Gente Letal (11 page)

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Authors: John Locke

BOOK: Gente Letal
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Deseaba contarle a Kathleen la suerte que había tenido. Tenía la impresión de que por fin contaba con una mujer a la podía hablarle de esas cosas, además de Callie. Ésta era estupenda pero fría, mitad asesina y mitad listilla. A Callie no le habría parecido que había tenido suerte, sino que Joe había cometido una estupidez. Y de Ray y su hermano ya se habría despachado a gusto por mamones ineptos. Ella no se habría dejado pillar con el beso de Glasgow, no habría tratado de hacer un trato con un tío que tuviera colgado de una puerta a su compañero y, para empezar, no se habría quedado esperando en el aparcamiento. Callie habría entrado directamente por la puerta de la cafetería, me habría metido una bala entre los ojos y le habría arrebatado el bocadillo a Kathleen para comer algo en el trayecto de vuelta.

Dije a todos los que estaban en la cocina que ya podían salir y que atendieran a la camarera, que ya no estaba histérica pero se había quedado catatónica del susto. Con el revólver que me llevaba como trofeo volví al comedor y me encontré a Kathleen escondida bajo la mesa, que era donde le había dicho que me esperase. Hinqué una rodilla en el suelo para verla mejor. Estaba pálida y tiritaba espasmódicamente. Dejé el Magnum en el suelo y le tendí las manos. Soltó un chillido y me las apartó de un manotazo. Le dije que todo había terminado, que estaba a salvo, que había salido bien. Quería contarle lo que había sucedido, contarle lo pasmado que me había quedado cuando el hermano de Ray lo había matado para evitar que siguiera sufriendo... Estaba incluso dispuesto a darle más detalles sobre cómo me ganaba la vida, pero ella no dejaba de vociferar que no quería volver a verme en la vida. Había supuesto que todo aquello probablemente la perturbaría, pero no hasta qué punto.

Me quité la cinta de embalar de las manos y las muñecas y me guardé la hojita de plástico en la cartera.

Salí de la cafetería, subí al coche e inicié el trayecto de regreso a Manhattan, relativamente corto. Una vez en la autopista llamé primero a Lou y luego a Darwin para ponerlos al tanto. Al segundo le pregunté si tenía margen de maniobra para impedir que me parase la policía.

Me dijo que lo intentaría.

15

Por la tarde, ya en Manhattan, en la habitación del hotel, pedí un vaso de whisky y una botella de Maker’s al servicio de habitaciones. Por alguna extraña razón tardaron más de media hora en llegar. El parsimonioso camarero trató de darme charla para ver si aumentaba la propina, que, según comprobé, ya estaba incluida en la nota. Aunque el dinero no me quitaba el sueño, la idea de pagar ciento veinte dólares por una botella que valía treinta y cinco bastó para no darle más propina. Lo despedí sin miramientos y nos miramos con cara de pocos amigos. Fui al lavabo y abrí el grifo del agua caliente.

De momento el día venía siendo de órdago. Primero, me había enterado de que habían matado a la familia de Addie para arrebatarles el dinero que habían ganado en la lotería. Segundo, me habían atacado tres gorilas que pretendían mandarme al otro barrio en una cafetería delante de todo el mundo. Tercero, había perdido a Kathleen, la primera mujer que, desde hacía años, me había ofrecido la esperanza de mantener una relación y vivir un futuro normal. Y además me había enemistado con la tía Hazel, lo que probablemente me impediría volver a visitar a Addie.

La ducha humeaba. Me imaginaba que al menos en un hotel así nadie habría meado en el vaso, pero de todos modos lo lavé a conciencia. Luego me serví un dedo de whisky y lo removí para extraerle el aroma y de paso matar cualquier germen testarudo que pudiera haberse hecho la ilusión de colarse en mi torrente sanguíneo.

Bebí un sorbo.

Todo gran bourbon de Kentucky tiene algo especial. Mi preferido era el Pappy Van Winkle de veinte años, pero el Maker’s Mark se encontraba con más facilidad y también tenía muy buen cuerpo. El bourbon no era una bebida refinada, aunque había surgido un movimiento que pretendía que lo fuera. Algunos expertos habían empezado a organizar grupos de cata para explicar la «dulzura» del bourbon de calidad y los elegantes aromas que se disfrutaban al degustarlo, incluidas notas tan exóticas como la cáscara de naranja, el regaliz, las almendras y la canela.

En mi opinión, enumerar todos esos aromas y sabores era una mariconada de pijos. Como dirían en Kentucky: «No vayas por ahí soltando graduaciones alcohólicas a la gente decente.» Lo único que tiene que ofrecer un buen bourbon de Kentucky es una quemazón suave y ligera en la lengua y un dejo a caramelo. Se bebe solo, sin combinarlo y sin hielo, y si se elige uno de calidad sabe a lo que tiene que saber, y no a medicina ni a alcohol de farmacia, como la mayoría de los licores.

Bebí otro sorbo.

Tenía ganas de llamar a Kathleen e intentar arreglar las cosas. Me planteé si era buena idea y si el humor sería la mejor táctica. Le di vueltas durante un rato y me dije que seguramente no le apetecería buscarle el lado gracioso a la situación. También podía disculparme, pero ¿qué sentido tendría?

En primer lugar, no había hecho nada malo. Sólo investigar un delito cometido por gente que había desfigurado de por vida a una niñita encantadora y achicharrado brutalmente a su familia, además de hacerle perder su casa y su herencia, por no hablar del efecto que ejercería en su salud mental en el futuro. Por no hablar de que era una niña a la que Kathleen profesaba mucho cariño. Por no hablar de que para investigar todo eso me había jugado el cuello. Y por no hablar de que, encima, lo había hecho por amor al arte.

¡Joder, si la que habría tenido que disculparse era ella!

En segundo lugar, mi empeño en ayudar a Addie había provocado que tres matones profesionales prácticamente destrozaran una cafetería estupenda y sin duda traumatizaran a un excelente equipo de cocineros y camareros.

En tercer lugar, la vida de Kathleen no había corrido un peligro excesivo. Lo pensé con calma y decidí que quizá tenía que replantearme si quería estar con una mujer que resultaba afectada de forma tan drástica por una incidencia tan leve. Si alguien la atacara por la calle mientras íbamos de paseo, ¿me negaría yo a volver a verla?

Por supuesto que no.

Claro que había que pensar que, si lo nuestro salía adelante, e incluso aunque yo llegara a dejar el oficio, siempre habría algún que otro intento de asesinato que desbaratar. Al fin y al cabo, existía un montón de cónyuges, padres, hermanos, hijos, socios y amigos cuyas vidas yo había alterado al cargarme a alguien de su entorno. La mayoría de esa gente habría pagado para verme muerto. Era posible que fueran a por mí por su cuenta y riesgo o en grupos, o que contrataran a alguien, pero desde luego habría sido tonto si no supiera que al menos lo intentarían.

Y en cuarto lugar, el episodio de la cafetería podría haberse evitado si Kathleen no se hubiera presentado en la casa, sin que nadie la invitara, para poner en duda mis intenciones.

Se me acababa el whisky del vaso, así que eché un par de dedos más y marqué el número de la tarjeta que me había dado la tía Hazel unas horas antes. Fui bebiendo a sorbos mientras el abogado de los malogrados Greg y Melanie, Garrett Unger, me explicaba que no podía comentar los detalles de la herencia con alguien que no fuera de la familia.

—Ni siquiera con un pariente hablaría de un tema tan delicado por teléfono —añadió.

—Estoy vinculado a la familia —aseguré—. La hermana de Melanie me ha solicitado que revise los detalles del acuerdo de pago personalizado.

—Pues entonces tendrá usted que pedir hora por la vía indicada —replicó Unger—, y eso será lento. Además, tendrá que aportar la documentación pertinente.

—¿Qué documentación es ésa?

—Seguramente sabe que mi trabajo no consiste en explicarle las leyes. Si desconoce usted el procedimiento, le recomiendo que se busque un abogado.

—No parece que apoye usted mucho a la familia —comenté.

—Ha sido una tragedia terrible, pero lo de la renta vitalicia no tiene solución. De verdad, ojalá pudiera hacer algo, pero los términos del contrato son muy precisos y no puede tocarse una coma.

—Según la tía Hazel, Greg solamente recibió un pago antes del accidente.

—No es cierto. La familia recibió tres pagos —me corrigió, y de repente añadió—: Un momento, eso acaba de sacárselo de la manga, ¿no?

Lo reconocí y le propuse algo.

—A ver si puedo ahorrarnos a los dos la molestia de una visita. Tengo una hipótesis.

—Adelante —accedió Unger—, siempre que sea corta.

—Supongamos que gano diez millones en la lotería del estado.

—Siga.

—Me los pagan de golpe y utilizo uno para liquidar los préstamos que tengo pendientes. Busco una forma de invertir lo que me queda. Mi abogado me habla de una ventajosa renta vitalicia que ofrece un grupo de inversores de California con financiación privada.

Unger iba soltando algún que otro «ajá» para que fuera avanzando la conversación, pero cuando oyó «California» se quedó mudo de repente.

—El abogado me cuenta que el rendimiento es astronómico —proseguí—, el triple de lo que puedo conseguir en el mercado. Y no sólo eso, ¡sino que además me darán un jugoso pago mensual de por vida! Si muero antes de recibir la primera mensualidad, mi esposa heredará los pagos y los disfrutará mientras viva. Sin embargo, en la letra pequeña del contrato se dice que, si morimos los dos tras haber cobrado al menos una vez, la compañía se reembolsa todo el capital. ¿He acertado más o menos?

Hubo un largo silencio.

—¿Cuánto le pagaron? —pregunté por fin.

—¿Cómo dice? —exclamó Unger, tratando de parecer indignado.

—Joe DeMeo. ¿Qué comisión le pagó para colocar el contrato, para traicionar a su cliente?

—¡No tengo por qué aguantar esto!

—Usted firmó la sentencia de muerte de Greg y Melanie.

—Voy a colgar —advirtió Unger.

—Antes quiero pedirle que le dé un recado a DeMeo de mi parte.

—No conozco a ningún DeMeo.

—No, por supuesto. —Le di mi móvil y añadí—: Si por casualidad se cruza usted con DeMeo, pídale que se ponga en contacto conmigo antes de las seis. En caso contrario, llamaré al FBI. A ver qué les parece mi hipótesis.

16

Colgué y me senté a esperar.

Joseph DeMeo vivía en Los Ángeles, lo que me hizo pensar en Jenine, la joven modelo de Santa Mónica y candidata a doble de la que había hablado a Callie, la chica con la que cruzaba correos electrónicos desde hacía un par de meses. Qué cosas tengo. ¡Modelo! Como mucho era aspirante a modelo y además yo casi le doblaba la edad. Los dos sabíamos de qué iba aquello. Habíamos intercambiado un par de fotos y mensajes de texto y me había invitado a visitarla. Le había contestado que lo intentaría cuando fuera por allí.

Eché una cabezadita y al despertarme seguí esperando la llamada de DeMeo. Mientras, hice un esfuerzo por recordar todos los malabarismos en que estaba embarcado. Estaba probando el ADS para el ejército. Muy bien, ése era uno. Segundo, trataba de evitar que Janet se casara con aquel gilipollas de Virginia Occidental. Tercero, pretendía empezar una historia con la ex del gilipollas en cuestión. Sí, bueno, en ése ya había fracasado, pero iba a tener que ocuparme de las consecuencias, así que quizás ése era el cuarto malabarismo. A lo mejor la modelo de Los Ángeles podía ayudarme a superar lo que sentía por Kathleen. He ahí el quinto.

Miré de reojo el vaso vacío junto al teléfono. Aún quedaba bastante whisky en la botella. Me serví otra medida y me zampé un trago que removí en la boca, pensando: «Bueno, a ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, estaba enumerando mis malabarismos.» El sexto: había empezado a aceptar encargos de un enano parapléjico con rastas y mala uva que quería que matara a varias personas. El séptimo: seguía recibiendo encargos del mismo tenor del mafioso Sal Bonadello. El octavo: intentaba verme cara a cara con Joe DeMeo, una reunión que seguramente desembocaría en mi muerte. Y, por descontado, aún tenía mi trabajo principal: matar terroristas para el Departamento de Seguridad Nacional. En total, nueve malabarismos.

Estaba más descontrolado que los Looney Tunes bailando la conga. Iba siendo hora de atar algunos cabos sueltos. Llamé a Lou Kelley.

—¿Ya tienes mi información?

—Si te refieres a la evolución fisonómica de Kathleen, te lo he mandado hace una hora.

—¿Y qué hay de la comparación con Lauren?

—Bueno, no sabía cómo se llamaba hasta este momento, pero tenías razón. Si la foto es actual, nuestro equipo le da un porcentaje del noventa y uno por ciento.

—O sea que se parecen muchísimo —resumí.

—Eso.

—Si pretendiera hacer pasar a Lauren por Kathleen, ¿a quién podría engañar?

Lou reflexionó.

—No colaría ante su pareja, un buen amigo o un familiar. Aparte de eso, seguramente no tendrías problemas.

—Vale. Era lo que esperaba oír.

Le pedí que me buscara un avión. Me puso en espera durante varios minutos mientras lo organizaba.

—Lo tengo —dijo al volver al aparato—. Te esperará en el operador de base fija de White Plains, en el aeropuerto del condado de Westchester.

—¿Y eso a cuánto queda de aquí?

—Pues depende de dónde estés —respondió Lou.

Se lo dije y tecleó un poco en el ordenador.

—Lo más rápido es mandarte un helicóptero. El vuelo sólo dura diez minutos, pero tardaré unos cuarenta en organizarlo. Si no tienes prisa, te envío un coche, pero yo esperaría un par de horas antes de salir, porque es hora punta.

—¿Y si salgo del hotel hacia las siete? —pregunté, mirando el reloj.

—Te costará una horita llegar a White Plains, puede que más.

Le contesté que lo soportaría. Colgué y me puse a recoger mis cosas. Sonó el móvil.

Joe DeMeo.

—No has parado —dijo.

—Joder, Joe, ¿de dónde has sacado a esos tíos?

—¿Qué quieres que te diga? Ha habido que improvisar y tal. Mira, siento lo de hoy. Tu comportamiento me ha pillado desprevenido y me he cabreado. Tendrías que haberme llamado antes en vez de ponerte a fisgonear. Te habría pasado un porcentaje. Ahora se ha empantanado todo.

—¿Has recibido el mensaje? Te pedía una reunión.

—Los teléfonos están protegidos. Podemos arreglar el asunto ahora mismo.

—Prefiero que nos veamos las caras.

—Los tienes bien puestos, amigo mío. Siempre lo he dicho. —Suspiró—. Muy bien, Creed, vamos a vernos. Tú di cuándo y yo digo dónde.

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