Los sueños de Kokochu le habían mostrado el destino de Temujin.Tengri no había utilizado al Kan simplemente para unir a todas las tribus y luego envainar esa arma poderosa. El Kan sabía que Dios quería agregar más tierras al gran "ulus" mongol que él había forjado, pero, sin embargo, había algunas personas que podían desviar a Temujin de ese camino. Kokochu era el escudo del Kan; ni siquiera los más próximos al trono debían interponerse en el camino de éste. Los espíritus obligarían a Temujin a seguir su camino, tal como habían obligado a Kokochu a seguir el suyo. El Kan dominaría todo, y Kokochu gobernaría a través de él.
Algo frío le tocó la cara. Estaba a punto de entrar en el "yurt" cuando el espectro tomó posesión de él. Kokochu cayó, sus brazos se agitaron sobre la nieve antes de que su cuerpo se pusiera rígido, y entonces, de repente, supo de quién era el espíritu poseído.
Cuando Kokochu volvió en sí, ordenó a sus dos compañeros que ensillaran los caballos. Cabalgaron rápidamente hacia el campamento de Temujin, disminuyendo el paso solamente cuando avistaron las tiendas de campaña y la manada de caballos.
El espectro aún no lo había abandonado, pero Kokochu ya podía someterlo. Un pequeño grupo de hombres, entre los que se encontraba el Kan, cabalgaba hacia las tiendas, seguidos de algunos perros. Temujin llevaba sobre la muñeca un águila dorada; su mano, cubierta por el guantelete, descansaba sobre una horquilla agregada a su montura para poder soportar el peso del gran pájaro.
Cuando se acercaron, el Kan gritó:
—Te saludo, hermano Teb-Tenggeri. Hemos estado persiguiendo una jauría de lobos que acosaban a mis caballos. Mi águila y mis perros dieron cuenta de unos cuantos. No volverán a cenar carne de caballo.
—Debo hablar contigo —dijo Kokochu.
Temujin entregó el águila al hombre más cercano y desmontó. Los otros permanecieron en silencio mientras el Kan conducía al chamán al interior de la tienda.
—¿Qué ocurre? —preguntó Temujin cuando ambos estuvieron sentados junto al fogón.
Kokochu observó a su hermanastro, advirtiendo la tensión de su rostro. Que el Kan nunca se negara a reunirse con él era otro signo de su poder.
—Estoy contigo otra vez —dijo Kokochu, pero la voz no era la suya—. Ahora te hablo a través de tu chamán Teb-Tenggeri. —Los ojos de Temujin se abrieron mientras hacía un signo con las manos—. Me querías a tu lado, aunque ordenaste mi muerte, y no he olvidado la promesa que te hice.
Temujin aferró al chamán con fuerza.
—No puede ser…
—Prometí vigilarte, y aquí estoy, mi "anda". Anhelabas que volviera a ser tu camarada, y aquí me tienes.
Mientras el espectro hablaba a través de él, Kokochu comprendió por qué ese espíritu lo había poseído. Sólo el espectro de ese hombre podía atarlo aún más estrechamente a Temujin.
—¡Jamukha! —gritó el Kan.
Los brazos de Kokochu rodearon al Kan mientras éste se apoyaba en él.
—Estoy otra vez contigo, "anda" Temujin, tal como tú lo deseabas.
Hoelun estaba sentada junto a Bortai a la izquierda del trono de su hijo. Al sur del gran pabellón que los cubría, los círculos de "yurts" y carros se extendían hasta el horizonte, y cientos de caballos estaban atados cerca del "ordu" de Temujin. Los Noyan habían cabalgado hasta allí desde todas las regiones que su hijo gobernaba para escuchar su proclama.
Los dolores la habían atacado durante el viaje, pero ver a Temujin como Kan de todas las tribus valía la pena el esfuerzo. El "kumiss" había aliviado los dolores sordos que sentía en el pecho y los más agudos que a veces le traspasaban las entrañas; su abrigo de marta la protegía del frío aire primaveral. Su hijo había convocado un "kuriltai", cerca del nacimiento del Onon. Hoelun pensó en el día, hacía ya casi cuarenta años, en que había visto a Yesugei por primera vez junto al río; el padre de Temujin jamás había imaginado tanta gloria para su hijo.
Sin los poderes del chamán, decían algunos, el Kan podía perder el favor del cielo, y desde la muerte de Jamukha un año atrás parecía depender cada vez más del hijo de Munglik. Los que deseaban algo del Kan habían aprendido que muchas veces convenía dirigirse al chamán; los que temían a Teb-Tenggeri se cuidaban muy bien de no ofenderlo.
Hoelun miró hacia el trono. Los hijos y los hermanos de Temujin estaban sentados a la derecha de éste, pero Teb-Tenggeri estaba de pie detrás de él, adornado con un tocado con plumas y vestido de blanco. Se decía que a veces Jamukha aconsejaba al Kan a través del Celestial, y que el "anda" de Temujin lo protegía ahora. La mujer se preguntó si su hijo se libraría alguna vez del recuerdo de Jamukha.
Temujin daba la lista de los noventa y cinco hombres que se convertirían en jefes de mil familias cada uno. Hoelun escuchaba, meciéndose al ritmo de las palabras. Todos los seguidores más devotos del Kan, incluyendo a los cuatro hijos adoptivos de Hoelun y a su esposo Munglik, estaban entre aquellos que comandarían los "mingghans". Su hijo adoptivo Shigi Khutukhu estaba sentado con los escribas Uighur cerca del pabellón, controlando que sus pinceles consignaran las palabras del Kan en los rollos. Shigi Khutukhu había aprendido rápidamente a escribir; podía mirar esos extraños signos y ver palabras en ellos.
Temujin guardó silencio. Hoelun levantó la vista cuando Shigi Khutukhu se adelantó e hizo una reverencia.
—Mi Kan y hermano —dijo el joven—, ¿te he servido menos que cualquier otro? Tu madre me crió como a un hijo, y así me llamó. Otros te han servido bien, pero yo me ocupo de que tus palabras vivan. ¿Acaso no merezco una recompensa mayor que la que me has acordado?
Temujin asintió.
—Eres mi hermano menor —dijo—. Tendrás tu parte de todo lo que es de mi familia, y podrás quebrar la ley nueve veces y ser perdonado. También serás mis ojos y mis oídos. Te nombro el juez de todo mi pueblo. Tú dividirás nuestros bienes, entregando una parte a nuestra madre Hoelun Khatun, una parte a nosotros, una parte a nuestros hermanos menores y una parte a nuestros hijos. Pondrás por escrito todos tus juicios, y una vez que los hayas consultado conmigo, nadie podrá alterarlos.
Shigi Khutukhu volvió a hacer una reverencia.
—Me siento honrado, pero no corresponde que tome una parte igual a la de tus otros hermanos. En cambio, te pido solamente que me recompenses con una parte de lo que consigas en cualquier ciudad amurallada.
Temujin enarcó las cejas al dar su asentimiento. El hijo adoptivo de Hoelun evidentemente preveía grandes conquistas. Si Temujin tomaba ciudades en Hsi-Hsia y en Khitai, la parte del botín que correspondería a Shigi Khutukhu evidentemente le reportaría gran riqueza. El Kan accedía al pedido de su hermano adoptivo porque eso demostraba cuánta fe tenía éste en él.
El Kan había hablado con sus camaradas Borchu y Mukhali. Cada uno comandaría un "tuman"; Borchu sería general de los diez mil soldados del ala derecha del ejército y comandaría el ala izquierda. Después de honrar a Mukhali con un título principesco, el Kan llamó a Jurchedei.
Khagadan se volvió hacia su esposo, entrecerrando los ojos mientras Temujin decía que Jurchedei lo había servido tan bien que había sido recompensado con la propia esposa del Kan, Ibakha Beki. Jurchedei sonrió; al parecer el obsequio lo había complacido.
La mujer se sentó cuando se adelantaron su padre y sus hermanos.
—Sorkhan-shira —dijo el Kan—, pídeme lo que quieras y te lo concederé.
—Mi hijo Chimbai condujo tu ejército contra los clanes Merkit rebeldes —dijo el anciano—. Sólo quiero acampar en sus antiguas tierras a orillas del río Slenga.
—Puedes acampar donde desees —murmuró Temujin—, y tus hijos pueden presentarse ante mí en cualquier momento y pedirme cualquier favor.
Sorkhan-shira hizo una reverencia. Khadagan se preguntó si el anciano habría percibido el tono levemente apenado del Kan. Aquel debería haber sido el día más feliz de la vida de Temujin, pero tal vez pensara que ya no le quedaba nada más por conseguir.
Khulan miró a Chimbai, resistiéndose a que la embargara la amargura. Al regalarla, su padre sólo había ganado paz por un tiempo. Después de que se sometiese al Kan, muchos Merkit se habían rebelado y habían escapado para planear un enfrentamiento final. Su esposo había ignorado todas sus súplicas de clemencia, y Chimbai había sido su espada contra los Merkit. No tenía sentido demorarse en esos pensamientos; la joven cada vez se acostumbraba más a sumergirlos bajo la superficie oscura de su mente.
El Kan fue una tormenta que cayó sobre ella, asaltando su cuerpo pero dejando su alma impasible. Él le decía que la amaba y cuando le dio un hijo le dio el título de Khatun. Después del nacimiento de Kulgan, ella había abrigado la esperanza de tener un poco de paz, pues creía que el nuevo vástago le aseguraría un lugar mientras Temujin encontraba una nueva favorita entre sus mujeres. En cambio, la pasión del hombre había crecido, como estimulada por la indiferencia de Khulan.
Sorkhan-shira hizo una reverencia y se retiró; él y sus hijos acamparían ahora en las tierras que habían sido del pueblo de la joven.
El Kan hablaba ahora de cómo organizaría su ejército, y nombraba a aquellos que constituirían su guardia personal. Gurbesu observó mientras los escribas consignaban sus palabras, tal como en otro tiempo habían hecho con las del Tayang.
La criatura que llevaba en el vientre se movió; tal vez le diera un hijo a Temujin. El Kan había respetado muchas de las cosas que habían pertenecido a los Naiman. Si bien no sabía leer la escritura que consignaba sus palabras, comprendía su utilidad. Tal vez intentara más conquistas, pero ella se preguntaba si eso haría que cambiase. Se tendría que convertir en algo más que un general para conservar lo que pudiera ganar, y aprender a gobernar a aquellos que eran diferentes de él. La mujer miró a sus hijos; con sus túnicas de seda y sus abrigos de pelo de camello, casi no parecían mongoles.
El Kan estaba proclamando su Yasa, el código de leyes que regiría a su pueblo.
—Todo el pueblo creerá en un Dios Supremo —anunció—, el único capaz de dar la vida y la muerte. Todos deben saber que le debemos todo a su poder, y todos podrán adorar a este Dios de la manera que les plazca.
Gurbesu bajó la cabeza. Ella rezaría con sus sacerdotes cristianos, ocupándose también de que los chamanes recibieran su recompensa; los monjes de túnica amarilla de los Tangut también podrían hacer girar sus ruedas. Todos los espíritus escucharían sus plegarias, y ella no descuidaría aquéllas que ordenara Teb-Tenggeri. Su corazón se agitó, como solía ocurrirle cada vez que pensaba en el chamán principal. Inancha había mantenido firmemente asidas las riendas que controlaban a chamanes y sacerdotes; la mujer esperaba que Temujin pudiera hacer lo mismo.
La Yasa gobernaría para siempre a todos los mongoles. "Todos somos mongoles ahora", pensó Yisui. La Yasa del Kan prohibiría que se proclamara un Kan sin que se hubieran reunido todos los Noyan en un "kuriltai", aunque parecía innecesario decirlo. Temujin no había adoptado ningún nuevo título, pero ya había muchos que lo llamaban el Ka-Kan, el Gran Kan, el Kan de Kanes. No quedaba ningún rival que pudiera amenazarlo.
—Aquellos que formen parte de nuestro "ulus" no lucharán entre sí —continuó el Kan—, y a todos se les prohíbe hacer la paz con cualquier pueblo que no se haya sometido a nosotros.
Yisui miró a su hermana y se preguntó cuántos otros pueblos sufrirían la suerte de los tártaros. Los ojos de Yisugen se cruzaron con los de ella, y Yisui supo que su hermana recordaba a los muertos.
—Ningún súbdito del Kan —dijo Temujin— tomará a otro mongol como esclavo.
Yisui bajó los ojos; habría que buscar esclavos en otras partes. Pensó en las prisioneras que le habían otorgado recientemente. Era más fácil permanecer impasible ante las lágrimas que a veces veía en sus ojos y ante las pérdidas que habían sufrido, ahora que sus propios recuerdos se habían desvanecido.
—Todos los hombres deben pagar por su esposa —dijo Temujin—. No habrá robos de mujeres entre el pueblo de nuestro "ulus", ya que en el pasado eso sólo nos ha conducido a luchar entre nosotros. Nuestras mujeres controlarán lo que poseen, comerciando como mejor les parezca, ya que los hombres deben ocuparse de la guerra y de la caza.
Bortai miró a su esposo. Su voz era solemne, su rostro tenía una expresión dura mientras hacía una pausa para que los hombres pudieran transmitir sus palabras a los que estaban reunidos más lejos del pabellón. Ella había esperado que Temujin estuviera contento este día, que su dolor lo hubiera abandonado al fin. Había llorado por Jamukha en la tienda de Bortai, todas las traiciones olvidadas mientras penaba por el hombre que había sido su camarada más íntimo. Con frecuencia acudía a Teb-Tenggeri para oír la voz de su viejo amigo hablando a través del chamán. El espíritu de su "anda" aún moraba en el interior de su hermanastro y lo miraba con los ojos oscuros de éste.
Su esposo guardó silencio. Ella miró a Teb-Tenggeri cuando el chamán alzó los brazos y bendijo la Yasa. Qué extraño, pensó, que Teb-Tenggeri se pareciera tanto al muerto; la mujer nunca se había dado cuenta antes. Su bello rostro se había hecho más delgado, y sus ojos tenían la mirada depredadora de los de Jamukha.
Jamukha había querido dominar a Temujin. Tal vez Teb-Tenggeri estuviera gobernado por las viejas ambiciones de Jamukha, que quizá reprodujeran las suyas. Bortai cerró los ojos mientras el chamán entonaba su letanía. Su voz ahogó todo pensamiento.
Cuando se acercaba al campamento, Bortai sintió que le faltaba el aire. Khadagan sofrenó su caballo y aguardó a que llegara a su lado.
—Estoy demasiado gorda —dijo Bortai—. Tal vez sea bueno que una Khatun sea rechoncha para demostrar lo bien que la mantiene su esposo, pero el peso es una carga.
Khadagan soltó una carcajada; el halcón que llevaba posado en la muñeca agitó sus alas.
—Nunca serás gorda.
Bortai pensó que la que nunca engordaría era Khadagan. Tal vez el cielo no le hubiera dado belleza, pero sí le había dado la esbeltez de la juventud.
Los guardias esperaban a varios pasos de ellas. Bortai acomodó la ligadura de su halcón alrededor del guante. Había conseguido escapar a sus preocupaciones por un rato, pero en el campamento volverían a mortificarla.
Las tiendas del campamento del Kan cubrían la llanura a ambos lados del río, que había crecido a causa del deshielo. Bortai se arropó en su abrigo de marta para defenderse del frío primaveral. El abrigo era uno de los muchos obsequiados al Kan por los Oirat, al igual que los halcones blancos que llevaban sus guardias. Jochi, a quien Temujin había enviado con un ejército, había conseguido la sumisión de los Oirat y de los Khirgiz, y sus bosques del norte había sido anexados al reino del Kan. Temujin había concedido a Jochi el mando de esos pueblos. Tal vez los rumores de que Jochi no era hijo del Kan acabarían por fin.