se sentó a la izquierda, al lado de Tugai. Entraron algunos hombres; Nayaga estaba entre ellos. Tenía los brazos atados y el rostro tenso.

—He sido injusto —dijo el Kan—. He dudado de un hombre honesto. La sangre sobre la alfombra demuestra que dijo la verdad. —Khulan vio el dolor en los ojos de Nayaga—. Quitadle las ligaduras. Es un hombre leal, que merece mayor responsabilidad.

Nayaga permaneció en silencio mientras los hombres que estaban junto a él le cortaban las ligaduras.

—Dayir Usun —continuó el Kan—. Con gusto tomaré como esposa a tu hija Khulan. Hiciste bien en traérmela, y la honraré con todo mi amor. Tendrás tu propia tienda —agregó, dirigiéndose a Khulan—, y criadas de tu propio pueblo. Tendrás tu parte de mis rebaños y de cualquier botín que obtenga.

Khulan se acurrucó bajo la manta mientras él se desvestía. El Kan había dicho todo eso antes, mientras celebraban, inclinándose en su silla para tomar las manos de la joven. Su padre, aliviado por haber conseguido su propósito, había bebido tanto que sus hombres habían tenido que llevárselo de la tienda. Nayaga también bebió mucho pero pudo bailar y cantar con los otros. A Khulan le pareció que el joven parecía más frenético que alegre. Nayaga sería recompensado por su lealtad, el Kan lo había prometido. Agradecería no haber perdido la cabeza a causa de la muchacha.

—Pídeme lo que quieras —le dijo el Kan—. Cualquier cosa que desees será tuya.

—Ya tengo lo que quería —dijo ella—. Mi pueblo saldrá de su escondite. No deseo otra cosa.

Él se acercó a la cama.

—Veo que no me temes, Khulan. Más de uno te diría que no debes permitir que la falta de miedo te vuelva descuidada.

—No seré descuidada. Sé que castigarías a cualquiera que te ofendiera, que me aplastarías sin piedad si te diera motivos, pero no te temo.

Temujin se sentó y acarició sus trenzas.

—Nayaga es un hombre más fuerte que la mayoría, si pudo tenerte durante tres días y no sucumbir ante ti.

—No podía traicionarte —dijo la joven—. Sólo tenía elogios para ti. Ninguna mujer podía interponerse entre él y su deber hacia el Kan. Dudo de que algo pudiera interferir.

—Y sin embargo… —Él se tendió a su lado y le rodeó la cintura con un brazo—. Mi deseo por ti es intenso, Khulan. Creí que ya no sentiría eso por ninguna mujer, pero tú has vuelto a despertarlo.

Mientras él la acariciaba, ella permaneció impávida; no sentía nada por aquel hombre. Temujin podía reclamar su cuerpo, pero eso sería todo cuanto tendría. Él la besó en la boca; ella pensó en Nayaga, atesorando el recuerdo en su interior.

90.

Jamukha respiró hondo cuando el olor de la carne se elevó del caldero. Sus cinco compañeros estaban en cuclillas junto al fuego. Jamukha sintió la estocada del hambre; el "argali" era la mejor carne que había encontrado en bastante tiempo. Habían seguido a los astados carneros salvajes por una ladera hasta la estepa amarilla antes de poder cazar alguno.

Arriba, los picos nevados de las montañas Tangnu parecían flotar sobre las nubes. Los alerces de las laderas más bajas empezaban a verdear; bajo los pinos y cedros, corrían arroyuelos y la madreselva pronto florecería.

Sus alegrías eran pequeñas ahora… ver otro signo de la primavera en las montañas boscosas, encontrar un estanque de agua, capturar un "argali". La guerra había terminado: Temujin había vencido. Él sólo había sido un medio de probar a aquél a quien los espíritus favorecían.

—Alegraos, amigos —dijo Jamukha con amargura—. Somos afortunados al tener este festín.

El rostro de Ogin se oscureció.

—Puede pasar bastante tiempo hasta que volvamos a comer.

Jamukha sacudió la cabeza.

—Los bosques están colmados de ciervos, y cuando nuestros caballos hayan engordado podremos robar otros. Entonces…

—A esto nos has llevado —dijo Ogin, y luego miró a los otros. Los hombres desviaron la mirada de Jamukha para posarla en el más joven—. Estoy harto de esta vida.

—Vosotros elegisteis seguirme. Yo os liberé de vuestro juramento.

Las armas de Jamukha yacían a su lado. Cuando se puso de pie para dirigirse al caldero que pendía del fuego, vio que Ogin hacía un gesto a los otros. Antes de que pudiera extraer su cuchillo, ya estaba sobre él, arrojándolo a tierra. Luchó brevemente, pero no pudo impedir que finalmente le ataran las manos.

—¡Qué traición es ésta? —preguntó.

—No harás nada —dijo Ogin mientras otro hombre ataba las piernas de Jamukha—. Seguirás así hasta que la muerte te encuentre.

Jamukha se retorció, tratando de librarse de sus ligaduras; era imposible.

—¿Te atreves a alzar la mano contra mí?

—No pretendemos matarte —dijo Ogin—. Todavía nos sirves con vida. Te llevaremos a Temujin. Él será dueño de tu vida, y nosotros tendremos nuestra recompensa por haberte entregado.

—Temujin no os recompensará por esto—dijo Jamukha—. No dudo de que quitará la vida, pero no os honrará por haberme entregado. Id a él, rendíos y ofrecedle vuestro juramento, pero liberadme. Para él será suficiente saber que lo he perdido todo.

—Ya nunca más te escucharemos. —Ogin le dio un puntapié en el vientre, Jamukha gimió.

Ogin se dirigió hacia el caldero. Jamukha quedó allí tendido mientras los otros engullían la carne.

Jamukha estaba cruzado sobre la montura de su caballo y atado a los estribos. Los hombres cabalgaban en silencio. Tal vez él estuviera esquivocado, tal vez Temujin los recompensase, saboreando aún más su victoria al ver a Jamukha tan humillado. Tal vez el Kan lo atormentara antes de encontrar una manera de matarlo que no violara su juramento de "anda".

Jamukha suponía que lo llevarían al "ordu" del Kan, donde las esposas e hijos de éste pudieran observar al cautivo, pero unos soldados se encontraron con ellos y los guiaron hasta el macizo de Kentif. El Kan estaba cazando con algunos de sus hombres, y los recibiría allí.

Mientras pasaban entre dos hogueras que ardían fuera de los límites del campamento, Jamukha, debilitado por el viaje, luchó por no caer. Al pie de las montañas, sobre la estepa, se alzaba un círculo de tiendas de campaña. Los condujeron a la tienda más próxima; antes de que los guardias pudieran dar aviso, Temujin apareció en la entrada.

Jamukha, con las manos todavía atadas a la espalda, se obligó a alzar la cabeza. Temujin lo observó fijamente, unas delgadas arrugas le marcaban la piel alrededor de los ojos pálidos, y sus hombros caían bajo el peso de su abrigo de piel. Jamukha esperaba que su "anda" se riera, que ordenara alguna nueva humillación… que lo azotaran, o que pusieran un yugo alrededor de su cuello.

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