Authors: John Locke
El terreno iba desde las suaves ondulaciones hasta las caídas pronunciadas. En la parte exterior había un bosque denso con escasa maleza, ya que lo habían limpiado para dejar una alfombra de hierba mullida y pinaza.
Según Lou Kelly, en su día había sido un refugio de primera categoría para actividades empresariales, debido a la cercanía de la antigua autopista, a la belleza del paraje natural y a la ubicación en un punto aislado y tranquilo.
Se llegaba al complejo residencial de Joe por una pista de tierra y grava que mantenía el estado de California. La entrada a la propiedad estaba a apenas trece kilómetros al sur de Ventucopa y a veintidós al noreste de Santa Bárbara, cerca del centro de lo que la mayoría de la gente consideraba parte del Bosque Nacional Los Padres.
Charlie tenía razón en lo del nivel de actividad. Joe DeMeo se había asustado, y la prueba estaba en la cantidad de pistoleros que vigilaban el complejo. Por lo que había oído, aquel lugar siempre había estado bien protegido, pero aquella cantidad de hombres era ridícula. Sabíamos que contaba con unos doce matones, nueve de los cuales habían rodeado el cementerio donde nos habíamos visto hacía menos de una semana.
En las imágenes del VANT se apreciaba que había situado a ocho más entre la valla metálica y el muro de hormigón. Contaban con perros guardianes, lo que me indicó que Joe los había contratado en una empresa de seguridad privada. Había decidido gastarse un dineral y no correr ningún riesgo.
Habría estado bien contar con alguien dentro, así que le dije a Sal que le ofreciera a algunos de sus pistoleros, pero Joe no tenía ganas de confiar en nadie y no le pareció prudente invitar a otra familia del crimen organizado a penetrar en su santuario.
Sobre todo cuando su jefe acababa de sobrevivir a la explosión de un edificio.
Tras la destrucción del Beck, DeMeo expresó sus dudas sobre la lealtad de Sal, que ofreció una actuación digna de un Oscar, mostrando su exasperación y profiriendo una retahíla de amenazas. Al final, Joe DeMeo se quedó sin motivos para dudar de la versión que se le ofrecía y sí con un buen motivo para creérsela.
Sal le contó que yo debía de haber seguido a Garrett Unger desde Nueva York hasta Cincinnati, porque al llegar al Beck con su conductor y Feroz el edificio estaba en llamas y habían acordonado toda la manzana.
—Pero ¿cómo? ¿Quieres decir que ni siquiera estabas presente? ¿No llegaste a la reunión? —preguntó Joe DeMeo tras soltar una sarta de improperios.
—Pues no. Y si no me crees puedes mirar los vídeos. He estado en el despacho privado de Chris y tenía cámaras por todas partes. Puedes llamar a seguridad y ver los vídeos.
—Menuda comprobación —espetó Joe—. Te viene muy bien, teniendo en cuenta que las cámaras de seguridad quedaron destruidas en la explosión.
—¡No jodas! Qué putada.
El motivo de DeMeo para tragarse la historia era éste: justo antes de la reunión, Sal le había telefoneado para decirle que quería llevarse a Feroz, ya que los Unger tenían guardaespaldas.
—Sólo pretendo que haya, ¿cómo se dice?, distensión.
—Sí, vale, lo que quieras —había contestado Joe.
—¿Tienes que avisarles antes?
—Que se jodan. Tú vete para la reunión.
—Estoy en camino —había dicho Sal.
Al cabo de unos minutos volvió a llamar a Joe para decirle que estaba en el coche a una manzana del Beck, pero que la zona estaba acordonada porque el edificio se había incendiado. Durante esa conversación fue cuando le dijo que mirase los vídeos.
—Acabo de llamar a Chris Unger —aseguró— y no contesta.
Joe lo intentó y le sucedió lo mismo.
La explicación de lo sucedido era verosímil. A Joe le pareció que no era lógico que Sal hubiera solicitado la presencia de su guardaespaldas si no pensaba acudir a la reunión. Aunque no por eso confiaba en él.
Al cabo de unas horas tuvieron otra conversación.
—Según los testigos, Chris Unger saltó por la ventana... o alguien lo hizo saltar —informó DeMeo.
—¿Crees que se tiró como la gente del World Trade Center? —preguntó Sal.
—Mi contacto en la policía dice que, según los testigos, Unger aterrizó minutos antes de que hiciera explosión la bomba.
Hablaron así durante un rato, según Sal, pero lo importante era que Joe DeMeo empezaba a alarmarse. Por consiguiente, reunió un pequeño ejército y lo colocó en el interior y el exterior de los muros de su finca. El reto iba a ser tremendo, pero ya me preparaba para superarlo.
Sonó mi móvil.
—Tengo al arquitecto —informó Quinn—. Estoy en su casa.
—Perfecto. Tráelo al campamento.
No contestó.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—¿Qué hago con la mujer?
—Pero ¿no iba a estar fuera toda la tarde?
—Algo ha salido mal. Se había olvidado una cosa y ha vuelto a buscarla.
—A buscarla —repetí.
—Pues sí.
—Tráela también.
Quinn se quedó en silencio otra vez.
—Joder. ¿Qué más?
—Que no tiene los planos.
—¿Y eso?
—Es lo que acordaron. Joe lo obligó a entregar todo el proyecto.
—Bueno, tráelo igualmente, y a su mujer —suspiré—. Les enchufaremos el ADS hasta que el buen hombre se acuerde de lo que me interesa oír.
—¿Ya tienes el Hummer? —quiso saber Quinn.
—Lo tendré cuando llegues.
Darwin rugió, bramó y montó la marimorena al enterarse de mis intenciones, pero imaginé que para sus adentros se alegraba de que planeara acabar con Joe DeMeo. Decidí comprobar mi teoría.
—Puedo liquidarlo —afirmé—, pero para capturarlo con vida necesito tu ayuda.
—¿Y a mí qué coño me importa si acaba vivo o muerto?
—Si te lo traigo vivo, puedes entregárselo al FBI para que lo empapelen por la bomba del hotel, junto con todas las pruebas que encontremos en su casa.
—Pruebas no habrá ninguna. Además, cuando llegue el momento ya pillaré al otro, al que lleva las putas.
—¿A Grasso? Es uno de los vigilantes de Joe. Vive en una de las casas de invitados de la finca. Te repito que sin tu ayuda no saldrá vivo de ésta.
—¿Y qué pasa con la puta?
—Paige. Se llama Paige.
—Lo que tú digas.
—Paige ya debe de estar muerta.
—O no.
—Eso espero —respondí—, pero de todos modos su testimonio no bastaría para condenar a DeMeo por lo de la bomba.
Darwin reflexionó.
—¿Qué quieres de mí? Por tu bien, que no sea mucho.
Sabía que en cualquier caso se pondría como una moto, pero lo único que necesitaba era un sistema de proyectiles de impulsos de energía montado en un todoterreno Hummer.
—¿Un PEPS? ¡Tú deliras! —gritó.
—Puedes mandarlo a Edwards en un avión de carga —propuse—. Me queda aquí al lado.
—Ya sé dónde coño está Edwards. ¿No acabas de volar hasta allí con tres unidades del ADS?
—Sí, bueno, pero necesito el PEPS.
—Y ahora me soltarás que lo necesitas para mañana.
—En realidad, para esta tarde a las seis.
—Estás chalado, joder.
—Va, venga, Darwin. Para ti no hay imposibles.
—Sí, mantenerte a raya.
—Mira, ya sé que no será fácil y que nadie más en todo el país podría conseguirlo, ¡pero tú eres Darwin!
—¡Vete a tomar por culo! —exclamó—. No puede ser. Y punto.
—Iré a la base a las seis. A ver si me impresionas.
—¡A la mierda, Creed!
Hugo y su ejército de personas de baja estatura habían instalado su campamento base a diez kilómetros al este de la carretera 33, cerca de un antiguo puesto de observación de los guardabosques. Detuve el Hummer a unos treinta metros y me puse a esperar a Quinn.
—¿Qué coño es eso? —preguntó nada más aparcar a mi lado, señalando un tercer vehículo.
—Son gente del circo —expliqué—. Es uno de sus carromatos.
Para ser exactos, se trataba de una autocaravana Winnebago rojo fuego cubierta de decoración circense.
—¿En serio?
—Claro.
Se quedó mirándome.
—¿Vamos o qué?
—Hugo es todo un soldado. Probablemente preferirá invitarnos a entrar en el campamento.
—Victor, Hugo y la
troupe
circense —comentó Quinn.
—Y nosotros —añadí.
Unas cuantas personas de baja estatura empezaron a agruparse en la distancia y a observar aquel vehículo tan extraño que llevábamos. Vestían camisas de vivos colores y pantalones anchos. Nos señalaban y parloteaban mientras llegaban otros.
—¿Tú qué crees que están diciendo? —preguntó Quinn.
—Que hay que seguir el camino de baldosas amarillas.
Se volvió hacia mí atónito.
—¿De verdad quieres decirme que vamos a atacar a Joe DeMeo, sus veinte tiradores y sus ochos perros con esa panda de payasos? —se sorprendió.
Nos miramos. Eran payasos, desde luego. Nos echamos a reír. No sé muy bien por qué, quizá fuera la tensión, quizá nos alegrábamos de volver a trabajar juntos en una gran empresa.
—Ya me hago una idea —comentó Quinn—. Los enanos se ponen un floripondio en la camisa y cuando los gorilas de DeMeo se agachan para olerlo ¡en realidad es un surtidor de agua!
—Y cuando aprietan el gatillo de los revólveres de juguete sale una pancarta que pone: «¡BANG!»
—Y Joe dice: «¿Quiénes son estos payasos, joder?», y alguien responde: «¿Y yo qué coño sé? ¿El circo ruso?»
—¡Joe DeMeo capturado por enanos de circo! —exclamé—. ¿Tú crees que existe la posibilidad de que se burlen de él en la cárcel?
En ese momento se acercó Hugo.
—¿Qué coño es eso? —preguntó.
Al igual que el ADS, el PEPS era un arma creada originalmente para controlar multitudes. Tenía una precisión de kilómetro y medio y disparaba ráfagas de impulsos de energía que hacían estallar objetos. Si se accionaba cerca de algo, recalentaba el aire circundante hasta que el objetivo hacía explosión. La onda expansiva derribaba a todo el que estuviera en las proximidades y lo dejaba inutilizado durante más de un minuto.
—Si lo tenemos, ¿para qué necesitamos los ADS? —quiso saber Hugo tras escuchar esa explicación.
Le aclaré que, si bien el PEPS derribaba muros y desorientaba a la gente, no necesariamente los desarmaba ni los dejaba incapacitados.
—El ADS es distinto —añadí—. Ofrece una solución instantánea y permanente al problema de la resistencia.
Hugo centró entonces la atención en Quinn.
—Qué feo eres, cacho hijoputa. Sin ánimo de ofender.
—Me quedé así de comer gambas —replicó el otro—. Sin ánimo de ofender.
Se miraron fijamente.
—¿Quieres probar de qué estoy hecho? —espetó Hugo.
—No parece que de mucha cosa.
—A ver, que vamos todos en el mismo barco —tercié.
Hugo se fijó en el arquitecto y su mujer, que estaban atados en el asiento posterior del coche de Quinn.
—¿Y ésos quiénes son? —preguntó.
—Unos que van a decirme dos cositas: la distribución de la casa de Joe y cómo entrar en la habitación del pánico.
Había terminado de charlar con el arquitecto y su mujer y acababa de empezar el repaso final con el ejército circense cuando llamó Sal Bonadello.
—Joe va a por tu mujer y tu hija.
Lo esperaba. En un mundo normal, habría avisado a Callie para que se las llevara a la central para tenerlas a buen resguardo, pero aquél no era un mundo normal, sino el de Janet. Confiaba en que Callie las protegería, pero temía que Joe lanzara una bomba incendiaria contra la casa.
Así pues, la noche anterior había llamado a Kimberly para explicarle la situación. Le pedí que encontrara una forma de sacar a su madre de casa hasta que yo la llamara. Le dije que fueran adonde fueran no correrían peligro porque Callie las seguiría.
—¿Tienes hombres suficientes para plantar cara a esa amenaza? —pregunté a Sal.
Además de para meterme en el despacho de Chris Unger, la ayuda de mi mafioso favorito me era necesaria para esa otra parte del plan. Quería que sus hombres vigilaran la casa de Janet por si algo salía mal.
—DeMeo ha ofrecido un millón de pavos por tu cabeza. Se lo ha dicho a todas las familias y luego me ha llamado. Me ha ordenado secuestrar a tu mujer y tu hija.
—¿Y crees que también habrá mandado a sus hombres?
—Sí. No me extrañaría que el muy cabrón no confiara en mí.
—Y eso que te dedicas a dirigir obras de beneficencia y tal.
—Las Madres de Sicilia —recordó—. Bueno, ¿has llevado a tu familia a algún sitio seguro?
—Eso espero.
—¿Tu mujer está cabreada contigo?
—Ex mujer. Y sí, está cabreada. Como siempre.
—Ellas son así —apostilló.
Acabé de informar a los enanos del circo. Quinn comprobó el equipo. Hugo y yo llamamos a Victor y lo pusimos al tanto de la situación.
A continuación telefoneé a Kathleen.
—¿Qué tal va, vaquero? —preguntó.
—Es un rollo, lo típico de estos congresos de seguridad nacional —mentí.
—¿Asiste algún famoso?
—¿Aparte de mí? La verdad es que no.
—Seguro que estás por ahí con una de esas chicas despampanantes que no han conseguido triunfar en el cine.
—Sí, como que en California es fácil encontrar a alguien así —repuse.
Kathleen se rio.
—No trabajes demasiado, guapo. Cuando vuelvas espero recibir un tratamiento integral.
—Y lo recibirás.
—Y eso será...
—Aún no lo sé. A veces estas cosas duran un par de días, a veces más.
—Pues te espero —se despidió, y colgamos.
Había llegado el momento.
El problema del ruido era evidente. Entre el Hummer y la Winnebago, lo teníamos claro si pretendíamos acercarnos a menos de un par de kilómetros de la valla metálica.
Por eso necesitábamos el PEPS.
Hugo, Quinn y yo íbamos en el Hummer, el arquitecto y su mujer se habían quedado en el maletero del coche de alquiler de Quinn, y las personas de baja estatura nos seguían en la Winnebago. A Quinn siempre le faltaba espacio en los coches, y más que nunca en el Hummer.
—Intenta no echarme el aliento —le pidió Hugo.
—¿Para qué habéis traído una autocaravana? —preguntó Augustus—. Sólo sois diez. Yo creía que cabrían hasta treinta de los tuyos en uno de esos cochecitos de payaso.
—Sí, cabrían, pero ¿dónde íbamos a meter la red y las camas elásticas?