Gente Letal (7 page)

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Authors: John Locke

BOOK: Gente Letal
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—Claro que esto aún me cae mejor —sentenció.

Dejamos la furgoneta detrás de un granero abandonado dos o tres kilómetros más allá del embarcadero de los transbordadores. Sacamos los explosivos escondidos en el hueco de la rueda de recambio del coche que había alquilado Callie y los distribuimos por la furgoneta.

—¿Cuánto te ha costado este trasto? —quiso saber ella.

—Cuatro de los grandes. Pero no lo he pagado yo, sino Victor.

Como si nos hubiera oído, sonó el teléfono en ese momento.

—¿Ya... está? —preguntó aquella voz extraña y metálica.

—Un segundo.

Me subí al coche al lado de Callie, que condujo cuatrocientos metros antes de detenerse.

—¿Estamos a suficiente distancia? —pregunté.

—Si nos alejamos más nos perderemos lo más entretenido.

Bajó del vehículo, marcó un número en el teléfono y la furgoneta hizo explosión. Callie se quedó fuera hasta que notó que el viento provocado por el estallido la alcanzaba.

—Estás chalada —le dije, y dirigiéndome a Victor informé—: Todo en orden.

—Bien. Tengo... dos... traba... jitos... más... para... ti.

—¿Ya?

Saqué una libretita y un bolígrafo de la bolsa de lona que llevaba y anoté los datos. Los nombres, las edades, las ocupaciones y las direcciones eran tan distintos que daba la impresión de que alguien los había elegido al azar.

—Pero ¿conoces a esta gente? —pregunté.

—Todo... forma... parte... de... un plan —aseguró.

—Retiro lo de que estás chalada —le dije a Callie tras cubrir el teléfono con la mano. Y dirigiéndome a Victor—: ¿Hay muchos más?

—Muchos. De... verdad... Creed... el mal... campa... a sus... anchas... y hay... que... castigarlo.

9

—Me muero de ganas de ver el Picasso —afirmó Kathleen.

—Pues vas a verlo —dije.

—Y al maître —añadió—. Porque tienen maître, ¿no?

—Por supuesto.

—¿Es un estirado? ¡Espero que sea un estirado insoportable!

—Lo comprobaremos si no le dejas propina.

Estábamos en el edificio Seagram, en la calle 52 Este, en el vestíbulo del restaurante The Four Seasons.

—Donovan, es todo un detalle por tu parte, pero no hace falta que cenemos aquí —me dijo, poniéndome la mano en el brazo—. No quiero que te gastes demasiado dinero en mí. Vamos a tomar algo, a ver el cuadro y quizá la piscina de mármol y luego podemos compartir una pizza en Angelo’s.

—Tranquila —contesté—. Soy rico.

—¿En serio?

—Mucho.

The Four Seasons es célebre, intemporal y el único restaurante de Nueva York considerado monumento histórico.

—¿Quieres decir que muy en serio o que muy rico?

—Soy lo bastante rico para invitarte a lo que te apetezca esta noche.

—En ese caso, ¡me apetece el Picasso!

Un ejemplo más de por qué me parecía estupenda.

Le dije mi nombre al maître y llevé a Kathleen hasta el pasillo donde se exponía el tapiz de Picasso desde la inauguración del restaurante en 1959. La obra, de casi siete metros de altura, era en realidad el recuadro central del telón de boca pintado en Londres en 1919 para el estreno de El sombrero de tres picos. Al sufrir problemas económicos, el propietario del teatro había recortado la obra de Picasso y la había vendido. Kathleen había oído que, debido a la crisis económica, estaban a punto de subastar el tapiz por unos ocho millones de dólares. Aquélla podía ser su única oportunidad de verlo.

—¡Dios mío! —exclamó, con voz repentinamente ronca—. ¡Me encanta!

—En comparación con otras obras, los colores están apagados —comenté—, pero sí, es bastante estupendo.

—Cuéntame algo. Impresióname.

—Está pintado al temple sobre lino —informé.

—¿Al temple? ¿Y eso qué significa?

—Una técnica consistente en utilizar goma como aglutinante.

—Qué rollo —replicó, haciendo un ruido como si roncara.

—Vale, vale. Olvídate de esa parte. Lo que te interesa es esto: Picasso colocó el lienzo en el suelo y lo pintó con un cepillo atado a un mango de escoba. Para los detalles utilizó un cepillo de dientes.

—¡Más! —exclamó Kathleen, aplaudiendo.

—Tardó tres semanas en acabarlo.

Siguió mirándome, a la expectativa.

—Se ponía zapatillas para no emborronar la pintura. —Intenté recordar qué más había leído sobre la obra y al final me encogí de hombros—. Es todo lo que sé.

Kathleen sonrió y se pegó a mí.

—No ha estado nada mal —dijo.

Tomamos algo en la barra. Entre el puñado de clientes que esperaban una mesa, Kathleen reconoció a Woody Allen, Barbra Streisand y Billy Joel.

—¿Ves a esos dos tíos al lado de la hoja de palma? ¡Son Teddy Roosevelt y George Gershwin!

—¡Ja! Al menos todos los neoyorquinos famosos que me invento yo están vivos.

La piscina de mármol blanco de la sala principal estaba rodeada de árboles frondosos y el jefe de camareros nos ofreció una mesa debajo de uno. Ante las paredes colgaban varias filas de cortinas de metal trenzado que se mecían al compás del aire que salía por los conductos de ventilación.

—Esto es fantástico —dijo Kathleen, echando un vistazo alrededor—. ¡Todo muy elegante, sobre todo las cortinas que respiran!

—Sobre todo.

Me eché al gaznate un chupito de bourbon y me quedé mirando cómo bebía a sorbitos su martini de granada. El camarero nos había servido las copas y nos había dado tiempo para estudiar la carta. Acababa de regresar para tomar nota.

—Bueno, es la primera vez que vengo, así que tienes que pedir tú —dijo Kathleen.

—Muy bien. Vamos a empezar con las gambas crujientes.

—Huy, huy, huy. Nada de marisco —me interrumpió.

—Vale. ¿Qué tal el foie gras?

—Paté de hígado de ganso? ¡Puaj!

—¿Codorniz a la pimienta?

—Lo siento —contestó—. Es un animal.

—A lo mejor prefieres elegir algo tú —repliqué con un fastidio que debió de detectar.

Kathleen soltó una carcajada.

—Que te tomo el pelo, Donny. Me encantaría probar las gambas crujientes.

El camarero y yo nos miramos.

—Es muy posible que esté loca —comenté, con lo que ella se rio aún más.

—Lleve cuidado con éste —le dijo entonces Kathleen—. En los restaurantes se pone muy gruñón.

El camarero se alejó para pasar nuestra comanda.

—¿Donny? —repetí.

Resoplé un poco y ella puso una mano sobre la mía.

—Vale, no volveré a llamarte así, pero si vamos a empezar a salir tendré que ponerte algún mote cariñoso.

Nos miramos a los ojos y volví la mano hacia arriba para coger la suya. Ladeó la cabeza levemente y arqueó una ceja.

—He de reconocer que tienes algo especial... ¡Pablo! —exclamó, y otra vez entre risas añadió—: Ay, Dios mío. Bueno, muy bien, nada de motes.

Traté de recordar la última vez que Janet y yo nos habíamos reído juntos.

—Así que tengo algo...

En sus ojos se reflejaba el regocijo. Me guiñó uno y bebió un sorbo del cóctel.

—Hum —musitó.

Se llevó la servilleta a la boca. Sumando su físico y todos sus gestos no se conseguía una mujer despampanante, pero sí muy adorable, y eso me bastaba. Joder, no podía quitarle la vista de encima.

—Adelante —dije—. Pregunta.

—¿Que pregunte el qué?

—Hay algo que te ronda la cabeza. Te lo veo en la mirada.

Arrugó los labios por un lado y los dejó así, como torciendo el gesto a medias.

—No quiero estropear el momento.

—El momento sobrevivirá —aseguré.

—Vale, muy bien. Prepárate.

Le solté la mano y me aferré a ambos lados de la mesa como si me preparase para un ataque.

—¡Abran las compuertas! —exclamé.

—Ayer en el Starbucks me contaste que Janet salía con Ken —empezó tras tomar aire—. Te preocupaba su mal genio, lo que podría hacerle a tu ex mujer si acababan casándose.

No abrí la boca.

—¿Sigues enamorado de ella? —preguntó.

—No. Pero no quiero que la madre de mi hija se case con un maltratador. —Kathleen hizo una mueca y añadí—: Lo siento. No logro imaginarme lo que debes de haber pasado.

Llevaba el mismo abrigo de paño de la tarde anterior. No se lo había entregado a la chica del guardarropía antes de subir porque tenía frío, pero en ese momento se puso en pie y se lo quitó para doblarlo sobre el respaldo de la silla, con lo que dejó al descubierto una blusa blanca, una falda de imitación de terciopelo beige y un ancho cinturón pardo con dos hebillas doradas. Llevaba muy poco maquillaje, o quizá no se lo retocaba desde hacía horas, ya que había llegado directamente del trabajo. No parecía que eso la incomodase, como habría sucedido con muchísimas mujeres. Volvió a sentarse y me sorprendió tomándome la mano y besándola.

—No me gustaría que se muriera ni nada por el estilo —aclaró—, pero es que Ken ya no... —Suspiró—. Ya no forma parte de mi vida. A ver, no hay día que no piense en él ni en todas las cosas horrorosas que me hizo, pero... —Esbozó una sonrisa agridulce mientras la asaltaban los recuerdos—. También hubo algún que otro momento bueno. Al principio.

Asentí.

—Me han dicho que ha hecho un tratamiento y me alegro —reconoció—. Espero que le vaya bien. Ojalá logre vivir en paz.

Volví a asentir.

Ya había ultimado un plan para ocuparme del problema de Ken y Janet, y en ese momento me di cuenta de que había acertado al decidir desde un principio no implicarla.

La cena fue estupenda y luego mi chófer nos llevó a casa de Kathleen, que me invitó a pasar. Era una modesta casita con revestimiento exterior de un verde deslucido, dividida en dos viviendas. La suya constaba de cocina, salón y dormitorio, además del baño. En el salón había un montoncito de libros en un extremo de un sofá raído. Los agarró y los colocó en la mesita de centro para que pudiéramos sentarnos.

—Siento que no esté mejor —se disculpó.

—No digas tonterías.

—Es que, bueno, aquí todo es muy caro.

—Es estupendo —contesté.

Y para mí lo era. Cuando estaba en Virginia dormía en una celda, y si pasaba más de un par de días en otra parte por lo general me colaba en casa de algún desconocido y dormía en el desván. A veces me instalaba en un desván durante semanas. En comparación, la casita de Kathleen era un palacio.

—Puedo ofrecerte un gin-tonic, agua mineral, chocolate a la taza con leche desnatada —dijo— o una Coca-Cola sin calorías.

—¿Tienes desván? —quise saber.

—Qué pregunta es ésa.

—No; quiero decir que no dispones de mucho sitio para guardar cosas.

—Tengo medio desván y medio sótano. ¿Qué? ¿Me llevo algún premio?

Le puse la mano en la mejilla y nos miramos.

—No me pidas que te los enseñe —añadió—. El desván está hecho un asco y en el sótano creo que hay ratas.

Le pregunté si podía darle un beso.

—Vale, pero sólo uno —replicó—. Y no de los de cine.

10

—Me parece que no me gusta mucho su tono, señor Creed.

—No esperaba que usted fuese la excepción —repliqué.

Era por la mañana, pasaban pocos minutos de las ocho y estaba en la cafetería del hospital charlando con Hazel, la tía de Addie.

—¿Y exactamente qué relación tiene usted con la niña?

—Somos amigos.

Tras ver el cariño que le tenía Kathleen a Addie había ido al hospital a visitarla. Charlando con una de las enfermeras me había enterado de que su padre, Greg, había ganado diez millones de dólares en la lotería del estado de Nueva York hacía seis meses. Y también de que en un principio Hazel y Robert Hughes habían previsto adoptar a su sobrina una vez que le dieran el alta, pero habían cambiado de opinión tras enterarse de que no había dinero de por medio. Así pues, cuando apareció por allí la tía Hazel me la llevé a la cafetería.

—No somos gente acomodada, señor Creed —aseguró—. Addie requerirá tratamiento especializado toda su vida, y sí, en efecto, contábamos con la herencia para costearlo.

—Tal vez su interés por el bienestar de Addie abarcaba únicamente su herencia —contesté.

En ese momento fue cuando me dijo que no le gustaba mucho mi tono.

—¿Qué ha sido del dinero de la lotería? —pregunté a continuación.

—Greg utilizó una parte para acabar de pagar la casa, los coches y las tarjetas de crédito. El resto, más de nueve millones, lo metió en una renta vitalicia.

De repente tuve una revelación y se me revolvió el estómago.

—La renta vitalicia estaba pensada para proporcionar una sustanciosa mensualidad a Greg y Melanie de por vida —explicó Hazel—, pero tal como estaba estructurada quedó cancelada con su muerte.

—¿Recuerda alguna disposición en concreto?

—No, pero todo el asunto me huele a chamusquina.

—¿Quién puede informarme? —pregunté.

Ella me miró con recelo.

—Supongo que el abogado de Greg podrá darle los detalles.

Rebuscó en el bolso y me entregó la tarjeta de visita de un tal Garrett Unger, abogado. Dejé dinero encima de la mesa para pagar los cafés.

—Hablaré con Unger y ya le contaré si consigo algo.

—No podemos pagarle —apuntó Hazel.

—Considérelo una muestra de bondad caprichosa. Por cierto, ¿puede darme la dirección de la casa? Quizá podría ir a hurgar un poco por allí.

—¿Quién es usted, exactamente?

—Alguien a quien debéis temer —contesté, y cuando vi que me miraba preocupada sonreí y me expliqué—: Es la frase de una película.

—Ajá.

—La princesa prometida —precisé.

—Pues no me parece una película de bodas —replicó, y cuando saqué la identificación de la CIA, esperando que se quedara boquiabierta, arrugó la frente y comentó—: Cualquiera diría que la ha encontrado en una tienda de todo a un dólar.

—Bueno, da igual —contesté, sacudiendo la cabeza—. Como le he dicho, soy amigo de Addie. La conocí gracias a Kathleen, una de las voluntarias del centro. Quiero ayudar.

—¿Y usted qué saca?

—Bueno, pues no me dé la dirección —suspiré. Cogí el móvil y llamé a Lou. Cuando contestó le dije—: Hace dos semanas hubo un incendio en casa de Greg y Melanie Dawes. —Deletreé el apellido—. Murieron ambos. Tenían unas gemelas a las que llevaron a la unidad de quemados del Hospital Presbiteriano de Nueva York. Necesito la dirección de la casa que se quemó. No, no estoy seguro del estado. Prueba primero con Nueva York.

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