Gente Letal (8 page)

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Authors: John Locke

BOOK: Gente Letal
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Hice un gesto a la camarera para que se acercara y le pedí lápiz y papel. Luego anoté la dirección. Colgué y sonreí a la tía Hazel.

—¿Quién era? —preguntó.

—Un justiciero vengador.

11

La calle Valley, en la localidad de Montclair, Nueva Jersey, discurre hacia el sur desde el parque de Garrett Mountain Reservation hasta la avenida Bloomfield. En su recorrido bordea el límite oriental del recinto de la Universidad Estatal de Montclair, en rápido crecimiento. Al llegar desde el oeste procedente de Nueva York, en principio no hay que ver nada de eso de camino al parque de bomberos, pero si uno se equivoca al salir de la autovía, como me pasó a mí, pasa por la ruta panorámica. Cuando circulaba por allí sonó el móvil. Era el mafioso Salvatore Bonadello.

—¿Sigues vivo? —preguntó.

—Si a esto lo llamas vivir...

Aún era de mañana, no habían dado las diez. Hacía menos de dos horas que había salido de la cafetería y me había despedido de la tía Hazel.

—He oído cosas por ahí. Has cabreado mucho a alguien —informó Sal, y se quedó esperando mi reacción, para dar dramatismo al momento.

—¿A Joe DeMeo?

Sal no respondió enseguida, probablemente decepcionado por no haber sido él quien me diera la noticia.

—Yo no te he dicho nada —advirtió.

—No me vengas con que te da miedo DeMeo. ¿A un tiarrón duro de pelar y peludo como tú?

Giré a la izquierda en la avenida Bloomfield.

—No hace falta tenerle miedo para respetar su poder. Y dejémoslo en que dispongo de, ¿cómo se dice?, de indicios convincentes que me empujan a respetarlo. Oye, ¿cómo que peludo?

—Es una forma de hablar —contesté.

Hasta aquel momento no había estado seguro de que el incendio en casa de los Dawes hubiera sido provocado, pero sí me imaginaba que en caso afirmativo el responsable sería DeMeo. El hecho de que ya se hubiera enterado de que estaba investigando el asunto confirmaba mis sospechas. De todos modos, me sorprendió la rapidez con que se había enterado.

—¿Cuánto crees que tardarán en aparecer un par de tíos con pelo en los nudillos?

—¿Estás en el desván de casa de alguien o qué?

—En un coche de alquiler.

—Vale. Probablemente aún dispongas de un par de horas, pero yo que tú empezaría a mirar ya por el retrovisor. Por si acaso.

—Gracias por el aviso.

—Me limito a proteger mis, ¿cómo se dice?, mis activos.

—¿Te ha llamado DeMeo en persona? ¿No sabe que trabajamos juntos?

Sal midió sus palabras.

—Lo sabe.

Me quedé atascado en una fila de coches en el cruce de Bloomfield con Pine, a la espera del semáforo en verde. Supongo que lo pillé gracias a que no tenía nada más en qué pensar aparte del comentario de Sal; de otro modo quizá lo habría pasado por alto. Le di varias vueltas antes de entenderlo.

—DeMeo te ha encargado liquidarme.

—Vamos a dejarlo en que los dos próximos trabajitos que me hagas serán, ¿cómo se dice?, gratuitos.

¿Dos trabajitos? Eso significaba que...

—¿Has rechazado cien de los grandes?

—No es por amor —rio Sal—, no te me pongas sentimental. Lo que pasa es que no tengo a nadie con suficiente, ¿cómo se dice?, suficiente capacidad para quitarte de en medio. Además, ¿de dónde voy a sacar un asesino a sueldo tan potente como tú? Bueno, quizás esa rubia buenorra que trabaja contigo. ¿Ya le has hablado de mí?

El semáforo cambió y avancé poco a poco con los demás coches hasta la rampa que permitía subir a la acera.

—Tengo que colgar —anuncié.

—¡Espera! ¿Aceptas los dos trabajitos?

—Te haré un trabajo gratis —respondí—. Ya sacaste cincuenta mil cuando le diste mi nombre al enano homicida.

—¿A cuál?

—¿Cómo que a cuál? ¿A cuántos enanos homicidas conoces? Vic... tor —aclaré, imitando a la última incorporación a mi cartera de clientes.

—Ja, ja. Yo lo he visto en persona. Lleva rastas.

—Te burlas.

—¡Unas rastas largas y asquerosas, te lo juro por Dios!

Colgamos, aparqué el coche alquilado en Avis en una plaza para visitantes y pregunté a uno de los bomberos que había a la entrada dónde podía encontrar al jefe Blaunert. Me mandó a la cocina del cuartel. Entré y pregunté al único sujeto que me encontré allí sentado si por casualidad era el jefe de bomberos.

—Hasta octubre —respondió—. A partir de entonces seré Bob sin más y viviré en una casa flotante en Seattle. Usted es el del seguro, ¿no?

—Sí. Donovan Creed, de State Farm.

—En Seattle hace frío en esta época —comentó Bob—, pero no más que aquí. Un hermano de mi señora tiene un puerto deportivo por allí, en la bahía de Portage, cerca de la universidad.

Por debajo de la mesa, apoyó un pie en el asiento de la silla que tenía delante. Llevaba zapatos de piel marrón desgastados, pero con las suelas nuevas. Señaló la silla y con el pie la apartó lo suficiente para que pudiera sentarme.

—¿Ha estado por allí? —preguntó—. ¿En la bahía de Portage?

—No he tenido el placer —contesté, y cogí un vaso de plástico del montón que había junto al fregadero para servirme un café de la máquina.

—Bueno, hay gente a la que no le gusta la lluvia, supongo, pero nosotros decimos que si hay algo más parecido al paraíso no llegaremos a conocerlo.

La vieja mesa de formica que tenía ante sí probablemente había sido en su día de un amarillo intenso, antes de que décadas de manchas de comida y café causaran estragos. Me senté en la silla que me había apartado y probé el café. Era amargo y estaba quemado, lo que me pareció adecuado para un parque de bomberos.

—¿Qué tal el mejunje? —preguntó.

—Quejarse sería de mala educación —comenté—. Pero bueno, dentro de siete meses usted beberá un café estupendo todos los días.

Me guiñó un ojo y levantó un pulgar cerrando el puño.

—Y que lo diga. Seattle es famosa por muchas cosas, pero yo me quedo con el café. —Pareció reflexionar un instante—. Claro que también hay cadenas como Starbucks y Seattle’s Best. No creo que conozca Tully’s, pero sirven un café buenísimo.

Permanecimos un minuto en silencio, bebiendo café malo sin más.

—¿Tiene usted mucha experiencia en cuestión de incendios, señor Creed? Lo digo porque no esperábamos que los del seguro mandaran a un investigador.

—¿De veras? —repuse arqueando las cejas.

Pareció incómodo, pero reaccionó enseguida.

—Quería decir tan pronto.

Bob Blaunert no tenía aspecto de jefe de bomberos. Me pareció más bien el hijo imposible de Sherlock Holmes y Papá Noel. Tenía el pelo cano y una barba densa y también blanca y llevaba gafas gruesas de montura grande y redonda. También hacía gala de una sonrisa afable y vestía un arrugado traje de
tweed
marrón, camisa blanca y corbata de punto. Sólo le faltaba la pipa y soltar: «Elemental, querido Creed.»

Lou Kelly había concertado aquella reunión improvisada mientras yo recogía el coche de alquiler en el lado oeste de Manhattan. Lou le había contado a Blaunert que yo trabajaba para la aseguradora State Farm y el jefe había remoloneado un buen rato antes de acceder a verme. Según él, tenía que hacer una inspección en el cuartel de bomberos de la calle Pine, pero si me daba prisa podría hablar con él antes. Al encontrármelo con traje y no con uniforme puse en duda que tuviera que inspeccionar nada.

Advertí que me miraba con atención.

—Yo más que dedicarme a investigar los incendios me pateo la calle —aseguré—. Entrevisto a los bomberos, a los vecinos, voy a ver los restos. Al final informo a la compañía si me parece que un incendio ha sido accidental. Por descontado, aunque a mí me lo parezca siempre mandan también a un técnico para comprobar la contabilidad del asegurado y ver si hay un móvil económico.

—Ojalá pudiera ahorrarle el trabajo —dijo el jefe Blaunert, asintiendo—, pero seguro que la compañía quiere un informe completo. De todos modos, le doy mi palabra: este incendio fue desde luego un accidente.

—¿Lo comprobó usted mismo?

—No tuve más remedio, había periodistas por todas partes. Una tragedia lamentable. Murió toda la familia, excepto una niña, pero sufrió graves quemaduras y quedó irreconocible.

—¿No sospechó que pudiese haber un móvil?

Blaunert se sorprendió.

—¿Un móvil? Pero qué dice, hombre. ¿Cree que trataban de estafarle a su compañía unos cientos de miles? ¡Joder, si habían ganado el gordo de la lotería de Nueva York hacía unos meses, diez millones de pavos! —Mi pregunta lo había alterado—. ¿Cree usted que necesitaban pegarle fuego a su propia casa y matar a sus hijas por motivos económicos?

—No, señor, la verdad es que no —admití—. Para ser sincero, lo que quiero es cumplir. Me basta con entrevistar a los primeros bomberos que llegaron a la casa, sólo para un par de preguntas. Supongo que están aquí, ¿no? Como es el parque al que se transmitió la llamada...

Se quedó mirándome fijamente hasta que se serenó. Entonces habló con voz clara y firme:

—Llamas amarillas, humo gris. No había sospechosos en las inmediaciones. No había ventanas abiertas. Ni rastros de allanamiento de morada. Ni puertas cerradas con llave ni habitaciones bloqueadas. Sólo hubo un punto de origen: el sótano. Tampoco se encontraron activadores de la combustión.

—Está claro que conoce usted su oficio.

—Lo normal: llevo en esto toda la vida. Si quiere, puedo darle un par de nombres. Puede decir que los ha entrevistado, echar un vistazo rápido a la casa, tomar unas fotos y estar de vuelta en Bloomington para cenar.

—Me parece perfecto —respondí—, aunque tendré que hablar con uno o dos vecinos.

Asintió. Le entregué el bolígrafo y la libreta de espiral que había comprado un rato antes. También me había agenciado la cámara que tenía en el asiento delantero del coche por si uno de los bomberos quería acompañarme a ver la casa. El jefe Blaunert escribió varios nombres.

—¿Bastará con tres?

—Debería.

Arrancó una hoja y escribió mi nombre.

—¿Tiene móvil?

Le di el número y pensé en la advertencia de Sal. Me di cuenta de por dónde iban los tiros.

—¿Quiere que alguien lo acompañe?

—Qué va, está aquí cerca —contesté—. Me voy ya y le dejo que siga con su trabajo.

Me levanté y le tendí la mano. Vaciló. Dudaba si debía decirme algo más.

—Con respecto a los vecinos, mis hombres llegaron cuatro minutos veinte segundos después de que se registrara la llamada. Puede comprobarlo: cuatro veinte —insistió, y me miró con seriedad.

—Qué rápido —comenté para llenar el silencio.

—Era de madrugada, estaba oscuro como boca de lobo. Acordonamos el perímetro y alejamos bastante a los vecinos. No podrán decirle mucho que sea de fiar.

—No se preocupe, jefe. Vamos a pagar la demanda. Esa pobre niña ya ha sufrido bastante. En fin, me ha ahorrado usted tiempo y agobios y se lo agradezco. —Sonreí y esta vez sí me estrechó la mano—. ¡Nos vemos en Seattle, jefe!

—Allí estaré —contestó—. Por la bahía de Portage.

—Bebiendo café con su señora.

Sonrió y volvió a levantar el pulgar.

—De eso se trata.

12

Los restos de la casa estaban en el barrio contiguo al elegante club de campo de Upper Montclair, compuesto de viviendas de dos pisos para gente de clase media alta, con sótano, fachada de ladrillo visto y tejado de placas de asfalto. No soy ningún experto, pero las habría tasado en unos ochocientos mil dólares.

Bajé del coche y cerré las puertas con el mando. Antes de dirigirme a la casa eché un vistazo a la zona y no me gustó algo que detecté con el rabillo del ojo: un Honda Civic Coupé azul metálico, modelo 2006, aparcado donde un momento antes no había nada. Giré sobre los talones, como si hubiera olvidado algo en el maletero. No me hizo falta una interpretación digna de un Oscar: lo que pretendía era recuperar un pequeño Smith & Wesson 642 que llevaba escondido en el hueco de la rueda de recambio.

Mientras abría el maletero y sacaba el revólver advertí que el Honda avanzaba hacia mí. A pesar de que el sol se reflejaba en el parabrisas, distinguí que lo conducía una mujer.

Se detuvo a unos tres metros; es decir, se colocó en un punto en el que no podía ver nada sin asomar parte de la cara por la tapa del maletero, que seguía levantada. Empuñé el arma con la mano derecha y me quedé a la expectativa. ¿DeMeo era capaz de haber enviado a una mujer a encargarse de mí? Pensé. ¿Había alguna mujer en el oficio lo bastante descarada como para aparcar a mi lado en pleno día y tratar de liquidarme? Callie, quizá, pero era de mi equipo. No se me ocurrió nadie más.

De repente oí que se abría la puerta del coche y todas las sinapsis de mi cerebro se bloquearon y se prepararon para una confrontación a vida o muerte. Permanecí a la espera de oír pasos, diciéndome que sí, que DeMeo podría haber enviado perfectamente a una mujer, pero, aunque había docenas de asesinos a sueldo dispuestos a abordar sin más a alguien, Joe DeMeo me conocía y sabía de lo que era capaz. ¿Enviaría a una sola persona a acabar conmigo?

Ni hablar.

Por consiguiente, lo más probable era que alguien más estuviera situándose a mi espalda para descerrajarme el tiro de gracia.

Tenía que volver la cabeza para ver qué sucedía detrás de mí. Sin embargo, cuando me disponía a hacerlo oí que mi amiga bajaba del coche. No me decidía a mirar hacia atrás y tampoco a no hacerlo. Tal como evolucionaban las cosas, no veía mucha escapatoria.

La mujer andaba con determinación y venía directa hacia mí, pero de momento nadie me había disparado por la espalda. La cabeza se me llenó de pensamientos que me urgían a tomar decisiones en décimas de segundo. Tendría que servirme de métodos e instintos de supervivencia perfeccionados tras quince años de aplicación diaria.

La tenía ya cerca del parachoques delantero, por la derecha, lo que en principio me habría hecho dirigirme hacia la izquierda. Pero no, eso era lo que precisamente esperaban de mí. Daban por sentado ese movimiento.

Sin embargo, ya había mirado en esa dirección y no había detectado nada preocupante. ¿O lo había pasado por alto? ¿Qué había a mi izquierda que pudiera resultar una amenaza?

La casa.

Debía de haber alguien dentro, a la espera de poder apuntar bien. Mi amiga llegaba por la derecha, yo me iba a la izquierda y
bang
.

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