Authors: John Locke
Acordamos que sería el sábado por la mañana en Los Ángeles, con lo que me quedaba bastante tiempo para hacer otras cosas, entre ellas tomarme otro Maker’s mientras esperaba al conductor que iba a llevarme a las siete a White Plains.
Y volar a Cincinnati a ver a mi buena amiga Lauren.
Y hacer planes para ver a una guapa modelo en ciernes en un hotel de Santa Mónica, junto al mar, el sábado por la tarde. Siempre que sobreviviera a la reunión con Joe DeMeo por la mañana, claro.
Lauren Jeter era señorita de compañía desde los primeros tiempos de internet. Con los años había reunido una clientela que incluía a una docena de los personajes públicos más destacados de Cincinnati, que en su mayoría conseguían pasar buenos momentos con ella varias veces al año. Sumando los ingresos procedentes de esos clientes adinerados y las salidas habituales por horas, Lauren sacaba más de cien de los grandes al año, siempre en efectivo.
No era mal negocio, pero tenía sus riesgos.
Aquella mañana en concreto, hacia las diez, llamó a la puerta de la habitación del hotel de lujo en que me alojaba, en el centro de Cincinnati.
—Siempre tan generoso conmigo —sonrió, después de que le entregara un fajo de billetes de cien de medio centímetro de grosor.
A Lauren le encantaban los mimosas con zumo de naranja recién exprimido y dio buena cuenta de varios mientras nos poníamos al día hablando de la familia, los problemas, la salud y los libros que habíamos leído en los meses transcurridos desde mi última visita.
—Bueno, ¿te apetece...? —preguntó en un momento dado, sonriente.
Respondí que tenía una propuesta especial: podíamos dedicar las horas siguientes a la actividad habitual y luego irnos cada uno por nuestro lado, dichosos y enriquecidos por la experiencia, o podía pagarle una suma astronómica si me permitía darle una paliza hasta dejarla hecha un guiñapo.
Por una décima de segundo se le congeló la sonrisa, atrapada como un ciervo ante los faros de un coche. Luego hizo un ruidito extraño y corrió hacia la puerta. Forcejeó un poco para abrirla y cuando por fin lo consiguió, se largó dando un portazo. Mientras hacía todo eso la observé. Luego, pasado aproximadamente un minuto, me llené la copa, bebí un poco más de champán con zumo y me acerqué al teléfono. Pasaron varios minutos antes de que sonara.
—No me has perseguido —dijo.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Creí que te habías vuelto loco o algo así. No te lo tomes a mal.
—Lo siento.
—No, es que... No sé, siempre he tenido la impresión de que podías ponerte violento conmigo, aunque hasta ahora habías sido todo un caballero. Pero es que lo que me has dicho, bueno, me ha descolocado bastante.
—¿Y ahora qué piensas?
—Me siento un poco mal, porque has pagado por toda la noche y he salido pitando.
—Tenías miedo.
—¡Estaba acojonada! —exclamó.
Hubo un silencio.
—Tienes buen corazón —comenté.
—Me gustaría ser amiga tuya, Donovan, pero ahora puede que te tenga demasiado miedo.
—No te lo reprocho.
—¿Debería?
—¿Deberías qué?
—Si debería tenerte miedo.
Tardé unos segundos en responder.
—No.
—Bueno, es verdad que no me has agarrado ni me has pegado. No me has obligado a hacer nada. He salido corriendo y no me has perseguido. Y eres muy generoso... El dinero, el champán.
—¿Todo eso significa que podemos volver a intentarlo?
—No sé, Donovan. Me gustaría salvar nuestra relación...
—Pero...
—Pero tengo que sentirme segura.
—Bueno —dije—, ya ves que no te he perseguido.
Tardó un momento en responder.
—Estoy en la manzana de al lado, sentada en el coche. Si acepto volver, ¿prometes que no me harás nada? A ver, te trataré muy bien y todo eso, pero ¿puedes prometer que no me pegarás?
—Sí. Si quieres, puedes traer a alguien.
—¿A otra chica?
—No, no —reí—, me refiero a un tío. Puedes venir con un tío, para que te proteja.
Se lo pensó.
—¿Podría encontrar a alguien capaz de protegerme de ti si quisieras hacerme daño? Aunque llevara pistola...
—No —reconocí—, pero te doy mi palabra, Lauren. La elección que te he planteado antes, como todo lo que hemos hecho hasta hoy o lo que podamos hacer más adelante, depende de ti.
—Y ya tienes la respuesta a tu pregunta, ¿no?
—Lo has dejado más claro que el agua —reí—. No voy a pegarte ni a hacerte daño.
Al cabo de poco rato volvió a la habitación.
—¿Te excita dar palizas a la mujeres? —preguntó—. Y repito: no te lo tomes a mal.
—Vale, tranquila —contesté, negando con la cabeza—. No, jamás me daría el menor placer pegar a una mujer y no entiendo a los que disfrutan con esas cosas.
—¿Y entonces qué?
Me planteé contarle la historia de Kathleen Chapman, hablarle de los años de maltrato que había padecido a manos de su ex marido. No sabía si Lauren podría ponerse en su piel, imaginarse el sufrimiento, el dolor y la angustia, la humillación soportada durante tanto tiempo.
Sin embargo, mi plan tenía un error de concepto: en el fondo, acabaría atizando a Lauren para impedir que le pasara lo mismo a Janet algún día. Vale, ella habría aceptado conscientemente someterse a los golpes, pero no estaba seguro de que esa justificación fuera a bastarme luego, cuando me sintiera culpable.
Al final lo descarté.
—Me he equivocado —afirmé—. Mejor olvidémoslo.
Ella me miró atentamente. Luego habló con voz clara y firme:
—No pareces un chalado.
—Gracias.
—Aunque la experiencia me dice que la mayoría de los chalados no lo parecen.
—Ya. A mí también —corroboré.
Extendió la manos ante sí, con las palmas hacia arriba, como pidiendo que la ayudara.
—Si alguien me pidiera una valoración llegado este punto en nuestra relación... —Se detuvo un instante—. ¿Entiendes por qué pondría en duda que estés bien de la cabeza?
—Sería una locura no hacerlo —convine, y ella asintió lentamente.
—¿Ahora te gustaría que me desnudara?
—Me gustaría mucho. Si decides que te parece bien.
—Para eso has pagado —me recordó.
—La verdad es que no lo veo así.
—¿Ah, no? —preguntó con una mirada de escepticismo y un atisbo de sarcasmo.
—El sexo no es lo mismo que la intimidad, que sólo se consigue si lo decides tú al relacionarte conmigo.
Se puso un poco tensa.
—¿Si lo decido yo?
—Exacto.
—Por ejemplo, ¿si dejo que me pegues?
Vi la rabia que se apoderó de su mirada. Como ya sabía que no iba a hacerle daño, se había crecido.
—No es nada personal —repliqué para amortiguar la tormenta que veía avecinarse.
—Ya. Nada personal, ¿eh? ¿Así que tu oferta no tenía que ver con el hecho de que no soy más que una puta de tres al cuarto? A ver, Cara Cortada, ¿a cuántas maestras, enfermeras y amas de casa les has ofrecido dinero a cambio de darles una paliza?
La escuché bien. Con lo que dijo y la manera de decirlo consiguió que adoptara su punto de vista. No podía responder gran cosa, salvo que era cierto.
—Tienes razón, Lauren, por supuesto. Eso ha sido un componente importante, el hecho de que hagas cosas por dinero.
Nos quedamos en silencio, mirándonos, sin saber qué decir ninguno de los dos.
—Pero ha habido algo más —añadí—. No te he explicado los motivos, pero en gran medida tenían que ver con un parecido sorprendente. En fin, vuelvo a disculparme por haberlo propuesto. Me siento fatal por haberte asustado. Te tengo mucho cariño, te lo he tenido siempre.
Se había acabado el zumo de naranja, pero cogió el champán y se sirvió en una copa limpia. Se quedó observándola e hizo un gesto extraño. La levantó y la colocó delante de la luz para examinar el líquido ambarino. «¿Y ahora qué pasa?», pensé. Quizá no subían hasta la superficie tantas burbujas como esperaba. Quizá...
—No está drogado —garanticé.
—Pues bébetelo tú.
—He perdido tu confianza —suspiré— y te pido perdón.
Tomé la copa de su mano y la apuré. Luego volví a llenarla y se la entregué. Asintió despacio y bebió un sorbo. A continuación me guiñó un ojo, cosa que agradecí.
—Las putas también tenemos sentimientos, no sé si lo sabes.
—No es porque considere que no te mereces que te traten bien —contesté sonriendo—. Eso no se me ha pasado por la cabeza. Si te sirve de consuelo, eres la única persona a la que le he ofrecido dinero para pegarle una paliza.
Lauren tenía una risa alegre y despreocupada. Y lo demostró por primera vez desde que había huido de la habitación.
—¿Y por qué coño iba a servirme eso de consuelo?
—Perdona, Lauren. Tienes razón —reconocí, riendo también—. Te he juzgado precipitadamente y ahora empeoro aún más las cosas tratando de explicarme. Menuda sorpresa: tengo tendencia a meter la pata con las mujeres.
—No me digas —sonrió.
—Ahora entenderás por qué acabo pagando cuando busco sexo.
—Intimidad —me corrigió.
—Eso.
—Si lo decido yo.
—Exacto. Al menos debería ser así.
Ella asintió levemente, como si confirmara algo que le rondaba por la cabeza. Luego se desnudó y me ayudó a quitarme la ropa. Y a continuación me hizo las cosas que me hacía Janet muchos años atrás, cosas que sin duda le hacía todas las noches gratis a Ken Chapman.
Al acabar, me abrazó y me dio un beso en la mejilla.
—Sólo para hacerme una idea —dijo entonces—, ¿cuánto habrías pagado?
—Veo que esta vez te ha costado menos encontrarme —comentó Joseph DeMeo con una sonrisa de oreja a oreja de cuya falsedad no me cupo duda.
Era sábado y estábamos en la zona George Washington del cementerio de Hollywood Hills, cerca de Griffth Park. Él estaba en un rellano de la escalera que recorría aquel tramo del recinto, junto al murete de losas que daba sombra a la tumba de Buster Keaton. Llevaba traje negro y camisa de seda azul lavanda abrochada hasta arriba y sin corbata. Lo flanqueaban sendos matones inexpresivos con trajes que les sentaban fatal y apenas lograban contener sus músculos.
—Tus animales de compañía no parecen muy relajados —observé—. Espero que no hayan hecho el esfuerzo de ponerse el traje de la fiesta de graduación del colegio sólo por mí.
—No hace falta mofarse —replicó DeMeo—. Aquí somos todos amigos.
—¿En serio? —pregunté a los gorilas.
Nos miramos tratando de evaluar quién podría con quién, llegado el caso, y cuál sería el mejor método. No conocía a aquellos dos sujetos en concreto, pero sí la clase de matón que encarnaban. La violencia les brotaba por los poros como el mal olor a un borracho de la calle.
Joseph DeMeo soltó una carcajada y bajó los escalones hacia mí.
—Vamos a dar un paseo —ordenó, y pasó a mi lado sin darme la mano.
No me moví. No me sentía cómodo andando con él si eso suponía dar la espalda a sus gorilas. DeMeo rio entre dientes.
—No les prestes atención —pidió—. Van a seguirnos a una distancia prudencial. Lo mismo que tu gigante.
Aquel comentario me desconcertó. Quinn era mi único apoyo y por consiguiente estábamos muertos los dos, a no ser que lograra convencer a DeMeo de que tenía a alguien más cubriéndome las espaldas. De momento, debía aparentar seguridad en mí mismo.
—Por muy grandullón que sea, poca gente es capaz de detectar a Quinn —afirmé—. ¿Qué ha hecho? ¿Se ha dormido?
—Cuento con la ventaja de haber elegido el lugar —me recordó.
—A propósito, ¿a qué viene esa fascinación por los cementerios? Hace dos años fue Inglewood Park, en la tumba de James Jeffries. Ahora Hollywood Hills, en la de Buster Keaton.
—Me reúno con la gente donde resulta adecuado. Si fueras artista, quedaría contigo en una galería o en un museo.
—¿Y dónde citas a Garrett Unger? ¿En convenciones de aceite de serpiente?
El cementerio de Forest Lawn era un oasis entre el denso tráfico de Hollywood Hills. Aunque tanto Disney como Universal y Warner Brothers tenían estudios a pocos minutos, su vasta extensión había permitido crear un entorno autónomo y aislado donde reinaba la tranquilidad. No estaba atestado de mausoleos y ofrecía vistas de las montañas, colinas ligeramente onduladas, un esmerado paisajismo y estatuas blanquísimas.
DeMeo se detuvo y puso una mano sobre la mía, lo que provocó que casi se me saliera el corazón por la boca. De un brinco me aparté de su alcance y adopté una postura de lucha. Peiné la zona con la mirada para comprobar que los gorilas estuvieran donde debían. Allí seguían, pero habían desenfundado las pistolas, a la espera del más mínimo gesto o señal de DeMeo. No tenía ni idea de la situación de Quinn, pero esperaba que se encontrara donde fuera necesario para protegerme. DeMeo se comportaba como si no se hubiera percatado de mi nerviosismo y se mostraba concentrado en algo que teníamos delante.
—Mira eso —musitó.
Traté de relajarme haciendo un esfuerzo. Volví la cabeza y seguí su mirada.
—¿Qué? ¿Ese pájaro? —me sorprendí, al fijarme en la única criatura viva que había por allí.
—No es un pájaro cualquiera —susurró—. Es una tángara capucha roja.
Cuando entraba en ese estado de excitación me preparaba para matar o que me mataran. Lo que quería era matar o que me mataran. Me costó prestar atención al pájaro. Volví a mirar a nuestras espaldas. Los gorilas ponían la misma cara de antes, pero al menos habían enfundado las pistolas. Por un momento casi me dieron pena por tener que proteger al desequilibrado de su jefe.
—¿Y las tángaras de capucha roja son poco habituales o algo así? —pregunté una vez que logré regular la respiración.
—No, pero sí muy tímidas. Casi nunca se las divisa en un entorno tan urbano. ¿Ves la cara roja y las alas negras? Es un macho.
Me traía absolutamente sin cuidado y esperaba que se me notara en la cara. DeMeo miró al pájaro alejarse y luego me observó un momento.
—Has venido de muy lejos para hablar conmigo —apuntó—. Debería dejar que acabaras tus asuntos para que puedas disfrutar de nuestro cálido clima y de nuestra acogedora atmósfera. —Y me guiñó un ojo—. La verdad es que quería hablar de tus asuntos, no de los míos.
—¿A qué te refieres? Tengo muchos asuntos entre manos. —Y le recordé que un par de años antes me había pedido que matara a personas que habían firmado acuerdos de pago personalizado. Quise saber si aprobaba personalmente todos los encargos.