Authors: John Locke
—Ya, claro —reconoció Quinn.
Conduje despacio hasta la carretera 33, con la Winnebago pegada a los talones. Luego tomé esa vía, en dirección sur, mientras los payasos se quedaban a esperar. Pasé ante la entrada de la pista de tierra y grava que llevaba a la casa de Joe DeMeo y Quinn vislumbró algo: la hebilla de un cinturón, el cañón de un arma o una colilla. Fuera lo que fuese, probablemente había un par de tíos vigilando el acceso.
La carretera trazaba una curva poco menos de un kilómetro más allá y avancé unos cuatrocientos metros más, apagué las luces y di media vuelta. No esperaba que hubiera tráfico, ya que la 33 básicamente cruzaba el bosque nacional, que había cerrado hacía ya un rato. De todos modos, me alejé varios metros del arcén por si acaso. Bajamos del Hummer. Quinn y yo sacamos los fusiles y las mantas de camuflaje. Hugo se quedó junto al vehículo para vigilar, por si aparecía algún coche o algún vigilante de DeMeo.
Avanzamos por la carretera sigilosamente hasta la zona donde empezaba la curva. Una vez allí dejamos los fusiles en el suelo, nos pusimos las gafas de visión nocturna y echamos cuerpo a tierra. Nos arrastramos unos metros y esperamos.
Vimos los puntitos de luz al mismo tiempo.
Cigarrillos.
Reculamos, recogimos los fusiles y comprobamos que estuvieran bien colocados los silenciadores, que eran el último modelo utilizado por la CIA, lo que significaba que podríamos liquidar a los vigilantes haciendo menos ruido que un ratón al mear en una bola de algodón.
Nos separamos. Quinn se adentró en silencio en el bosque para rodear por detrás a los dos objetivos mientras yo avanzaba poco a poco por delante. Si todo salía según lo previsto, los atraparíamos en un fuego cruzado. Sin embargo, esas cosas nunca salen según lo previsto y no quería arriesgarme a que uno de los dos partiera una ramita, despertara a una nutria o hiciera cualquier otro ruido que pudiera ponerlos sobre aviso.
Una vez en posición, me tapé la cabeza y los hombros con la manta y por SMS envié la señal a Quinn, a Hugo y los enanos. Entonces pusimos los móviles en modo silencio y los guardamos, pero los dejamos en vibración. Yo me lo metí en el bolsillo de la camisa.
Con las gafas de visión nocturna no me costaba ver bien a los dos vigilantes mientras fumaban, pero estaba demasiado lejos para disparar con garantías de acertar.
El carromato del circo tardó dos minutos en llegar. Cuando sus luces bañaron el asfalto los guardias apagaron los cigarrillos. El vehículo hizo un ruido seco y se detuvo a unos cincuenta metros de la entrada. Al cabo de un momento bajaron dos enanos con linternas y levantaron la capota como si hubieran tenido una avería. Esperaba que en ese momento los vigilantes se acercaran a la Winnebago y me permitieran dispararles por la espalda, pero eran buenos profesionales: se quedaron en su sitio.
Mi plan no exigía que fueran hasta los payasos. La estratagema del carromato de circo tenía como objetivo que hubiera ruido suficiente para que Quinn y yo pudiéramos aproximarnos. Mientras nuestros colaboradores liliputienses se turnaban para encender el motor y chillarse instrucciones me dediqué a avanzar con sigilo, a sabiendas de que Quinn hacía lo mismo. En un momento dado los payasos cerraron la capota de golpe, subieron al carromato y, en punto muerto, se pusieron a apretar el acelerador con alegría. Debí de avanzar veinte metros durante ese tiempo, sin que me vieran. A continuación pusieron la radio a todo volumen y empezaron a entonar canciones circenses cuando su vehículo ya echaba a rodar, pasaba ante la entrada, tomaba la curva y desaparecía.
Mientras, conseguí recorrer otros cincuenta metros, tal vez más. Estaba lo bastante cerca como para tirar a matar. Preparé el fusil y esperé a que se encendieran los cigarrillos.
Pasaron dos minutos. Tenía la esperanza de que al menos uno de los dos saliera a la carretera a comprobar que los payasos no se habían detenido, pero ni se movieron, ni hicieron el menor ruido ni encendieron más pitillos. Aquellos tipos eran excelentes profesionales.
Entonces vibró el móvil.
Lentamente me eché la manta de camuflaje por encima de la cabeza, saqué el teléfono del bolsillo y me lo llevé a la oreja sin destaparme. Tras cerciorarme de que el teclado no fuera a emitir ninguna luz, contuve la respiración y levanté la tapa. No me atrevía a hablar, ni siquiera en susurros.
—Ya puedes salir —dijo Quinn—. Me los he cargado a los dos.
Exhalé.
—¿Has comprobado si había alguno más?
—Eso no me lo has pedido.
—No, claro. Qué cabeza la mía.
Regresamos al Hummer y al ver a los payasos los felicitamos por su actuación.
—Ya sólo quedan dieciocho negritos —comentó Hugo.
—Por lo que sabemos —contesté.
Arranqué el Hummer sin encender los faros. La Winnebago giró y se puso detrás para seguirnos por la carretera hasta el acceso a la pista de tierra y grava, que tomamos para dirigirnos a casa de Joe DeMeo.
La residencia sólo tenía una entrada que obligaba a pasar por la valla metálica. Charlie Whiteside y yo habíamos calculado con detenimiento la distancia hasta allí y me detuve a poco más de un kilómetro. Si me hubiera acercado más probablemente me habría delatado.
Quinn tenía los comunicadores de los dos vigilantes y hasta el momento había habido suerte. Nadie les había pedido que informaran sobre posibles novedades. Supuse que nos quedaba poco tiempo, porque la mayoría de las empresas de seguridad se comunican con sus hombres cada quince minutos y ya habíamos gastado ese margen y más.
Bajamos todos del Hummer y aguzamos el oído por si ladraba algún perro. Todo estaba en silencio y Quinn sacó su fusil y se fue hacia el lado este del complejo. Hugo cogió el mío y salió en dirección contraria.
Yo me encaramé al Hummer y di tiempo a mis tiradores para acercarse todo lo posible antes de que los detectaran los perros. Mi idea había sido que recorrieran al menos la mitad del camino, pero los animales estaban muy atentos y los ladridos empezaron casi de inmediato. Encendí el PEPS e hice una señal al carromato para que se adelantara a toda velocidad.
De repente, los comunicadores crepitaron y cobraron vida con voces frenéticas. Los habíamos pillado desprevenidos, con lo que nos habíamos marcado un punto, pero aún nos quedaba mucho trecho por recorrer.
El carromato salió de la pista para despejarme el campo de tiro. Aproveché la oportunidad y enseguida oí gritos y chillidos. Encendí el sonido del móvil y subí el volumen. Luego me metí en el Hummer, encendí los faros y arranqué. Los enanos, que seguían con las luces apagadas, prosiguieron hacia su posición, a la izquierda del agujero que yo acababa de practicar en la valla.
Aceleré hasta unos sesenta kilómetros por hora y avancé por la pista hasta detenerme a quinientos metros de la entrada. Volví a subirme encima del vehículo y di tiempo a mis payasos para que montaran todo su equipo.
Quinn me informó de que estaba en posición. Nos imaginamos que Hugo tardaría más. Tenía las piernas mucho más cortas y el arma le resultaba muy pesada. De todos modos, arrojo y energía no le faltaban, así que sin duda lo haría bien.
Oí disparos, lo que significaba que el equipo de seguridad de DeMeo estaba recuperando la orientación y me había identificado como objetivo. Los perros, que tenían menos masa corporal, tardarían más en reincorporarse. Los tiros continuaron. La parte frontal del PEPS estaba protegida por un escudo de plástico a prueba de balas, así que no me preocupaba en exceso que me alcanzaran. Quinn debió de disparar un par de veces con el silenciador, pues el altavoz del móvil anunció:
—Dos menos. Guardias de seguridad.
Los enanos tardaban más de lo que esperaba. Pensé que podrían haberlos alcanzado. Orienté el arma a la derecha del carromato y solté otra descarga. Les grité, aunque habría sido imposible que me oyeran.
Habían llevado varias camas elásticas pequeñas y una enorme red que utilizaban los trapecistas. Hugo informó de que se había situado mientras los enanos arrastraban la red por la pista y tapaban el agujero que había hecho yo con la primera ráfaga. Ataron los extremos a los postes y alejaron el centro de la malla del agujero para crear una gran trampa. Después fueron corriendo a la Winnebago a por las camas elásticas y los cuchillos, ya que se trataba de enanos lanzadores de cuchillos.
Entré en el Hummer y avancé cien metros más. Después volví a subirme encima y esperé a que los demás guardias de seguridad dieran señales de vida y a que los perros se decidieran a atacar. No pasó nada.
—Le he dado a uno —anunció Hugo.
—Dos más por mi lado —dijo Quinn.
Los perros fueron directos al agujero de la valla, se metieron y se enredaron en la red de los trapecistas. Disparé una descarga cerca de su posición, lo que recalentó el aire y volvió a tumbarlos a todos. Imaginé que ya no les quedarían muchas ganas de atacar, pero no quise arriesgarme, porque si me equivocaba podrían cargarse a algún enano. Podría haberles dado con el fusil, pero ¿qué sentido tenía matar a unos perros si no era necesario? El caso de los guardias era distinto. Estaban allí por decisión propia, así que en su caso se había abierto la veda.
Los payasos desataron la red, la recogieron y arrastraron a los perros hasta detrás de la Winnebago, donde no podía alcanzarlos el fuego.
—Falta un vigilante —dije por el móvil—. ¿Alguien lo tiene a tiro?
Nadie.
Una vez más entré en el Hummer. Recurrí a un comunicador.
—Joe, voy a entrar a por ti y tus hombres. Ya hay siete guardias de seguridad muertos. Queda uno vivo. Tengo un mensaje para él: sal desarmado y con las manos en alto y no te haremos nada. Ésta no es tu lucha y la cosa te viene muy grande. Tienes treinta segundos para informarnos de tu posición. En caso contrario, te mataremos.
Los payasos abrieron la puerta principal y entraron con las camas elásticas, flanqueados a ambos lados de la valla metálica por Quinn y Hugo.
El último guardia salió con las manos en alto. Hugo le inmovilizó las muñecas con alambre forrado de plástico y luego le ató las manos a un poste de la valla metálica.
A continuación fue a la Winnebago con dos payasos, cogieron los ADS y se los llevaron a la zona que habíamos conquistado. Allí esperaron a que nos reagrupáramos. La siguiente barrera era el muro de hormigón. El problema que tenían Joe y sus hombres era que en la práctica los habíamos encerrado en el interior. El nuestro, que la verja les ofrecía amplias oportunidades de acribillarnos. Lo que más me había preocupado antes de ver las imágenes del VANT había sido que Joe hubiera instalado una plataforma de vigilancia en el lado interior del muro. En ese caso, sus hombres podrían habernos disparado al acercarnos. Por suerte, el VANT había confirmado que no había plataformas.
Pasé lentamente con el Hummer por la puerta de la valla metálica y dirigí el rayo de impulsos a la verja. Quinn y Hugo se colocaron cada uno a un lado, a diez metros de distancia, y apuntaron los fusiles hacia el mismo objetivo. Dispararon un par de ráfagas para disuadir a los hombres de Joe de tratar de aprovechar la momentánea vulnerabilidad de los payasos. Si intentaban salir en coche por la verja, yo los freiría con el PEPS. En caso contrario, mi intención era mantenerlos atrapados. No me preocupaba que utilizaran los móviles. ¿A quién iban a llamar? No había refuerzo posible. Joe ya tenía a todos los pistoleros en que podía confiar. Y tampoco iba a llamar a la policía. Si aparecían por allí podrían registrar su casa y a saber qué encontrarían.
De todos modos, y por si se le ocurría hacerlo, Darwin y Lou habían informado a los retenes de la zona y a los operadores del 911 de que el Departamento de Seguridad Nacional estaba operando en la finca, de modo que todas las llamadas que solicitaran ayuda en la dirección de Joe debían desviarse a Lou Kelly.
Y ya por si las moscas ordené a Hugo que se diera media vuelta y vigilara nuestras espaldas.
Los payasos tenían tres camas elásticas y tres ADS. El Hummer había quedado situado entre ellos y la verja del muro. Encima de las camas elásticas había chuchillos para lanzar y taladros eléctricos con brocas especiales para hormigón de dos centímetros y medio de diámetro.
Nos habíamos distribuido de la siguiente forma: nueve payasos en tres grupos de tres distribuidos a la derecha de la verja de acceso a la casa (cada unidad tenía su taladro y su cama elástica, su alijo de cuchillos y su ADS), Quinn vigilaba por delante y Hugo por detrás, y yo orienté el PEPS hacia la verja.
Los payasos empezaron a perforar el muro.
Sonó mi móvil.
—¿Se puede saber qué coño haces? —preguntó Joe DeMeo.
—Se ha cumplido el plazo que te di para darme el dinero —señalé.
—¿Y todo esto por esa cría que sobrevivió?
—Por eso y por lo del hotel.
—No sé si deberías cambiar de opinión —comentó—. Tengo a tu mujer y tu hija.
—No es verdad.
—Tengo la casa rodeada. Doy el aviso y se las cargan.
—Dime la dirección.
Me la dio.
—Mi familia no vive allí.
—Están en casa de una amiga. La tenemos controlada y estamos a punto de volarla.
—Supongo que no te lo creerás —aventuró Joe—, así que no cuelgues y te pongo en llamada a tres con el tío que está a punto de matar a tu Janet y tu Kimberly.
Escuché el agudo zumbido de los taladros mientras esperaba la conexión. No creía que Janet y Kimberly corrieran peligro, porque Callie se encontraba con ellas y no me había llamado. Los hombres de Sal vigilaban la casa de Janet, adonde habrían ido primero los de Joe.
Aun así, siempre se te revuelven un poco las tripas cuando alguien amenaza con matar a tu hija.
Joe volvió a ponerse al aparato.
—¿Me oyes, Sal? —preguntó.
—Aquí estoy —dijo Sal Bonadello, ante lo cual suspiré aliviado. Y añadió—: Se acabó, Creed. Tengo a la rubia atrapada dentro de la casa con la borde de tu ex y la infantiloide de tu hija, además de esa familia amiga suya. He echado gasolina por todas las paredes exteriores y los cócteles molotov están bien preparados.
No abrí la boca.
—Te creías que teníamos un trato y que iba a, ¿cómo se dice?, patrullar la casa de Janet, ¿no? —prosiguió Sal—. Pues no, la rubia siguió a la cría a casa de una amiga y luego apareció tu mujer. Ahí dentro siguen todos y la rubita está tan concentrada tratando de tranquilizar a todos que ni siquiera se ha enterado de que estamos aquí. Te la debía, amigo. Por haberte instalado en mi desván y haber dado saltos por el techo, joder, y por haber pegado tiros en mi dormitorio y haber acojonado a mi señora, cabrón de mierda.