Authors: John Locke
Kathleen observó cómo me miraba atentamente la mano.
—Si el jefe Blaunert está implicado, ¿por qué no ha borrado las pruebas? Han pasado dos semanas.
—Supongo que no habrá tenido tiempo, con toda la atención de la prensa, las vigilias a la luz de las velas y la gente que iba por allí día y noche para dejar flores, peluches y notas en el jardín.
—Pero debía de saber que la compañía de seguros enviaría a alguien.
—Ése es el punto. Me dijo que no esperaba a nadie tan pronto, de lo que deduzco que de momento nadie ha reclamado al seguro. Quizás alguien de la compañía redactó un informe amañado o se ha dedicado a retrasar la investigación.
—¿Ese DeMeo tiene tanta influencia?
—Tanta y más.
Volvió a mirar el trozo de bocadillo que sostenía, pero no lo probó.
—Te preocupa algo —dije—. ¿Qué pasa?
—¿Corres peligro?
—Es posible. El jefe debe de haber llamado a DeMeo esta mañana después de que mi colaborador concertara la visita. Y DeMeo seguramente le dijo que quedara conmigo y se enterara de mis intenciones.
—Pero ¿no sabe que trabajas para Seguridad Nacional? ¿No sabe que puedes detenerlo?
—Estas cosas no son tan blanco o negro como podría parecer —sonreí—. Acabar con Joe DeMeo no resultará fácil. Con la gente que ha matado podría llenar un cementerio.
Empezaron a empañársele los ojos.
—¿Vas a acabar muerto?
—No si puedo evitarlo —respondí—. Pero nueve millones de dólares es mucho dinero, incluso para Joe DeMeo.
—¿Qué crees que hará?
—Mandar a un par de gorilas para tratar de liquidarme.
Kathleen dejó el trozo de bocadillo intacto en el plato.
—Tengo miedo, Donovan. ¿Y si de verdad manda a alguien a matarte?
—Pues lo mataré yo antes.
—¿Puedes?
—Puedo —sonreí.
—¿Seguro? ¿No tienes miedo?
—Nada —contesté, tratando de sonar convencido, y acto seguido le pedí que me ayudara a atarme los dedos y la muñeca de la mano izquierda.
—¿Para qué haces esto?
—No te vuelvas —pedí—, pero los gorilas de DeMeo ya están aquí.
El pánico se apoderó de su rostro.
—¿Qué? ¿Dónde? ¿Cuántos son?
—Dos en el aparcamiento, uno en la cocina.
—Ay, Donovan, ¿qué vamos a hacer?
—Lo que toca.
—¿Qué? ¿Llamar a la policía?
—No. Lo que toca es matar primero al de la cocina.
—¿Matarlo? —Lo dijo más alto de lo que pretendía. La pareja que había al otro lado del pasillo nos miró y Kathleen bajó la voz—. ¿Lo primero que se te ocurre es matarlo?
—No quiero que me ataque por detrás mientras me enfrento a los otros.
—¿Vas a enfrentarte a ellos? ¿A unos asesinos a sueldo? Ni hablar. ¡Ahora mismo llamo a la policía!
Le puse en el brazo la mano que ya tenía atada y negué con la cabeza.
—No montes un escándalo. Me dedico a esto.
Puso una cara que lo reflejaba todo al mismo tiempo: enfado, miedo, exasperación. El hombre trajeado de la otra mesa se levantó. Con un ligero tono de amenaza dirigido a mí preguntó:
—¿Se encuentra bien, señora? ¿Necesita algo?
Kathleen levantó la vista hacia él y luego se volvió hacia mí. Nos miramos a los ojos. Le sonrió y sacudió la cabeza. A continuación se acomodó en la silla, tomó aire y lo soltó poco a poco. Luego, tranquila, dijo con un hilo de voz:
—Muy bien.
—¿Perdone? —dijo el del traje.
—Va todo bien. De verdad —afirmó Kathleen.
El hombre volvió a su silla, lo que dejó muy aliviada a su acompañante. Él también había hecho lo que tocaba: había defendido a una mujer en apuros y con ello había impresionado a la suya. Si todo salía bien, lo más probable era que aquella noche los dos echáramos un polvo.
—¿Preparada? —pregunté.
—Confío en ti.
Asentí y volví a concentrarme en el plato. No fue fácil acabarme las patatas grasientas con las manos atadas, pero lo conseguí. Y acto seguido pregunté:
—¿Vas a comerte ese bocadillo?
—¿Querrán algún postre? —preguntó el camarero, que parecía nervioso.
—¿Cómo te llamas, chaval? —pregunté.
—Jared.
Le entregué un billete con la cara de Benjamin Franklin y le pregunté si había visto al tiarrón de la cocina, al del traje oscuro y camisa negra que no dejaba de mirar por el cristal cada treinta segundos. Jared palideció y trató de devolverme los cien dólares.
—No quiero problemas, de verdad —dijo.
—No mires hacia la cocina —ordené—. Contéstame y ya está. ¿Dónde se ha situado con respecto a la puerta?
—Visto desde aquí, a la derecha.
—La puerta se abre hacia ese lado —comenté—, así que al entrar en principio queda oculto, ¿no?
—Sí. ¿Qué va a hacer?
—¿Ya ha provocado algún problema?
—Tiene a todo el mundo asustado. Lleva una pistola —susurró Jared.
—¿Alguien ha llamado a la policía?
—Nadie se atreve.
—Muy bien —dije—. Mira, te cuento lo que vamos a hacer.
—¿Vamos?
—Eso mismo, chaval. Hoy vas a portarte como un héroe.
Expliqué mi plan a Jared y a Kathleen.
—¿Qué es el beso de Glasgow? —preguntó ella.
—Luego te lo cuento.
—Eso si sale bien —replicó.
—Seguro que sí. No son los mejores hombres de DeMeo.
—¿Cómo lo sabes?
—A los buenos los conozco, y están en Los Ángeles, protegiéndolo a él. Además, ha mandado a tres tíos.
—¿Y?
—Si fueran buenos de verdad habría bastado con dos. El de la cocina es el que tiene menos experiencia. Es familiar de uno de los del aparcamiento, probablemente su hermano pequeño. Lo deduzco por el parecido. Eso nos ayudará. —Me quité el cinturón y medí unos treinta centímetros a partir de la hebilla. Clavé en ese punto la punta del cuchillo y apreté lo suficiente para hacer un agujerito. A continuación me lo eché al cuello. Pregunté a Jared—: ¿Preparado, chaval?
Me miró las manos y tragó saliva. Miró a Kathleen, que se encogió de hombros. Volvió a mirarme a mí. Asentí.
—Preparado —respondió.
Esperé a que el gorila volviera a asomarse. Luego, cuando se colocó otra vez detrás de la puerta, me levanté de un brinco. Jared echó a andar en línea recta hacia la cocina, a paso lento, conmigo detrás. Cuando llegamos a la puerta y él la abrió, me lancé de espaldas contra el batiente. Todo lo demás sucedió de repente, como en una secuencia, y aunque no lo vi todo, sí lo oí y noté. Jared bajó la cabeza y cruzó la cocina gritando a pleno pulmón. Una camarera chilló y se desplomó en el suelo. Los cocineros agitaban las manos y trataban de huir de allí. Yo me agaché para esquivar un derechazo que hasta mi abuela habría visto venir.
La misión de Jared era salir al aparcamiento gritando: «¡Dios mío, está muerto!» Eso supondría una distracción para los dos gorilas, lo cual era importante, ya que la lección fundamental que aprende todo el que sobrevive a la lucha en la calle es que no conviene enfrentarse a nadie concentrado en atacarte.
Confié en que el chaval cumpliría con su cometido y me centré en el mío. Mientras el gorila de la cocina estaba desequilibrado tras el directo que me había lanzado, me incorporé y con la frente le golpeé violentamente la nariz. Se la destrocé.
Eso era el beso de Glasgow.
Lo había hecho mil veces en el gimnasio, aunque quizá sólo veinte en condiciones reales. El beso de Glasgow siempre funcionaba, incluso ante contrincantes con experiencia, siempre que estuvieran desprevenidos. Jamás se me habría ocurrido atacar con un cabezazo a un profesional de verdad, pero darle a aquel tío era más fácil que atizar un saco de arena en el gimnasio.
El impulso de la embestida hizo que le alcanzara los pómulos, lo que significaba que le había aplastado el tabique nasal. Se derrumbó como un saco de patatas. Detecté el bulto de un arma en la zona lumbar, por debajo de la americana. Se la quité, me la remetí en la cintura y le di la vuelta con el pie para verle la cara. No me sonaba, aunque, claro, en aquel estado hasta a su novia le habría costado reconocerlo. La ensangrentada nariz se había extendido hacia los lados desde el centro de la cara, como la masa de una crepe al derramarse sobre una sartén caliente.
Si te rompen la nariz de esa forma, sufres un dolor insoportable, te quedas atontado y se te nubla la vista. Así pues, tuve tiempo de coger el cinturón, pasárselo por el cuello, encajarlo por la hebilla y tirar con fuerza mientras con el pie le empujaba la cabeza. Logré meter el grueso cuello de aquel tío en el reducido espacio creado por el agujero que había perforado en el cinturón unos momentos antes.
El gorila se ahogaba. De su cara brotaba sangre como si fuera el orificio por el que respiran las ballenas. Calculé que duraría dos minutos con vida. Lo levanté a sacudidas pero pesaba demasiado para sostenerlo con una mano, y además se retorcía y pataleaba. Abrí la puerta de un tirón, pasé el extremo del cinturón por encima y tiré por el otro lado con la mano izquierda para situar a mi amigo. De ese modo la puerta soportaba la mayor parte del peso y el gorila colgaba por delante mientras yo quedaba por detrás. Retrocedí tirando de la puerta hacia la pared para apoyarme bien, lo cual fue buena idea porque sus dos compañeros del aparcamiento acababan de irrumpir en la cocina por la puerta trasera, armas en mano.
Lo primero que vieron fue a su colega colgado de un cinturón delante de una puerta, asfixiándose y sangrando como un gorrino, agarrándose el cuello, lanzando patadas y boqueando. Lo segundo fue parte de mi cabeza asomada por detrás.
—¡Ray! —exclamó el que parecía el hermano del moribundo.
El otro me insultó y amenazó con pegarme un tiro si no soltaba a Ray. Todos los demás presentes en la cocina se habían echado al suelo y estaban a cubierto, todos menos la camarera desmayada, que empezaba a volver en sí. Los clientes del comedor se habían percatado de que sucedía algo muy grave en la cocina. Oí los ruidos propios de un grupo de desconocidos que trata de decidir qué hacer. Lo que más les convenía, si eran listos, era imitar a Kathleen y esconderse bajo las mesas.
—Os cuento lo que va a pasar —les dije a los pistoleros—. Vais a soltar las armas y acercármelas de una patada. Si no, vuestro Ray acabará asfixiado.
—Mi revólver no se lo doy a nadie, cabrón —espetó el que no parecía hermano de nadie.
Entorné los ojos para ver mejor.
—¿Es un Monster Magnum? —pregunté—. Joder, te entiendo. Es un arma de primera.
El sujeto en cuestión no me hizo caso y dio un paso para apartarse del hermano de Ray, con la intención de crear distancia entre ellos y situarse mejor para atacarme.
—Eres un fanfarrón —me espetó—. De una nariz rota y un cinturón en torno al cuello no la palma nadie.
—Cállate, Joe —ordenó el otro, que no estaba tan convencido—. Se está muriendo. ¡Míralo! Mi hermano se muere. —Dirigiéndose a mí añadió—: Suéltalo, Creed. Suéltalo y nos largamos, te lo juro.
Sin embargo, Joe tenía otros planes. Agarró a la camarera desmayada y le encañonó la oreja.
—Suéltalo, Creed, o me la cargo. ¡Hablo en serio!
La chica chilló y yo me reí.
—Pero ¿acaso crees que me importa una mierda? Me huelo que no me conoces, chaval.
Ray pesaba lo suyo, así que empezaba a dolerme el brazo izquierdo de sostenerlo allí colgado. No podría mantenerlo derecho mucho rato más. El arma que le había quitado, un revólver del calibre 38, era una buena elección para llevar a la cintura. Lo aferré con la mano derecha.
—Última oportunidad, Creed —me advirtió Joe—. Ya sabes cómo puedo dejarle la cabeza a esta zorra. Como una sandía reventada. —Y sonrió antes de amartillar su arma para lograr un efecto dramático.
Lo consiguió. Se oyó el ruido sordo, preciso y grato que me encantaba de esa clase de revólver. Me gusta prestar atención a los sonidos particulares de cada arma y mis oídos lograron aislar el chasquido de los jadeos y los estertores que surgían de la garganta de Ray y de su pataleo contra la parte baja de la puerta. Lo oí a pesar del alboroto del comedor, donde los clientes chillaban, volcaban las sillas y se empujaban tratando de escapar. El sonido de aquel revólver me encantó. Aunque era un modelo demasiado grande para utilizarlo habitualmente, me moría de ganas de requisarlo para mi colección.
Pero Joe había soltado una amenaza y ahora se sentía obligado a cumplirla. Instintivamente echó la cabeza atrás y se apartó un paso de la camarera, lo que me indicó que estaba a punto de apretar el gatillo y no quería que sus sesos le salpicaran la cara. Noté el arma de Ray en la mano. Con sus quinientos setenta gramos de peso y sus diecisiete centímetros de longitud tenía capacidad para sólo cinco disparos, pero me bastaba uno para matar a Joe. No sabía qué munición utilizaba mi amigo Ray, pero le metí una bala en la sien a Joe, cuya cabeza sufrió una sacudida. Se desplomó y del orificio escapó una fina voluta de humo mientras empezaba a formarse un charco de sangre. Oí el desgarrador chillido de la camarera y me pregunté cuántos años de terapia iba a necesitar tras aquella experiencia.
No obstante, no la miré. Estaba concentrado en el hermano de Ray.
—Por favor, Creed. Suéltalo —insistió.
—¿Vas a darme tu arma?
Negó con la cabeza y vi que le resbalaban lágrimas por las mejillas. La pierna izquierda de Ray se había quedado flácida y la derecha apenas temblaba.
—Te quiero, Ray —dijo de pronto su hermano.
Lo comprendí en una fracción de segundo y solté a Ray justo cuando su hermano disparaba. Acto seguido, se lanzó hacia un lado para atacarme por mi flanco más vulnerable. No podía permitir que alcanzara una buena posición, así que apoyé una rodilla en el suelo y le metí una bala en el ojo izquierdo y otra en la sesera. Traté de echar la puerta hacia delante, pero el cadáver de Ray lo impedía, así que me deslicé de costado para salir de detrás y comprobé si me había alcanzado la bala tras traspasar a Ray.
Estaba limpio.
Pasé por encima del cadáver y vi aquel magnífico revólver a algo más de un metro de distancia. Un Monster Magnum no se recoge así como así; hay que levantarlo con respeto. Eso hice y luego dediqué unos segundos a admirarlo. El Magnum Smith & Wesson 500 es el revólver de mayores dimensiones, más pesado y más potente fabricado en el mundo. A su lado el arma de Harry el Sucio parece una escopeta de balines. Me sorprendió que aquellos dos portaran un arma de aquel calibre y no entendí por qué Joe no había disparado a Ray. Una bala del calibre 500 lo habría atravesado a él, la puerta, a mí y la pared de detrás.