Gente Letal (29 page)

Read Gente Letal Online

Authors: John Locke

BOOK: Gente Letal
7.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

Así pues, había un rayo de esperanza, decidió Eddie. Cogió la nota, se dirigió a una silla vacía, se sentó y trató de controlar la sensación de rechazo que había dominado su vida desde el día en que se había hecho la lesión de rodilla.

La nota decía que Monica había encargado un almuerzo privado para los dos en la suite 316.

Eddie corrió hasta los ascensores y apretó el botón. No le importaba que pareciera demasiado perfecto. Había visto varias películas en las que una chica preciosa que iba de fiesta en fiesta un buen día decidía cambiar de vida y se tiraba al piscinero o al portero. Eddie no se hacía ilusiones; ya sabía que de aquello no iba a salir una relación duradera.

También sabía que cuando una mujer te invita a subir a su habitación en un hotel no puedes decirle que no. Casi le prometía sexo, seguramente tras un buen almuerzo y una conversación cargada de insinuaciones. Al llamar a la puerta pensó: «Dentro de menos de dos horas quizás esté tirándome a la tía más buena de todo el planeta Tierra.»

Callie tenía otros planes, por descontado.

—Pasa —dijo—. Está abierto.

Eddie entró en el salón de la suite, se fijó en las flores de la mesa, el champán en su cubo de hielo, las copas altas, el zumo de naranja natural, las fresas bañadas en chocolate. Oyó una música suave procedente del dormitorio. Callie estaba en el otro extremo del salón, apoyada contra la pared, muy elegante con un vestido de verano amarillo y las manos en los bolsillos, en una postura típica de modelo.

Eddie soltó un silbido.

—Una cosa está clara, Monica. Sabes crear ambiente.

—Me he tomado la libertad de encargar algo para picar. Espero que te parezca bien.

A Eddie Ray le gustaba decidir él mismo lo que iba a comer, pero qué coño, no había ido por el almuerzo. Además, la chica debía de ser modelo, con lo delgada que estaba, y las cosas que comían las tías delgadas no le entusiasmaban. Volvió a mirar el champán, el zumo de naranja y las flores. «Todo esto —se dijo—, y no hay ni una cerveza.» ¿Qué posibilidades había de que ella le hubiera pedido una hamburguesa con patatas fritas? Ninguna, claro.

—Lo que hayas elegido será perfecto, estoy seguro —dijo Eddie.

—He supuesto que eras de los tíos a los que les gusta un buen filete con patatas.

A Eddie le cambió el gesto y le ofreció una copa.

—Si me acompañas —contestó la chica.

Se la tomaron. Era una bebida para mariquitas, pero no estaba mala. Él se relajó en el sofá y ella le sirvió otra. Le pareció más fuerte y empezó a notar los efectos de beber con el estómago vacío. Decidió que eso no lo contaría por la noche cuando pasara el informe de su gran cita a los amigos en el bar.

—Cuando te acabes la copa te doy un beso —dijo ella con una sonrisa.

—Joder, me bebo toda la botella si te quitas el vestido —repuso él guiñándole un ojo, y se arrepintió de inmediato.

—¡Pero bueno, Eddie Ray! —exclamó la chica, aunque riéndose, así que a él le pareció que no se había molestado.

—Era una broma —aseguró, y apuró la copa de un trago.

—Bueno, ahora toca el beso, ¿no?

A Eddie le costaba creer su bendita suerte. Se levantó para recibir el beso prometido y avanzó metro y medio antes de poner una cara rara y llevarse las manos al pecho. Dio un par de pasos de lado y chocó contra la pared.

—¿Te encuentras bien?

—No sé qué me pasa —respondió mirándola.

Hincó las rodillas en el suelo y luego cayó de costado, con la cara retorcida primero por el dolor y luego por el tormento.

Callie colocó una silla a su lado y se sentó.

—No te queda mucho tiempo, así que presta atención.

Eddie había perdido la sensibilidad de los pies y las manos.

—¿Qué me has hecho? —jadeó.

—Te he envenenado.

—Pero... ¿por qué?

—Por Monica. Que no era tu novia, por cierto. Tenía cinco años menos que tú. Quince, la noche que la violaste.

—Pero... ¿qué dices? —boqueó; aunque le costaba hablar, en aquel momento le parecía que la garganta era la única parte del cuerpo que le funcionaba.

—Compraste un barril de cerveza y montaste una fiesta en tu casa —recordó Callie—. Acabasteis en el jardín. Monica volvía a su casa después de la clase de baile en el instituto. La conocías del barrio y la llamaste. Se acercó, la agarraste, la violaste en el césped de tu casa y la amenazaste con matarla si se lo contaba a alguien.

—¿Có... cómo sabes todo eso?

—Era un poco estirada —reconoció Callie—, pero era amiga mía. Tenía clase. Cosa que no puede decirse de ti.

—Socorro.

—Ni sueñes que van a rescatarte. Voy a hacerte una buena propuesta. Dame los nombres de dos personas que te hayan destrozado la vida como tú a Monica. Si quieres que se haga justicia, ésta es tu oportunidad. Pero habla rapidito, porque estás a punto de pagar por tus pecados de forma permanente.

Mencionó a su entrenador y al chaval de Woodhaven que había chutado el balón con toda la mala baba del mundo un segundo después de que sonara el silbato.

Callie limpió bien todas las superficies que pudiera haber tocado, incluida la jarra de zumo de naranja, la tapa y la botella de champán. Luego metió el corcho y las copas en la bolsa de lona que llevaba, junto con la nota que había escrito y que le sacó del bolsillo a Eddie Ray.

Se detuvo un instante e inspeccionó la suite. Le pareció que estaba esterilizada y se dirigió a la puerta. Sólo se detuvo para pasar por encima del cuerpo de Eddie, que no dejaba de estremecerse. Ya había terminado, estaba cansada de ser Monica.

52

Kathy Ellison casi había acabado de pasear a su golden retriever,
Wendy
, por el sendero circular cuando vio a un hombretón al lado de un cochazo aparcado justo delante de ella. Hacía un día precioso, soleado, y era un placer pasear por el recinto cerrado de la urbanización, que estaba en Marietta, a las afueras de Atlanta, Georgia. En los vecindarios como el de Kathy, donde las casas valían como mínimo un millón de dólares, prácticamente no había delincuencia.

De todos modos, el individuo que le cortaba el paso aquella mañana era tan corpulento y tenía la cara tan desfigurada y tan horrorosa que se detuvo de golpe a poco más de cinco metros.
Wendy
también se fijo en él o se percató del miedo de su dueña, como les pasa a veces a los perros. Poco a poco se le erizó el pelaje de la espalda y soltó un gruñido largo y grave. Kathy decidió que lo más sensato era dar media vuelta y volver a casa por el mismo camino.

Al girar sobre los talones oyó que el hombre la llamaba por su nombre. Se quedó paralizada, aturdida, aterrada. No era lógico que aquel individuo monstruoso supiera cómo se llamaba.

—No se asuste, señora, por favor —le pidió mientras se acercaba—. Entiendo que se sienta incómoda. Al principio la gente reacciona así. No puedo evitar tener este aspecto. Y lo he intentado, se lo aseguro. Lo mejor es que no me mire.

Quinn ya se había colocado a su lado. La pobre
Wendy
tiritaba de miedo y había dejado un charquito en el suelo.

—Kathy, me llamo George Purvis y me temo que tengo malas noticias.

Kathy no se había movido del punto en que se había quedado petrificada al oír su nombre. Ni siquiera había vuelto la cabeza hacia el hombre que tenía al lado. Así no podría identificarlo, de manera que quizá no le haría daño.

—Lo siento mucho, señor Purvis —dijo—. No me gustaría ser maleducada, pero nos está asustando a mi perra y a mí. No quiero oír sus malas noticias. ¿Me permite volver a mi casa?

Quinn puso una rodilla en el suelo y tendió la mano para que
Wendy
la olisqueara, pero la perra le clavó las mandíbulas en la muñeca, entre gruñidos, y empezó a desgarrarle la carne. A continuación se puso a tirar de la mano de un lado a otro como si tratara de partirle el cuello a una rata enorme.

—¡Dios mío! —exclamó Kathy—. ¡Para,
Wendy
! ¡Suéltalo!

Wendy
obedeció.

—No sabe cómo lo lamento, señor Purvis. Nunca se comporta así.

—No se preocupe, señora —contestó Quinn, encogiéndose de hombros—. No siento el dolor como la mayoría de la gente. —Vio que ella le miraba la mano ensangrentada y para eliminar la distracción se la metió en el bolsillo.

—De todos modos, lo lamento mucho —insistió Kathy.

Respiró hondo, se volvió hacia él e hizo un gran esfuerzo para no retroceder horrorizada. Lo miró a la cara y en esa ocasión vio más de lo que esperaba. Se le humedecieron los ojos al pensar en el dolor que habría sufrido, en las cicatrices emocionales.

—¿Cuál es esa mala noticia que quería darme?

Quinn miró a ambos lados antes de responder. Seguía con una rodilla en el suelo, para no descollar a su lado.

—Tiene que ver con su marido Brad.

—¿Qué le pasa?

—Me ha dado cincuenta mil dólares para que la mate.

Kathy empezó a hiperventilar. Se mareó. Empezaron a zumbarle los oídos. Si no se desmayó fue sencillamente porque no quería que aquel monstruo la tocara. Recorrió el entorno con la mirada en busca de ayuda, tratando de encontrar la mejor ruta de escape.

—No huya, se lo ruego. No voy a hacerlo.

—¿Qué?

—No voy a matarla.

—¿Por qué no?

—Hace un par de días que la vigilo y también a su marido. He llegado a la conclusión de que el que merece morir es él, no usted.

Kathy lo miró a la cara para ver si le tomaba el pelo. Su expresión no le dijo nada, pero también era cierto que aquel rostro no parecía capaz de mostrar gran cosa, aparte de provocar terror. Tuvo la sensación, al menos por el momento, de que no pretendía hacerle daño.

—¿Y por qué iba a querer matarme mi marido? —preguntó.

—¿Se acuerda de
Seinfeld
? —preguntó Quinn.

—¿De la serie de televisión o del cómico?

—De la serie.

—Claro. La veía siempre.

—Yo también. ¿Ha visto el episodio en que George hace lo contrario?

—¿Cuando se pone a hacer siempre lo contrario de lo que hacía antes?

—Exacto. Y entonces de repente todo le sale bien, ¿se acuerda?

—Sí —contestó Kathy—. Se acerca a la chica de la cafetería y le dice que es calvo, que está en el paro y que vive con sus padres.

—¡Exacto, y ella se queda encantada con él! Luego va a una entrevista de trabajo, lo hace todo mal y acaba contratado por los Yankees.

—Sí, sí, me encanta esa serie, aún sigo viendo a veces las reposiciones, pero ¿qué tiene que ver eso con que no quiera matarme?

—Me pasa lo mismo que a George esa vez. Durante toda mi vida adulta he aceptado este tipo de encargos, sin hacer nunca preguntas, sin cuestionarme nunca los motivos, sin pensar nunca en la gente que tenía que morir. ¿Y qué he conseguido? Sólo ser desgraciado. Tengo que trabajar y no sé hacer nada más. Resumiendo: su marido llamó a alguien que llamó a alguien.

—Y ahora ha aparecido usted.

—Exacto —respondió Quinn—. Pero esta vez me he puesto a pensar qué pasaría si aceptara el dinero pero no hiciera el trabajo. ¿Qué es lo peor que podría pasar?

Kathy no supo qué responder.

—La he observado y puede que me equivoque, pero creo que es usted una buena persona.

—Pues gracias, señor Purvis.

—En realidad me llamo Quinn.

—Muy bien...

—No es culpa suya que Brad vaya por ahí tirándose a otra.

—¿Qué?

—Sí, se acuesta con una jovencita que trabaja en el Neiman Marcus de Buckhead, una dependienta de la joyería. Se llama Erica Vargas. Me imagino que por eso quiere deshacerse de usted, para poder follársela constantemente y no dos veces por semana.

—Haga el favor, señor Quinn. Qué vocabulario. ¡Es muy desagradable!

—Lo siento. En fin, me parece que Brad es un imbécil y que usted se merece algo mejor.

—Gracias por el cumplido, señor Quinn, si es que se trataba de un cumplido, pero se ha producido una terrible confusión. Me resulta inconcebible que Brad me sea infiel.

—Sucede muy a menudo.

—Sí, bueno, pero no a hombres tan poco apasionados como Brad. En cuanto a lo de ser capaz de un asesinato... Imposible.

De repente, sin que Kathy llegara a verla bien, la mano de Quinn se abalanzó sobre
Wendy
, la aferró y se la llevó hacia el coche. Su dueña corrió tras él.

—¡Alto! —exclamó—. Pero ¿qué hace?

—Me llevo a
Wendy
de paseo. Si quiere, puede acompañarnos.

—No, por favor, señor Quinn, no haga eso. Mírela. Está aterrada.

El gigante siguió avanzando hacia el coche.

—¡Recuerde lo que me ha contado sobre George de
Seinfeld
!

Quinn le abrió la puerta derecha.

—Ya le he contado lo que pensaba sobre ese tema —afirmó—, pero algunas cosas hay que verlas para creerlas. Suba. Si nos damos prisa, los pillaremos en el acto.

Kathy miró alrededor.

—¿Qué ha sido de nuestro guardia de seguridad?

—Está, eh, retenido por una urgencia familiar —aseguró Quinn, quitando importancia al asunto con un gesto de la mano herida.

Lo dijo como de pasada, pero no previó las imágenes aterradoras que pasaron de repente por la cabeza de Kathy, que empezó a temblar tan bruscamente que a Quinn le dio miedo de que sufriera un shock.

—Kathy, le prometo que no pasa nada. Piénselo: si quisiera matarla, ya estaría a medio camino del cielo —señaló, y dio unas palmaditas en el asiento—. Venga, suba y deje de preocuparse. Dentro de nada las traigo a
Wendy
y a usted a casa.

Kathy no quería irse con él. En realidad, entrar en su coche habría sido lo ultimísimo que le habría apetecido hacer en toda su existencia, pero no soportaba la idea de perder a
Wendy
. Tomó aire y, a regañadientes, subió al coche aferrándose a la idea de que quizás algún vecino había visto lo suficiente como para llamar a la policía.

Quinn arrancó y devolvió a
Wendy
a su legítima ama. Mantuvo su palabra y no les hizo el menor daño a ninguna de las dos; en realidad, dio mucha conversación durante el trayecto hasta Buckhead. Aún no eran las doce y había poco tráfico. Al cabo de poco rato el coche se detuvo. Desvió la atención de
Wendy
y miró por la ventanilla.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

Other books

Devils in Exile by Chuck Hogan
My Dark Duke by Elyse Huntington
Pippa's Fantasy by Donna Gallagher
Ladies Coupe by Nair, Anita
The Bradbury Report by Steven Polansky
England Expects by Sara Sheridan
Tempting The Boss by Mallory Crowe
Unexpected Angel by Sloan Johnson