Authors: John Locke
Los corresponsales esperaban en Washington el inicio de la rueda de prensa de la agente especial Courtney Armbrister, en el transcurso de la cual tenía previsto dar nombres de individuos relacionados con ambas investigaciones. Supuse que estaba retrasando su aparición ante las cámaras para generar interés con vistas a una futura carrera en el periodismo televisivo.
Gracias a Dios, Quinn me mandó el código de acceso, lo que quería decir que estaba en posición. Bajé al vestíbulo por la escalera y crucé la calle hasta la entrada del aparcamiento del Beck. Fui al final del nivel situado en la misma planta baja, miré a ambos lados para asegurarme de que no me habían visto e introduje el código. El portalón se abrió con parsimonia. Quinn me esperaba dentro, junto a uno de los ascensores. Me reuní con él y subimos.
Apenas se habían abierto las puertas del ascensor cuando la secretaria de Chris Unger soltó un berrido escalofriante y se metió bajo la mesa de un brinco.
—Pobrecita —se lamentó Quinn—. Debería ir a tranquilizarla.
—Ya. ¿Y eso te ha funcionado alguna vez? —pregunté.
De repente apareció un tío cachas, obviamente el guardaespaldas de Chris Unger. Vio a Quinn, volvió a mirar y exclamó:
—¡Hostia puta!
Aquel tío tenía algo que me descolocó un poco. De cerca me sonaba. Quizás había llegado a la Tierra con poderes muy superiores a los de los mortales, o al menos así se comportaba. Desde luego estaba cuadrado, con músculos por todas partes; parecía una boca de riego. Llevaba la cabeza afeitada y en la frente, por encima de la nariz, alguien le había grabado dos equis.
Quinn dejó la bolsa de lona en el suelo.
—¿Qué llevas en el bolso? ¿Un tampón? —le preguntó Musculitos, y arrugó los labios para mandarle un beso.
Augustus se fijó en que se me había doblado la rodilla izquierda y me miró de reojo.
—Tranquilo —dije.
Asintió. Nadie se movió.
—Señorita, salga y póngase detrás de mí —ordenó Musculitos sin perder la calma.
La secretaria obedeció tapándose los ojos con una mano. Por lo que vi tenía bastante buen tipo, pero llevaba un moño arregladito y estreñido que no me entusiasmaba. Se puso a hiperventilar y soltar unos extraños resoplidos mientras trataba de recuperar la compostura.
—Esa reacción tan acusada ante la aparición de mi compañero indica falta de preparación —comenté.
—¡No se me acerque! —gritó la infeliz, mirando a Augustus.
Musculitos le susurró algo y la secretaria avanzó unos pasos, nos rodeó lentamente y desapareció tras la puerta del ascensor. Podría haberla detenido, pero sabía que el conductor de Sal se encargaría de la situación.
Una vez a solas, el culturista nos permitió escuchar su vozarrón de chulo.
—¿Quién coño sois, mamones, y qué queréis?
—Quisiéramos ver a Garrett Unger y a su hermano Chris —dije, tratando de no perder los modales.
—Yo trabajo para Chris Unger y nadie habla con Chris Unger sin mi visto bueno —respondió—. Si tenéis algo que decirle a Chris Unger, me lo decís a mí.
—De acuerdo. Dile al señor Unger que su guardaespaldas es un cagado.
Musculitos no le quitaba ojo a mi gigante y estaba pendiente del espacio que los separaba.
—Vale, sabéis quién soy, ¿no? —dijo.
Me volví hacia Quinn, que se encogió de hombros.
—Pues no —contesté—, pero nos suenas.
—¿Siempre hablas en nombre del pasmarote? —preguntó.
Cuando di un paso hacia él me fijé en que se percataba de mi cojera.
—Soy Doble Equis —informó, como si eso lo aclarase todo.
Quinn y yo volvimos a mirarnos.
—¿Te grabaste eso en la cabeza cuando cumpliste veinte años? —preguntó Quinn.
—Es mi alias. En el circuito —explicó Doble Equis, molesto.
—El circuito —repetí.
Doble Equis suspiró.
—Pues claro, el circuito UFW. El circuito de lucha Ultimate Fighting Warriors.
—Ah, ese circuito —dije.
Di otro paso de cojo hacia él. Desplazó el peso para colocarse en posición de lucha y con una gran dosis de orgullo declaró:
—He sido campeón del mundo de los pesos pesados.
—Cuánto me alegro —contesté—. A lo mejor podemos charlar sobre eso cuando haya visto al señor Unger. ¿Me haces el favor de portarte bien, estimado guerrero, y llevarnos a hablar con él?
Doble Equis nos miró con desprecio.
A mí me habían mirado así muchos tiarrones, pero a Quinn no le había pasado muy a menudo. Eché un vistazo a mi monstruo con el rabillo del ojo. No me pareció ofendido.
—A tu novio no lo conozco, caraculo, pero tú sí sé quién eres. Tú eres el que secuestró a Monica Childers —dijo Doble Equis, dirigiéndose a mí pero señalando a Augustus.
—¿Caraculo? —se sorprendió mi compañero.
—Te pones muy duro cuando hay que atacar a cuarentonas delgaduchas —añadió Doble Equis, también para mí—, pero acabas de topar conmigo, un rival imbatible.
—¿Te enseñan a hablar así en el UHF?
—Es el UFW, gilipollas. —Me dio un repaso como si olisqueara una cebolla—. Tienes planta y puede que hayas dado cuatro hostias a tíos poco preparados, pero ni te haces a la idea de las cosas que he visto yo. No durarías ni treinta segundos en la lona.
—¿La lona?
—Exacto. Te meten en una jaula con un aspirante al título mundial y nadie sale hasta que, básicamente, uno de los dos ha muerto. —Dejó esa última frase en el aire antes de proseguir—. Vais a quedaros quietecitos hasta que os diga que podéis moveros.
—Me parece que te equivocas —contesté.
—En este momento la secretaria del señor Unger está informando a un miembro del crimen organizado de vuestra presencia. Ya estáis muertos; lo que pasa es que aún no lo sabéis.
Un buen experto en artes marciales siempre ataca la debilidad del contrincante. Doble Equis no incumplió la norma y se lanzó hacia mí como esperaba, directo a meterme la pierna derecha entre las mías y derribarme barriendo la que tenía coja.
Por desgracia para Doble Equis, no tenía ninguna pierna coja y me aparté sin problemas antes de que pudiera hacerme el menor daño. El pobre se encontró de repente en una postura extraña, ligeramente desequilibrado, vulnerable y con una pierna aún en pleno ascenso hacia un objetivo que había desaparecido.
Sin darle oportunidad de reaccionar, aticé un puñetazo en el cuello al antiguo campeón mundial de los pesos pesados en la categoría de jaula sobre lona, con todo el impulso del que fui capaz. Lo rematé con un gancho de izquierda contra el otro lado del cuello y se le pusieron los ojos en blanco. Iba a derrumbarse, pero le aferré la nuez entre el pulgar y el nudillo del índice y se la aplasté hasta que formó con la boca una O perfecta. Cuando lo solté, Doble Equis se desmoronó y se llevó las manos a la garganta. Trató de hablar, pero el esfuerzo resultó excesivo. Rodó sobre el costado y empezó a sufrir contracciones en las piernas, como un perro dormido al soñar que persigue a un conejo.
—Justo antes de que le aplastara la laringe me ha dado varias palmaditas en el hombro. ¿Por qué crees que sería? —pregunté a Quinn.
—Me parece que quería abandonar. Es lo que hacen en la lucha en jaula cuando ya no pueden más.
—Ah, hombre, que lo hubiera dicho.
Pasé por encima de él y entré por la puerta por la que había salido Doble Equis un rato antes.
Quinn le encontró la pistola y la metió en la bolsa. A continuación lo agarró del cuello de la camisa y empezó a arrastrarlo, sin que al pobre dejaran de temblarle las piernas. Entró detrás de mí y me siguió por el pasillo hasta verme cruzar el umbral del despacho de Chris Unger.
Lo primero que observé fue que Chris Unger estaba sentado a su mesa, de espalda a las ventanas. Delante había tres butacas para las visitas. La primera la ocupaba su hermano, Garrett. La segunda estaba vacía. En la tercera estaba sentado mi mafioso preferido, Sal Bonadello.
Sal me hizo un gesto al verme y comentó:
—Bueno, pero esto es, ¿cómo se dice?, serendipia. ¡Si estábamos hablando de ti!
Reconocí a su guardaespaldas, que estaba apoyado contra la pared del fondo.
—Supongo que Joe te ha dicho que podías traerte a Feroz —comenté.
—Sí, acabo de ir a mear hace un momento. Mear siempre me hace pensar en Joe, así que lo he llamado.
Feroz tenía la mano dentro de la americana.
—¿Sigues utilizando la 357? —pregunté.
Sin cambiar la expresión, Feroz miró a Sal con ojos de reptil.
—Tranquilo; vienen conmigo —respondió su jefe.
Los Unger se volvieron hacia él y acto seguido se miraron. Garrett parecía más nervioso que su hermano mayor.
De repente todos los ojos se clavaron en la puerta cuando entró Quinn, arrastrando tras de sí a Doble Equis, que seguía agarrándose el cuello con una mano mientras con la otra lanzaba zarpazos al aire. Imaginé que aún estaría tratando de abandonar. Quinn soltó a su presa, que se dio de bruces contra el suelo. Mi gigante cerró la puerta con el pestillo.
Sal se levantó de un brinco, con una emoción repentina.
—¡Un momento! —exclamó—. ¡Esta escena me suena! Es de una película, ¿verdad?
Este muerto está muy vivo
, ¿no? —Señaló a Doble Equis—. ¡Eres tú! ¡Tú eres el muerto muy vivo!
Desde su atalaya, en el otro extremo de la sala, Feroz observaba la escena con una ambivalencia burlona.
Chris Unger, en cambio, estaba escandalizado.
—¿A qué viene esto? —quiso saber.
Se puso en pie y adoptó la postura desafiante apropiada para su categoría de peso pesado legal. Tenía el pelo canoso y engominado, peinado hacia atrás. Llevaba un traje de Armani azul marino, camisa blanca de algodón fino recién planchada y corbata de seda de un rojo intenso.
Una persona con miedo a los abogados se habría echado a temblar nada más verlo, pero los presentes estábamos hechos de otra pasta. Incapaz de obtener la reacción que esperaba, Unger volvió a sentarse detrás de la mesa, que seguramente había costado más que la casa en que yo había pasado mi infancia. Y ese mueble no era lo único que amedrentaba: todos los elementos de su oficina rezumaban poder, desde los oscuros paneles de cerezo que forraban las paredes hasta los estantes repletos de fotografías de Unger posando con presidentes de ayer y de hoy, por no hablar de lo más granado de Hollywood. Estaba claro que se trataba de un hombre dispuesto a pagar un buen dinero para estar en la zona VIP en las cenas de recaudación de fondos y, por supuesto, volver a casa con la foto de rigor junto a los asistentes famosos.
—Tengo que hablar con tu hermano —informé—. No tardaré nada.
Chris Unger abrió la boca para protestar, pero al ver a Doble Equis tratando de abandonar se lo pensó dos veces.
Estaba claro que había dedicado tiempo a admirar la destreza competitiva de Doble Equis en la lucha en jaula, porque ver en aquel estado a quien había sido el hombre más bruto del planeta lo dejó sumamente turbado.
Doble Equis debió de detectar la desilusión reflejada en el rostro de su jefe, porque trató de emitir las palabras «puñetazo por sorpresa», aunque el resultado se pareció más a «pastazo de fresa».
—Garrett, no digas una palabra —se atrevió a ordenar de repente su hermano, reponiéndose—. Voy a llamar a DeMeo. —Y cogió el teléfono.
—¿Augustus? —dije.
Quinn levantó la butaca desocupada y la utilizó de ariete para romper la ventana. Luego la dejó en el suelo, cogió a Chris Unger como si fuera un muñeco de trapo y lo llevó hasta el agujero recién practicado.
Garrett Unger se puso en pie de golpe.
—¡Suéltelo! —bramó.
Chris hizo callar a su hermano con un gesto y trató de mantener la calma.
—Vamos a tranquilizarnos —pidió—. A ver, señores, que todos hemos visto la misma escena cien veces en el cine. Pueden amenazarme todo lo que quieran, pero en el fondo todos sabemos que es un farol. No tienen ninguna intención de arrojarme por la ventana, así que vamos a sentarnos y a...
Quinn lo arrojó por la ventana.
Sal arqueó las cejas y exclamó:
—¡Me cago en la puta!
—No te vas a echar atrás por eso, ¿verdad? —le pregunté sin despegar la mirada de Feroz.
—¡Qué coño, claro que no! —replicó Sal—. ¡Dile que arroje también al muerto muy vivo!
Doble Equis puso los ojos como platos. Dejó de jadear y se quedó inmóvil, tratando de ocupar el mínimo espacio posible. Me pregunté si aquel tipo de comportamiento sería aceptable en la lucha en jaula.
Garrett Unger, ex abogado de Greg y Melanie, se había quedado con los pies pegados al suelo, pálido, mudo de asombro. Aferró la esquina de la mesa de Chris para no perder el equilibrio sin apartar los ojos de la ventana, boquiabierto. Se trataba de un hombre cuyo poder emanaba de las ideas y las palabras, lo cual podría haber explicado por qué movía los labios a cien por hora mientras mascullaba frases que nadie lograba entender.
Poco a poco se dejó caer en la butaca. Aunque su cuerpo se adaptó con rapidez a los contornos del asiento, no me pareció que tuviera la cabeza demasiado centrada.
Quinn lo miró cara a cara.
—¿Qué...? ¿Qué que... queréis saber? —preguntó Garrett.
—¿Qué se te ocurre? —dije.
—Pe... pero... No pue... no puedo.
Miré a Quinn.
—¿Augustus?
Mi gigante sacó una fotografía del bolsillo y se la echó en el regazo. Llevaba la fecha del día anterior estampada en la esquina inferior derecha, junto con la hora en que se había tomado. Era una imagen sencilla que recogía una típica escena familiar: un almuerzo tardío en un restaurante de la cadena Denny’s, un jovencito sentado a la mesa jugando con una Nintendo DS con su hermana mayor al lado, perdida en sus pensamientos de adolescente, mientras la madre hablaba con la camarera.
En otras palabras, la mujer y los hijos de Garrett Unger.
—¡Espera! —gritó.
Acababa de perder a su hermano mayor, pero la fotografía lo había ayudado a comprender que el papel de hermano quedaba en segundo lugar, que antes era esposo y padre. Empezó a serenarse.
—Esta información no sale de esta sala, ¿de acuerdo? —dijo tras respirar hondo un par de veces.
No sabía qué clase de compañías frecuentaba, pero le deseé que ocuparan un puesto más alto que Sal, Feroz, Quinn y yo en la escala de la sinceridad.
—Te doy mi palabra de honor —aseguré con solemnidad.