Authors: John Locke
—Precisamente por eso aguantas todas mis gilipolleces —dije.
—Tú lo has dicho.
—Oye, Sal, me dijiste que habías visto a Victor. ¿Dónde?
—Ya sabes que no puedo, ¿cómo se dice?, no puedo divulgar mis fuentes.
—No me vengas con paridas, anda.
—Victor necesitaba cosas muy bestias. Le di un nombre.
—¿Qué cosas?
—Armas, drogas, explosivos. Cosas de ésas —respondió Sal.
—¿Y tu contacto te pidió que estuvieras presente?
—Exacto. Oye, ¿qué hay de tu rubia, esa que sale en la tele conduciendo la furgo? Bueno, la de verdad, no la de la mierda esa de foto que se ha sacado de la manga el FBI. ¿Ya le has hablado de mí?
—No te molestes.
—¿Qué? ¿No puedo hacerme ilusiones? ¿Qué? ¿No estoy a su altura? ¿Y si vas y le hablas bien de mí? Me harías un favor, tío.
—¿Os mandan a una escuela especial para enseñaros a hablar así?
—Pues sí, listillo. Se llama la Escuela Especial de Partir Cabezas, joder, y yo soy el, ¿cómo se dice?, el jefe de estudios. A ver, ¿quieres que te ayude o no?
Suspiré y me di cuenta de que llevaba una temporada suspirando mucho.
—Le mencionaré tu interés a la señorita en cuestión.
—No te pido más.
—En cuanto la vea.
—Plantéaselo bien.
—Vale.
—Es que nunca se sabe.
—Claro.
—Dile que estoy envuelto en un halo de misterio.
—¡Joder, tío! —exclamé, y muy cerca de mí Quinn hizo aquel gesto que equivalía a una especie de sonrisa. Decidí probar otra táctica con Sal—. ¿Por casualidad no habrás visto que han volado un hotel de Los Ángeles?
—¿Qué te crees, que estoy ciego? Pongas el canal que pongas no sale otra cosa, joder. ¿Has sido tú?
Volví a suspirar. Debería haberme dedicado a inflar globos para ganarme la vida.
—Sal, la bomba del hotel la puso DeMeo.
—¿Qué? ¿Joe DeMeo? ¡Qué parida!
—Me reuní con él esta mañana. Luego quedé con una puta. La bomba que has visto en la tele la colocó ella en mi habitación. Después me enteré de que era una de las chicas de DeMeo.
—¿O sea, que han volado todo el hotel sólo para liquidarte? Joder. ¿Y encima han fallado? Coño, yo habría utilizado un picahielos.
—Qué idea tan agradable —comenté.
—Oye, no es nada personal.
—Vale. —Decidí volver a nuestro asunto—. ¿Tú crees que Victor y DeMeo pueden estar trabajando juntos?
—¿Por qué?
—Victor me encarga liquidar a Monica Childers. De repente salen mil fotos en la tele. Resulta que manipuló un satélite espía y consiguió las imágenes de la operación. Luego desaparece el cadáver de Monica. El gobierno acusa a los rusos, en teoría conchabados con terroristas. Me vuelvo y DeMeo trata de matarme y que parezca un atentado terrorista contra un hotel. ¿Te parece una coincidencia?
—¿Quién te crees que soy, Perry Mason? Joder, que no llevo una bola de cristal en el bolsillo. A ver si voy a tener que ponerme a mirar el horóscopo por si hay una, ¿cómo se dice?, una conjunción astral.
Deduje que la respuesta era que no.
—¿Puedes darme algo de información sobre Victor?
—¿Buscas a la mujer de Childers? ¿Para asegurarte de que esta vez se quede muerta y bien muerta?
—Ésa es mi intención.
—Podrías provocar, ¿cómo se dice?, desavenencias con el enano.
—Voy a intentar solucionar lo uno sin perder lo otro.
—Bueno, una cosa te digo: si partís peras yo no pienso devolver ni un dólar. Ya he donado la pasta a obras de caridad.
—No te molestes en contármelo.
—Las Madres de Sicilia. Deberías informarte. Hacen una labor estupenda aquí por el barrio.
No dije nada.
—La verdad es que no sé nada —aseguró Sal con otro tono que denotaba cierta sinceridad—, pero voy a dar voces, a ver qué se cuece. Qué manía le tengo a ese DeMeo, joder. Perjudica al negocio.
—¿Quieres ayudarme a darle su merecido?
Se quedó callado y luego dijo:
—Esas preguntas son las que provocan que muera gente si alguien graba una conversación.
—Yo no estoy grabando nada. Yo lo que quiero es robarle.
—Pues entonces más te vale pensar en matarlo también.
—No lo descartaría —reconocí—. ¿Te va bien la mitad?
—¿De qué cantidad estamos hablando?
—Veinte kilos.
—¿Veinte para mí o en total? —preguntó tras otra breve pausa.
—En total. Veámonos para organizarnos.
—Vale —accedió, antes de añadir—: pero no te acerques a mi casa. No quiero volver una noche y topar contigo a oscuras en el salón, joder.
—Iré a tu club social.
—Tráete a la rubia.
—A ver, Sal: la rubia está muerta por dentro.
—¿Te la has tirado?
—Es como una mantis. Si se tira a alguien se lo carga.
Lo meditó unos instantes.
—A lo mejor vale la pena.
—A lo mejor —reconocí, tras meditarlo también.
Colgamos. Me dolía el hombro tras el impacto contra la acera de unas horas antes. Los motores proseguían su monótono zumbido. Recliné el asiento y cerré los ojos. Creo que Quinn dijo:
—¿Cómo puedes dormir en un momento así?
Me desperté sobresaltado por un ruido estridente. Se repitió y descolgué el teléfono del avión. Miré el reloj. Habían pasado dos horas.
—¿Qué me cuentas? —pregunté.
—Puede haber sido sémtex —informó Lou.
El sémtex se había convertido en el explosivo preferido de los grupos terroristas. Era barato, inodoro y fácil de obtener, no caducaba y podía colarse por los escáneres de seguridad de los aeropuertos como quien pasa unas bragas de seda.
—Tenías razón; la explosión del hotel se originó en la zona de tu habitación —añadió.
—¿Y eso cómo lo han comprobado?
—No hay cráter. Una detonación producida en la planta baja habría dejado un cráter de un metro de profundidad, y una carga colocada por encima del primer piso habría volado el tejado.
—¿Con qué trabajan los federales?
—Con las cámaras del hotel, cruzando caras con listas de sospechosos de terrorismo y simpatizantes, buscando vinculaciones por dirección, historiales delictivos, afiliaciones religiosas y políticas. Darwin ha dicho que les pasáramos la pista de Jenine, así que también están trabajando con su perfil.
Miré a Quinn, sentado al otro lado del pasillo. Todavía parecía dormido, exactamente en la misma posición que antes. Daba la impresión de no haber movido un solo músculo tras terminarse la segunda copa. Un monstruo capaz de desconectar de aquella forma me daba mucha envidia.
—Ojalá Darwin no les hubiera puesto a Jenine en bandeja —dije—. Querrán hablar conmigo del asunto y lo más probable es que ahora se crucen nuestros caminos mientras trabajamos. Lo mejor habría sido resolverles el caso y luego dejar que se llevaran la gloria.
—Los federales tienen la grabación en la que sales registrándote en el hotel. Tienen tu nombre y tu tarjeta de crédito en el ordenador. Tienen a Jenine dos veces en las cámaras del vestíbulo. Están al tanto de tu permiso para volar desde Edwards. Darwin ha dicho que si no les dábamos a Jenine el FBI os detendría a Quinn y a ti como testigos oculares en cuanto aterrizarais.
Tenía sentido. De todos modos, no me hacía ninguna gracia que todas las fuerzas del orden se hubieran enterado de mis escarceos con una chica de compañía de veinte años. A partir de aquel momento todos los federales con que me topara encontrarían la manera de sacar el tema a colación.
Al sobrevivir al ataque de Joe DeMeo había puesto en peligro a mi familia, así que pedí a Callie que echara un ojo a Janet y Kimberly hasta nuevo aviso. También había descubierto mis cartas al pedir dinero para Addie, así que coloqué a Quinn en la unidad de quemados para protegerla.
—La historia de Victor es triste —advirtió Lou.
Era domingo por la tarde. Me habían vendado el hombro y ya no tenía sueño atrasado. Lou me había llevado una montaña de información sobre Victor, pero lo único que me interesaba saber era de dónde sacaba fondos y qué vinculación tenía con Monica Childers.
—Las dos cosas están relacionadas —aseguró.
—Pues ten a bien darme la versión abreviada.
—Victor nació con problemas respiratorios graves. Hace unos veinte años estuvo ingresado para una operación de poca importancia y una enfermera le dio por accidente una sobredosis que le provocó un paro cardíaco. De camino a una intervención quirúrgica de urgencia alguien lo metió en un ascensor y no se sabe cómo se lo dejó olvidado. Fue subiendo y bajando de piso en piso durante más de media hora antes de que se dieran cuenta de lo que había pasado. Se lo llevaron corriendo al quirófano, pero el cirujano metió la pata y Victor sufrió un derrame cerebral. Los intentos posteriores de salvarle la vida lo dejaron parapléjico.
»Entonces el hospital trató disimuladamente de echar tierra al incidente. Los abogados de Victor demandaron tanto al centro como a la farmacéutica y consiguieron la mayor compensación otorgada en la historia a un individuo en el estado de Florida. Cuando le dieron el alta, los padres de Victor invirtieron el dinero de la demanda en acciones de Berkshire Hathaway. Al alcanzar la mayoría de edad tenía más de cien millones de dólares. Sus padres ya habían muerto y se rodeó de los mejores asesores financieros que pudieran pagarse con dinero. Se dedicó a hacer inversiones de capital de riesgo y fundó varias puntocom que ganaron mucho dinero.
—¿Cuánto?
—Por entonces tenía ya casi mil millones. Aparte de un complejísimo sistema informático, un piso de última tecnología y los artilugios electrónicos de vanguardia que le han permitido funcionar al máximo nivel, no tenía nada más en lo que gastarse su fortuna.
—Salvo buscar al médico que le había jodido la vida —apunté.
—Baxter Childers.
—Señoras y señores, ya tenemos el móvil.
Los turistas suelen sorprenderse al comprobar las dimensiones reales de Little Italy. Todo el barrio ocupa apenas tres o cuatro manzanas de la calle Mulberry, entre Canal y Houston.
Una de las travesías es la calle Hester, donde el Café Napoli llevaba más de treinta años. Abría dieciocho horas al día, a partir de las nueve de la mañana. Victor había pedido el favor de que nos atendieran una hora antes de que llegara la gente a desayunar.
—Gracias... por... venir... —saludó.
Era cierto, llevaba trencitas de rastafari como había dicho Sal Bonadello. Largas y mugrientas, le colgaban por los costados y la espalda como gruesas cuerdas de polvo. Si hubiera podido levantarse, al menos dos mechones se habrían arrastrado por el suelo. Me quedó la duda de si alguna vez se le engancharían entre los rayos de las ruedas.
El vehículo era, por cierto, de altísima tecnología. No sabía qué despliegue de accesorios ofrecía, pero daba la impresión de que con aquella instalación electrónica se podría lanzar el transbordador espacial. Aquella silla de ruedas parecía un artefacto del futuro lejano. El respaldo se elevaba y se curvaba sobre la cabeza formando un arco hasta unirse a una especie de barra antivuelco que debía de tener un par de dedos de grosor.
Victor toqueteó una pantalla táctil con el índice y de la barra antivuelco surgieron varios pequeños monitores que se situaron en distintos ángulos a unos treinta centímetros por delante de su cabeza. Aunque desde donde me encontraba no veía las pantallas, en una de ellas debía de haber un reloj digital, porque Victor levantó la vista y comentó:
—Tenemos... poco... tiempo... y habría... que... empezar.
Llevaba un chándal azul marino con tres rayas blancas verticales en un lado de la chaqueta. Parecía muy caro, seguramente hecho a medida, y me di cuenta de lo difícil que debía de ser encontrar ropa para las personas de baja estatura con recursos económicos limitados. Era una de esas cosas en que uno no piensa hasta que se encuentra en una situación así.
Estábamos en la sala principal, donde las paredes son de ladrillo visto y están cubiertas de fotografías y otros recuerdos de Italia. Nuestra mesa era más grande que las demás, pero todas tenían manteles blancos hasta el suelo y jarroncitos con flores artificiales de vivos colores.
Hugo estaba de pie cuando llegué y de pie se quedó. Me pareció raro hasta que comprendí que no tenía más remedio. La mesa y las sillas eran demasiado altas. Así pues, permaneció levantado, mirándome fijamente.
—Hugo —saludé con un gesto.
Vi un destello amarillo oscuro y me di cuenta de que me había enseñado los dientes. Si una mirada penetrante podía provocar que alguien estallara, mi suerte estaba echada.
—La cocina aún no ha abierto —anunció un jovencito que se nos acercó—, pero si quieren puedo traerles una cafetera y unos bollos.
—¿No hay hígado? —gruñó Hugo, sin quitarme los ojos de encima.
Comprendí entonces por qué intimidaba tanto su mirada: no parpadeaba. No había bajado los párpados una sola vez desde mi llegada.
—Sólo soy ayudante de camarero y no conozco muy bien la carta —contestó el muchacho, algo confundido—. Si lo pido seguramente me darán salmón ahumado o queso para untar.
Nadie contestó.
—Creo que vamos a hablar y ya está, pero gracias por el ofrecimiento —dije yo al final. Entonces se me ocurrió algo—. ¿Puedes llevarte las flores?
No me parecía que Victor fuera a poner un micrófono en un jarrón, pero ¿para qué arriesgarse?
El muchacho se marchó con las flores de plástico y decidí empezar.
—¿Sabes una cosa, Hugo? Para ser consejero espiritual eres bastante agresivo.
—¡Que te den por culo, desgraciado!
Me encogí de hombros. Empezaba a acostumbrarme a aquellos ojos que no parpadeaban. Me dirigí a Victor.
—¿Queréis cachearme? ¿Para aseguraros de que no llevo micrófono ni grabadora?
—No... hace... falta. Ya... te he... escaneado —respondió, moviendo ligeramente la cabeza para señalar los monitores.
No me lo creí, porque en ese caso habría mencionado la pistola que me había pegado con cinta adhesiva a la parte baja de la espalda.
—Sobre... todo... no... saques... la pistola... que... llevas... detrás —añadió—. Hugo... será... el que... hable... más... por... motivos... evi... dentes.
—Muy bien —contesté, intrigado por saber qué otras prestaciones ofrecía aquella silla de ruedas—. A ver, contadme, ¿cómo manipulasteis el satélite espía?