Authors: John Locke
—Ahora esperamos.
Kathy siguió la mirada de Quinn hasta la cafetería de la acera de enfrente, un local precioso donde se veían unos cómodos sillones por el ventanal de la fachada. Y precisamente en uno de esos cómodos sillones estaba sentado Brad con una jovencita deslumbrante.
Quinn, Kathy y
Wendy
se acomodaron en los asientos y esperaron a que los amantes acabaran de comer y luego los vieron dirigirse tranquilamente, cogidos de la mano, a un hotel cercano. Permanecieron en el coche en silencio más o menos una hora. A continuación los vieron salir del hotel. Brad dio a Erica un último abrazo.
—¿Nos lleva ya a casa? —pidió Kathy.
Quinn lo hizo.
—¿Se acuerda de lo que me ha contado antes sobre el personaje de George cuando lo hacía todo al revés? —preguntó Kathy antes de bajar del coche—. Creo que podría irle bien.
El gigante se preguntó qué habría dicho Donovan Creed para prolongar la conversación.
—¿Y eso? —fue lo que se le ocurrió.
—La que tiene todo el dinero en este matrimonio soy yo, no Brad, pero él se llevará una millonada con el seguro de vida y una buena herencia si me pasa algo.
Quinn sabía adónde quería ir a parar.
—Puede quedarse los cincuenta mil de mi marido —continuó Kathy— y le doy cincuenta más. ¿Entiende lo que le pido?
—Quiere que mate a su marido.
—¡No, por el amor de Dios! —se rio Kathy—. He invertido demasiado en ese capullo. Además, estoy muy enamorada de él y desde luego no me haría ninguna gracia el tremendo escrutinio al que me someterían los periodistas y la policía.
Quinn se había equivocado. En vista de que no tenía ni idea de adónde quería ir a parar, así se lo dijo.
—¿No lo comprende? —preguntó Kathy—. Quiero que mate a Erica.
Él asintió con aire distraído.
—Conozco a un tío que dice que todos tenemos como mínimo a dos personas en nuestra vida que nos gustaría que no hubieran nacido. Esas dos personas cambiaron el curso de nuestra existencia para peor y nunca hemos superado lo que nos hicieron.
—Me parece que su amigo puede tener razón.
—Aparte de Erica, ¿hay alguien más en su vida que le gustaría que no hubiera nacido?
—¡Por Dios! ¡Qué preguntas tan horripilantes hace usted!
—Puestos a suponer...
—Bueno, no me gusta hablar mal de los muertos —afirmó—, pero ¿se acuerda de aquel circo mediático que montaron hace unas semanas sobre Monica Childers?
Quinn asintió.
—¿La conocía?
—Era mi hijastra. Me hizo la vida imposible.
Tras ayudar a Kathy a fallecer de un modo apacible, Quinn la enterró a poca profundidad en un bosque del norte de Georgia, fue a los grandes almacenes y se puso a esperar a que Erica abandonara su puesto. No había mucho trabajo, pero sí algunos clientes que merodeaban por allí. Quinn esperó a que la zona del mostrador de joyería quedara vacía. Colocó un paquetito junto a la caja registradora y salió a la calle.
Erica volvió del lavabo a su puesto y echó un vistazo para ver si su sustituta le había dejado papeleo. Al comprobar que no, vio el paquete envuelto con un lazo que llevaba su nombre. Había una nota: «Acepta esto con todo mi amor. Hoy mismo voy a pedir el divorcio. Te quiero. Brad.»
Erica soltó un chillido de emoción. Su sueño se había hecho realidad, era lo que llevaba meses buscando. Se dedicaba a vender joyas en Neiman y estaba harta de ver a mujeres que compraban como si nada cosas que superaban su sueldo de todo un año. Sus amigas la reprendían por salir siempre con hombres casados. ¡Qué ganas tenía de mostrarles el fruto de tanto esfuerzo!
Desenvolvió el paquete con cuidado y levantó la tapa poco a poco.
Días después, el equipo de limpieza seguía encontrando restos de su cuerpo por los rincones más insospechados.
Me desperté el primero, así que fui a la cocina y puse el horno a doscientos grados. Mientras se calentaba, eché en la batidora leche, harina, huevos, mantequilla, sal y extracto de vainilla y almendras. Lo mezclé a la máxima potencia durante un minuto entero, encontré el molde para hacer magdalenas de Kathleen y lo rocié con espray de cocina sin materia grasa. Vertí la mezcla en los huecos, metí el molde en el horno y puse el temporizador a veintisiete minutos. A continuación dejé un poco de mantequilla en un plato para que se ablandara y volví al cuarto de Kathleen, que era mi sitio.
—¿Qué ha sido todo ese alboroto? —preguntó.
—Estoy preparando
popovers
para desayunar —contesté, convencido de que le apetecerían unos buenos bollos ligeros.
—Preparar
popovers
caseros es imposible. Siempre se desmoronan antes de sacarlos del horno.
—Los míos no.
—Sólo los restaurantes pijos saben hacer
popovers
que no se hundan.
—Sólo los restaurantes pijos y yo —corregí.
—Si tú te equivocas y yo acierto, ¿alguna vez me llevarás a un local pijo a desayunar?
—¿Tienes algo pensado?
—Me gustaría desayunar en Tiffany’s.
—Pues me parece que en realidad Tiffany’s es una joyería, no un restaurante.
—¡Es broma!
—Me temo que no.
—Es que no he leído el libro. Siempre había creído...
—No te preocupes —la tranquilicé—. Mis
popovers
no van a desmoronarse. No tendremos que ir a un local pijo.
—Qué rabia.
Alguien conocido dijo una vez que puedes despedirte de tus amigos y tu familia y marcharte muy lejos, pero siempre estarás a su lado porque no sólo formas parte del mundo; el mundo forma parte de ti.
O algo así.
Lo importante era que nunca había echado tanto de menos a alguien como a Kathleen en aquel último viaje. Al regresar a su modesta casita con el revestimiento verde desleído, el medio desván y el medio sótano, al ver que se me echaba a los brazos de un salto, me aferraba con las piernas por la espalda y chillaba de alegría, bueno, me había dado cuenta de que aquello debía de ser lo que animaba a los poetas a hacer tanta propaganda.
—¿Cuánto falta para que se desmoronen los
popovers
? —preguntó.
—Una eternidad, porque no van a desmoronarse. He perfeccionado una ciencia exacta.
—O sea, que eres un cocinero científico, ¿no?
—Todos tenemos nuestra especialidad.
—La mía son las matemáticas.
—¿Las matemáticas? —repetí
Me sonrió con picardía.
—Ajá. Por ejemplo, calcular cuántas veces puede meterse una cosa... dentro de otra —soltó, arqueando una ceja con aire seductor.
—¿Antes de que suene el reloj de un horno? —pregunté.
—Pongamos esa hipótesis de trabajo.
—No lo sé seguro, pero estoy dispuesto a dedicar todo mi esfuerzo a ayudarte a resolver la ecuación.
Y a eso nos dedicamos.
El temporizador interrumpió nuestras investigaciones y decidimos proseguir con el experimento después de desayunar. Kathleen cogió una manta de la cama, se envolvió, me siguió a la cocina y me vio extraer del horno un molde con unos
popovers
absolutamente perfectos. Los rellenamos con la mantequilla reblandecida.
—¡Ay... Dios... mío! —aulló—. Siempre he buscado un hombre que supiera cocinar, pero al final he dado con algo aún mejor: ¡un hombre que sabe hacer dulces!
Nos comimos dos cada uno y luego Kathleen me miró como si quisiera anunciar algo.
—¿Qué? —pregunté.
—Me gustaría contarte una cosa, pero a lo mejor sales pitando.
—No pienso salir pitando. A no ser que me digas que tienes otro compañero de laboratorio.
Respiró hondo y declaró:
—Quiero adoptar a Addie.
—¿En serio? —dije, básicamente porque no sabía qué contestar.
—La quiero mucho, Donovan, y ella a mí. Siempre he querido tener hijos, pero gracias a los golpes de Ken hace años que no puedo. En fin, es como si la eligiera entre todos los niños del mundo, ¿sabes? Y me necesita.
—¿Y qué pasa con la tía Hazel? —pregunté.
Bajó la vista.
—Ése es el problema. Hazel no quiere quedársela, pero tampoco que me la quede yo.
—¿Por qué no?
—Cree que no podría atenderla bien, que debería encargarse de ella una agencia de adopción que le encontrara una familia adecuada.
—O sea, un matrimonio tradicional, ¿no?
—Sí. Con dinero suficiente para atenderla como necesita.
—¿Y qué le has dicho?
Kathleen me cogió las manos.
—Le he dicho que las posibilidades de que una familia perfecta adopte a Addie son escasas y que puede que yo no tenga ni marido ni dinero, pero soy capaz de darle todo lo que necesita una niña de su edad.
—Buena respuesta.
—Pero sigue sin firmar el consentimiento, aunque Addie se lo ha suplicado.
—¿Quieres que le diga cuatro cosas a la tía Hazel?
—Ay, ¿te importaría?
—Lo haré hoy mismo —contesté.
Nos quedamos allí sentados en silencio.
—¿Donovan? —dijo Kathleen por fin.
—¿Ajá?
—¿Seguirás saliendo conmigo si adopto a Addie?
—¿Por qué lo preguntas?
—Muchos hombres preferirían salir con mujeres jóvenes, despampanantes y con un buen par de tetas que no fueran madres solteras.
—Puaj —exclamé—. ¡Yo ni muerto!
De camino a casa de la tía Hazel reflexioné sobre las inmensas sumas de dinero que había en las cuentas de Joe DeMeo de las que me había apropiado. Era mucho más rico de lo que había previsto y, de hecho, seguían entrando fondos a buen ritmo. Supuse que sus contribuyentes aún no se habían enterado del hundimiento de DeMeo. Tras pagar todos los gastos de la campaña, me había quedado suficiente para dar un millón de dólares a Lou, otro a Kimberly y otro a Janet, que me pareció bastante contenta de recibir una tajada, aunque aseguró que era un simple grano de arena comparado con todo lo que yo le había costado en sufrimiento.
Me acordé de Garrett Unger, al que iban a detener aquella misma mañana. No le había dicho nada a Kathleen y tampoco le había mencionado el millón de dólares que iban a transferir a su cuenta personal antes de las dos de la tarde, ni el fondo fiduciario que estaba preparando para Addie, quien recibiría los primeros diez millones que le había quitado a DeMeo. Eran todo sorpresas que, en contraste, harían que el desayuno en Tiffany’s pareciera una nimiedad. Por no hablar de la mayor sorpresa de todas: Kathleen aún no había descubierto que no sólo sabía preparar dulces, sino también excelentes platos salados.
El tráfico avanzaba, pero a paso de tortuga. Miré por la ventanilla y vi montículos de nieve ennegrecida, únicos restos visibles de un crudo invierno. Pasamos a aquel ritmo pausado por debajo de un puente y me fijé en que había varios vagabundos acurrucados en grupo debajo de unas mantas, tratando de dormir. Me pregunté qué habría pasado en sus vidas para que hubieran acabado debajo de aquel puente.
Le pedí al conductor que parase a un lado. Bajé del coche y me acerqué.
—Tengo una cosa que daros —anuncié.
Tardaron un minuto, pero los tres vagabundos consiguieron incorporarse y quedarse sentados. Resultaba imposible saber si eran viejos o jóvenes, lo que sí quedaba claro era su grado uniforme de suciedad. Les di un billete de cien dólares a cada uno y los tres contestaron:
—Muchas gracias, tío.
El primero levantó una botellita de brandy de moras en la que quedaba como mucho un sorbo.
—¿Quieres sentarte y tomar algo? —ofreció.
—Otro día —contesté, pero no me marché.
—Eres muy generoso, tío —comentó otro—. Muy, muy generoso.
—¿Sabes qué voy a hacer con mis cien pavos? —preguntó otro.
—No, ¿qué?
—Voy a irme a un bar bueno y a emborracharme con el mejor whisky que tengan.
Asentí.
—Pues yo voy a follarme a una tía —intervino el segundo—. Hace mucho tiempo que no me follo a una tía.
Les di cien dólares más a cada uno y comenté:
—Ahora los tres podéis emborracharos y follaros a una tía.
—¡Oye, imbécil, que yo soy una mujer! —exclamó el tercero.
—Hum, tienes razón, Agnes —corroboró uno de los otros—. Es un imbécil.
Estaba a punto de disculparme cuando me sonó el móvil. Me despedí con un gesto de mis nuevos amigos y volví a subir al coche para contestar.
—Creed... tengo... una... noticia... buena... y otra... mala.
—Hola, Victor —saludé—. Primero la mala.
—El expe... rimento... social... ha... llegado... a su... fin.
—Me parece bien —contesté. Ya sabía que era cuestión de tiempo que nos topáramos con encargos para matar a personas que ya estaban muertas—. ¿Y la buena?
—Tengo... otra... idea... que es... in... creí... ble y... quiero... que... parti... cipes.
—¿Sacaré tajada?
—Mucha.
—¿Y esto va a interferir en tus planes para conquistar el mundo?
—Podría... retra... sarlos... un poco... pero... será... fasci... nante. ¡La... verdad... es que... será... lo más... extra... ordina... rio... que... hayas... hecho... en toda... tu... vida!
—Soy todo oídos.
Me lo contó.
Después de escucharlo no pude negarme.