Gente Letal (23 page)

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Authors: John Locke

BOOK: Gente Letal
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—Te gusto mucho, ¿no?

—No seas creída —contesté sonriendo.

—Ah, me parece que tengo derecho. A juzgar por cómo se te ha quedado colgando la lengua tengo derecho a ser creída.

—Me parece que vas muy en serio —respondí, y apoyé la lengua sobre la barbilla.

—Qué engreído.

—Tú sigue así y no conseguirás acostarte conmigo —advertí.

—Espera y verás.

37

Según Kathleen, el Arabelle, el «restaurante emblemático» del Plaza Athenee, resultaba demasiado lujoso para como iba vestida.

—Sin embargo, el bar Seine es el local más romántico de Manhattan según el
New York Post
—informó arqueando una ceja.

—Pues en ese caso estamos en el lugar indicado.

Cruzamos el vestíbulo y entramos en el bar Seine. Señalé, en el otro extremo del salón, de suelo de cuero, un sofá vacío y tapizado con tela que imitaba una piel de animal.

—¿Te apetece acurrucarte conmigo en ese rincón tan acogedor? —propuse.

—Para el carro, Romeo, y primero pídeme un bocadillo.

—¿Cómo puedes pensar en comer en un momento así?

—Tengo que reunir fuerzas para luego, que creo que te ha tocado la lotería, tío con suerte —contestó guiñándome un ojo.

Nos sentamos en unas sillas demasiado acolchadas y con brazos de una altura ridícula. Teníamos delante una mesita baja octagonal.

—Podría pedir una botella de algo para darme ánimos —dije.

—Aquí no sirven botellas, tontorrón. Éste es un local con clase.

Eché un vistazo alrededor.

—Tienen un hotel emblemático, un bar emblemático, probablemente hasta un cóctel emblemático —comenté.

—Ya estamos —rio Kathleen—. ¡Pues sí que tienen un cóctel emblemático!

—Mientras el nombre no sea nada de «venti» o « doppio».

—Si te lo digo, ¿prometes que lo pedirás?

—Es una pijería, ¿no?

Su risa empezó a borbotear y expandirse por todo el bar.

—¿Más pedante que los nombres de los cafés de Starbucks? —insistí.

—Ésos en comparación son unos meros aprendices —resopló con una mirada de fingida superioridad—. No les llegan ni a la suela del zapato.

—Vale —sonreí—. Dispara.

Luego llegó la camarera y pedimos un bocadillo de berros para Kathleen.

—¿Y para beber? —preguntó.

—Un martini de granada —pidió Kathleen.

La camarera sonrió y luego me miró.

—¿Y para el señor?

Me volví hacia Kathleen.

—Dilo —suplicó entre risitas.

—Un crystal cosmopolitan, por favor —suspiré, y Kathleen prorrumpió en una sonora carcajada.

Nos sirvieron. No quería aguar la fiesta, pero me interesaba saber por qué había cambiado de opinión y accedido a verme.

—Por Augustus —dijo.

—¿Augustus?

—Lo mandaste a proteger a Addie.

—Sí.

—Aunque tú y yo habíamos roto.

—¿Y?

—Pues que de verdad le tienes cariño a Addie y no quieres que le pase nada. Eso me enterneció, Donovan. Tu carácter queda reflejado en ese acto.

Me acordé de que la semana anterior había metido la pata con Lauren. Estaba decidido a no reaccionar ni decir nada que pudiera estropear lo que prometía ser una noche excepcional. Me pareció que lo mejor era centrarme en un tema poco comprometido.

—¿Has tenido oportunidad de charlar con Quinn? —pregunté.

—Sí. Augustus es maravilloso con los niños... Muy cariñoso y atento.

No recordaba haber oído las palabras «Augustus», «cariñoso» y «atento» en la misma frase.

—¿Habéis hablado de mí? —pregunté.

—¡Pues claro! —exclamó con viveza.

—¿Y?

—Le he dicho que creía que tenías graves defectos.

Asentí.

—¿Y qué ha contestado?

Kathleen se puso seria por un momento e hizo una pausa para dar mayor peso a sus palabras.

—Ha contestado que eras caballeroso, que siempre ibas en busca de algo.

—¿Sólo eso?

—Y que eres buen amigo.

—¿Mencionó también que tengo debilidad por los cachorrillos y las mariposas?

—No... ¡Gracias a Dios!

Una hora después entramos en mi suite y me asaltó a besos antes de que tuviera oportunidad de cerrar la puerta. Nos manoseamos como posesos, compitiendo para ver quién tocaba más en menos tiempo. La apreté contra la pared abrazándola y nuestras bocas hicieron todo lo posible para mantener el ritmo de la pasión.

Entonces Kathleen se separó de mí y me arrastró hasta el dormitorio. Me hizo girar y me arrojó sobre la cama. Me incorporé y tendí los brazos hacia ella, pero me apartó de un manotazo.

—¡Joder, esas granadas son espectaculares!

—¿Cuáles? ¿Éstas? —preguntó, mientras se quitaba el sujetador, con lo que mis circuitos cerebrales se pusieron a dar vueltas como los rodillos de una tragaperras—. ¡Ahora, Donovan! —exclamó.

—¿Ahora?

Se quitó la ropa y se relamió los labios.

—A tu ser... ¡vicio! —dije.

Hicimos el amor como adolescentes, destrozamos las sábanas, rodamos por todas partes. En un momento dado se puso a gemir como una actriz porno y le pedí:

—Tranquilízate, mujer. ¡Los dos sabemos que no lo hago tan bien!

38

En Cincinnati, el viento batía y formaba remolinos bajo un cielo plomizo. Los papeles cobraban vida en las corrientes de aire. Un autobús se detuvo en la esquina de las calles Cinco y Vine y bajó una jovencita con un vestidito de punto gris con pliegues. Las ráfagas repentinas jugueteaban sin piedad con la prenda, que ondeaba y bailaba en torno a sus piernas, revelando más de lo que ella habría querido. Un envoltorio de celofán salió disparado del arroyo y se integró a un diminuto ciclón que fue dando vueltas a lo largo de unos veinte metros por Vine antes de aterrizar en la acera delante del edificio Beck.

El Beck era una construcción austera situada a un tiro de piedra del hotel Cincinnatian, donde había dormido la noche anterior. Allí estaban las oficinas del bufete de abogados Hastings, Unger y Lovell.

Según el recepcionista, la suite que me habían asignado en una esquina de la primera planta del legendario hotel era llamativa y elegante a la vez. Al menos la cocina y el salón tenían una vista fantástica del centro de Cincinnati, así como de la entrada principal del edificio Beck, por lo que me ahorré prestar atención a la decoración mientras esperaba la llamada de Augustus Quinn.

Mi amigo había llegado una hora antes con una bolsa de lona por todo equipaje. En aquel momento la bolsa y él estaban en el maletero del amplio coche negro de Sal Bonadello.

Tenía la esperanza de que siguiera con vida.

Bueno, en realidad estaba casi seguro de que seguía con vida, porque si estaba en aquel maletero era porque yo se lo había ordenado.

Todas las ciudades tienen su ritmo y desde la ventana me empapé al máximo de las imágenes y los sonidos del centro de Cincinnati, tratando de captar su esencia. A unos metros de distancia había un indigente sentado en un banco helado del espacio que hace las veces de plaza mayor de Cincinnati, a falta de algo mejor: una manzana donde hay hierba, un cenador y una zona al aire libre lo bastante grande para celebrar actos con algo de público. En la calle estaban casi a bajo cero, pero el indigente tenía cerca un par de palomas con esperanzas de recibir algunas migas de pan. Me hice la ilusión de que en algún momento hubiera disfrutado de una vida mejor.

No creía que la llamada de Quinn fuera a producirse hasta pasados diez o quince minutos y no pensaba preocuparme hasta que trascurriera media hora sin noticias de él. Junto a la ventana, me dije que no tenía motivos para creer que Sal fuera a traicionarme, pero en el fondo acababa de jugarme la vida de Quinn basándome en una suposición.

También se me ocurrió que allí plantado ante un cristal que iba del suelo al techo ofrecía un objetivo excelente.

Bajé las persianas, fui al interior de la suite y, para no pensar en el dibujo del empapelado, repasé el plan una vez más.

Aquello era una guerra y lo tenía todo muy controlado. Callie seguía en Virginia Occidental supervisando a Janet y Kimberly. Quinn había pasado la noche en la unidad de quemados y a primera hora lo habían relevado dos de nuestros hombres de Bedford. Kathleen estaba en su oficina y Lou Kelly le había puesto a un tío de protección, por si acaso. Victor y Hugo se dedicaban a reunir el equipo de asalto y ultimar los detalles necesarios para tomar el control de un vehículo de vigilancia aérea no tripulado.

Sal Bonadello se encontraba en la sexta planta del edificio Beck con su guardaespaldas y dos abogados, urdiendo un plan para asesinarme. Los abogados en cuestión eran Chris Unger, cuyo despacho privado estaba allí mismo, y su hermano menor, Garrett, que había tenido como clientes a los padres de Addie, Greg y Melanie Dawes.

Los abogados no suelen participar en conversaciones sobre actividades delictivas y mucho menos se dedican a planearlas, pero, dado que en los bajos fondos se me conocía como agente contraterrorista, Joe DeMeo quería montar el golpe con un cuidado especial y que todo el mundo estuviera en sintonía. Los Unger estaban metidos hasta el cuello en el crimen organizado, pero no podían permitirse que los vieran hablando con Sal Bonadello y su guardaespaldas, Feroz (llamado así porque recordaba al lobo del cuento); y precisamente por eso pensaba que teníamos bastantes posibilidades de que llegara a buen puerto el plan que había pergeñado la noche anterior.

Sal había recibido una llamada de Joe DeMeo para encargarle la supervisión de mi asesinato y le había contestado que, por tratarse de un hombre de Seguridad Nacional, había que sentarse a hablar detenidamente del asunto. DeMeo se había negado, ya que no quería dejarse ver hasta que mi muerte estuviera confirmada, pero había enviado a su emisario de Nueva York, Garrett Unger. Como Sal vivía en Cincinnati y el hermano mayor de Garret, Chris, tenía el bufete en la misma ciudad, habían decidido reunirse en el despacho privado de éste, en la sexta planta del Beck.

Los inquilinos y los clientes del edificio conocían la existencia de cuatro niveles del aparcamiento subterráneo, pero se habrían sorprendido si se hubieran enterado de que la doble puerta de garaje con el cartel de «Salida de emergencia» daba en realidad a una zona de aparcamiento reservada para los socios del bufete y sus visitantes del mundo del hampa. Los abogados cambiaban el código de acceso antes y después de las reuniones con sus criminales clientes.

Sal Bonadello era la clave del éxito de mi plan. El guardaespaldas de Chris Unger había recibido a Feroz y a Sal hacía unos instantes para acompañarlos hasta los despachos privados.

Las salas estaban insonorizadas y rodeadas de oficinas vacías. Ninguno de los trabajadores del bufete estaba al tanto de la existencia de aquellos despachos ni tenía acceso a ellos desde las oficinas ocupadas. Las paredes de aquel sector estaban protegidas con una gruesa capa de hormigón para ofrecer un excelente nivel de seguridad e intimidad.

Cuando acudía un cliente del hampa el protocolo estipulaba que el chófer debía quedarse en el coche hasta que terminara la reunión. La única persona presente en el sector de despachos privados durante aquella entrevista o cualquier otra era la secretaria de Chris, cuya función era estar pendiente de la zona de aparcamiento reservada mediante un monitor instalado en su mesa.

Según mi plan, Sal distraería al guardaespaldas y haría una señal a su conductor, que accionaría el mecanismo de apertura del maletero. Quinn saldría entonces y me llamaría para darme el código de acceso. A continuación me reuniría con él y empezaríamos a trabajar.

Sonó el móvil. Contesté y una voz de mujer me dijo que había pensado en mí toda la noche y quería saber si había hecho los deberes y había estudiado para ser mejor amante. Y entonces se echó a reír.

—Reconozco que aún no he tenido tiempo de estudiar el asunto, que ya me parece bastante difícil de por sí.

Kathleen soltó otra carcajada e imaginé que se le arrugaban los ojos por las comisuras.

—Pues entonces perfecto —respondió—, ¡porque me muero de ganas de enseñarte!

—Aún no me he recuperado del último examen al que me sometiste.

—Bueno, pues ve preparándote.

—¿Por qué?

—¡Pues porque el próximo será oral!

—¡Pero bueno! ¿Me lo prometes?

—Hum —musitó.

Podría haber seguido hablando así durante un rato, pero encendí el televisor y busqué el canal HLN. Mostraban la explosión del hotel cuatro veces por hora, así que no puede evitar volver a verla. Repitieron por enésima vez las imágenes de las hileras de bolsas de restos humanos colocadas sobre la arena, a la espera de que las cargaran en ambulancias. Había hombres y mujeres destrozados, familiares que lloraban a sus seres queridos, niños inexpresivos con la cara ensangrentada: las típicas gilipolleces que cabía esperar de los noticiarios televisivos que todas las noches convertían la conmoción y el espanto en plato principal de la cena.

Una vez que hubieron extraído hasta la última gota de dramatismo a la historia, pasaron al marido de Monica, el doctor Baxter Childers, rodeado de periodistas excitados mientras se dirigía hacia un coche.

Hasta hacía poco, la prensa lo había tenido entre algodones, pero aquello no podía durar. Las especulaciones sobre asesinos a sueldo siempre inyectaban nueva vida a las noticias ya exprimidas. Por ese motivo, algunos presentadores de programas de entrevistas habían empezado a hurgar en las posibles vinculaciones entre Baxter y los secuestradores. Un gilipollas incluso se había puesto a buscar relación entre el nombre de Monica y Santa Mónica. Hacía conjeturas con la posibilidad de que la siguiente víctima fuera Monica Seles. «Sí, o quizá Santa Claus, ya puestos», pensé.

Y las redacciones de todo el país disfrutaban de lo lindo con otro rumor sobre un posible triángulo amoroso que implicaba a Monica Childers y un profesor de yoga.

No me cabía duda de lo que esperaba al doctor Childers, estaba todo previsto. Abdulá Fathi y su hijo le habían sacado todo el jugo posible a Monica después de pagar una buena cantidad por ella y, cuando ya no pudieron seguir disfrutando de su cuerpo, o se había muerto o la habían matado. El siguiente paso era que los hombres de Victor colocaran suficientes pruebas falsas como para condenar a Baxter. Al final le caería una cadena perpetua y Victor conseguiría su venganza.

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