GOG (30 page)

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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Dentro de la piscina —de unos ocho metros de largo— había oro, según el armenio, por valor de veintidós millones. Monedas de todos los países y de todos los tiempos —porque incluso puse a contribución mi colección numismática—, anillos, cadenas de reloj, corazones de exvotos, fetiches contra el mal de ojo, medallones, dientes usados, broches de toda especie. Pero más que todo, monedas; algunos
nummo
romanos, daríos persas, doblones de España, florines de Florencia, ducados y zequíes de Venecia, luises franceses, coronas holandesas y, sobre todo, esterlinas modernas y dólares.

Probé de meterme en aquella masa amarillenta. Debo decir, ante todo, que es absolutamente imposible
nadar en oro
. Todo lo más, ayudándose con las manos, se puede penetrar en la masa hasta la cintura, pero a costa de muchos esfuerzos, y cuando se está sumergido es muy difícil moverse: nos vemos prisioneros y sacrificados.

Las sensaciones que se experimentan allí dentro, con la mitad del cuerpo sumergida en el metal, son en gran manera desagradables. El oro, a pesar de su color que los pintores y los poetas llaman caliente, solar, ardiente, etc., es muy frío, casi helado. En aquellos pocos minutos que conseguí soportarlo me sentí apretado y sacudido de escalofríos. Uno de los momentos más desagradables de mi vida: sentido penoso de resistencia, de aplastamiento, de hielo.

Y no se puede decir que consuela la vista. El amarillo del oro no es ciertamente el más bello que se encuentra en la naturaleza. La chinapaya y también el vulgarísimo girasol son más llamativos y espléndidos. Y no hablemos de ciertos amarillos que se ven en los cuadros de Botticelli y de Van Gogh.

El oro tiene algo de hostil y de impuro, tanto aquel pálido y un poco alimonado de los antiguos, como aquel otro amalgamado y hosco de la Edad Media, y peor aún, el lustroso y rojizo de nuestros tiempos. El oro, además, ha sido envilecido en los usos más humillantes —dientes postizos, plumas sucias de tinta, monturas de lentes—, lo que casi da asco. Y todas aquellas monedas manejadas por las manos más inmundas, engullidas, escondidas en la boca o en el recto…

Apenas hube salido del pretendido baño, di orden al tesorero que revendiese inmediatamente las esterlinas, los dólares y las joyas, y volviese a poner en su lugar las piezas antiguas que pueden tener un valor de curiosidad.

Si los ricos no tuviesen otras satisfacciones más que ésa, fabulosa y trivial, de
chapuzar en el oro
, serían los más ridículos desgraciados de la Tierra.
Nadar en oro
podría ser, todo lo más, un feroz suplicio que destinaría a los malos escritores.

El acaparamiento de los sosias

New Parthenon, fin de noviembre

N
o tengo suerte para las colecciones. La de los gigantes se ha deshecho, la de los corazones me resultó pronto monótona y debe ser continuamente renovada. Había ideado otra que me parecía además de nueva, un gran recurso contra la melancolía. También ésta, en la que al principio fundé tantas esperanzas, ha acabado mal.

Había pensado muchas veces en la fortuna de los contemporáneos de los hombres que más admiramos. Los discípulos de Sócrates, los marinos de Colón, los actores de Shakespeare, los mancebos de Miguel Ángel, los servidores de Iván el Terrible o de Bismarck, me daban, en algunos momentos, envidia. Cada siglo es parco en grandes hombres, pero pudiendo reunir a los más grandes de varios siglos —como los vemos, por ejemplo, en el Limbo del Dante o en los Diálogos de los Muertos de Fontenelle—, se podría construir una compañía muy honorable. Tenerlos en bustos o retratos, muertos y mudos, es lo mismo que nada. Un miembro de la S. F. P. R., que se hallaba en correspondencia con Conan Doyle, me dijo, una vez que le hablé de este sueño mío, que no era cosa imposible evocar una asamblea de espíritus superiores, si consiguiese tener a mi disposición un buen número de
médiums
de primer orden. Pero, en verdad, de aquellas pretendidas comunicaciones de genios difuntos —transmitidas por viejas señoras nerviosas y profesionales sospechosos— no me fío bastante. Yo soy un viviente y deseo personas vivientes y no mensajes dudosos y divagaciones espiritistas.

Había renunciado a esta nostálgica fantasía, cuando encontré en un restaurante nocturno a un joven que se parecía perfectamente a los más populares retratos de Byron. Si hubiese llevado el cuello desnudo y una capa estilo corsario, se le hubiera tomado por el poeta de
Don Juan
. Pregunté quién era: se trataba de un estudiante de filosofía, rico y ensoberbecido. No pude pensar, por eso, en ofrecerle que viniese a vivir conmigo para ser el primer número de mi colección, pero pude entrever el buen camino.

La naturaleza se repite. Esparcidos por el mundo, entre los centenares de millones de hombres de raza blanca, se debe encontrar, en cada generación, la réplica casi perfecta de algún genio pasado. Con algún retoque, endosándole el vestido de su modelo muerto, uno puede llegar a tener la ilusión de aquella casi identidad.

No perdí tiempo. Me procuré la misma semana un profesor de fisonomías y un retratista, que se había dedicado también a la pintura histórica, y les di el encargo de ir viajando por Europa, por las grandes y pequeñas ciudades, para buscar y recoger el mayor número de sosias posibles de las antiguas celebridades, sin parar en gastos ni dificultades. Los dos se tomaron la cosa muy en serio, se proveyeron de ricos álbumes iconográficos —obtenidos con fotografías de cuadros y con innumerables retratos sacados de los libros y revistas— y un mes después se marcharon.

Me escribieron muy a menudo, pero principalmente, para pedirme más dinero y para decirme que la empresa era mucho más difícil de lo que habían creído. Después de cinco meses de batida por todas las rutas, habían conseguido alistar solamente un Cervantes y un Rafael y se hallaban en tratos para un Ibsen. Había encargado que me trajeran únicamente genios de celebridad universal: Sucesivamente recibí la noticia de que habían acaparado a un Tolstoi, un Voltaire y un Napoleón I. Más tarde pudieron descubrir un Sócrates y un Shelley. No bastaban: quería comenzar con una docena al menos. Persistieron un año entero para encontrar los otros cuatro, que fueron un Víctor Hugo, un Schiller, un Nerón y un Cromwell.

Cuando los doce sosias ilustres llegaron a New Parthenon no quise verlos. El pintor debía primero pensar en retocar las fisonomías —pelo, colorido—. y hacer cortar para cada uno vestidos iguales a los que llevaban los personajes a quienes debían sustituir. Y como la mayor parte de mis ejemplares eran gente poco culta y no sabían inglés, llamé a algunos profesores de lenguas y de historia a fin de que los preparasen para el papel que debían representar. Entre una cosa y otra no pude disfrutar de la original colección hasta dos años y medio después de haberla ideado.

Pero todos los gastos y fatigas realizados por mí y por mis colaboradores no me han proporcionado la satisfacción que suponía.

La primera vez que vi reunida mi colección de genios vivientes, el efecto fue bellísimo. La semejanza era en todos alucinante. El obeso Nerón, envuelto en su púrpura, que me miraba a través de una esmeralda, era impecable. A su lado el pequeño Ibsen, con sus patillas de perro de lanas y las grandes antiparras sobre la nariz ganchuda, parecía de veras el autor de
Peer Gynt
. El hocico de fauno maligno de Voltaire, bajo una peluca muy bien hecha, me gustó mucho. El joven Rafael, un poco amarillo, extenuado y patético como en el retrato de los
Uffizi
formaba un extraño contraste con la cabeza severa y resuelta de un Cromwell, encerrado en su lustrosa coraza. Víctor Hugo, con la barbita blanca y los ojos grises, estaba sentado majestuosamente al lado de una especie de fauno malicioso e ingenuo que el mismo Platón hubiera contundido con Sócrates. El rostro alargado, noble y digno de Cervantes, contrastaba con el aspecto de viejo
mujik
de Tolstoi. Schiller, largo y delgado, parecía salido de un sanatorio trágico. Napoleón, con su abrigo gris que se hinchaba sobre el vientre redondo, severo y pálido de rostro, estaba separado de todos.

El desastre comenzó cuando éstos, atendiendo a mi invitación, comenzaron a hablar. Los maestros les habían hecho aprender a cada uno algunas frases que se refiriesen a la vida de sus sosias muertos, pero hallándose todos juntos, y en presencia del amo, la mayoría de ellos se turbaron y se produjo la más grotesca confusión del mundo.

El falso Sócrates —que era un mendigo analfabeto recogido en Bucarest— repetía como una urraca, con pésimo acento inglés: “¡Sólo sé que no sé nada! ¡Sólo sé que no sé nada!” Nadie le miraba, pero cuando el pequeño Ibsen exclamó, con una vocecita ronca: “¡Eres el mismo!”, todos se echaron a reír.

El falso Voltaire —un pastelero de Burdeos— procuraba decir en francés: “
Calomniez! Calomniez! Ecrasez l'infâme!”
, pero tímidamente, como si sintiese vergüenza. Napoleón, quitándose el sombrero negro, gritaba: “¡Soldados, cuarenta siglos os contemplan!”, y golpeaba el suelo con la bota sin conseguir ningún efecto.

Nerón se levantó majestuosamente y pronunció balbuciendo, casi en voz baja: “¡Los cristianos a las fieras! ¿Vive todavía mi madre?”

El falso Cervantes le miró con desprecio y comenzó a recitar:
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo vivía un hidalgo… ”
[27]

Pero Schiller le interrumpió: “¡Todos los hombres tengan alegría! ¡Cantad conmigo, oh millones, el himno de la alegría!” Pero su expresión era tan melancólica que se le hizo callar.

Comwell —un robusto
docker
de Liverpool— hizo ademán de querer hablar, pero yo ya tenía bastante. Salí a toda prisa de la habitación, molesto y disgustado.

Algunos días después quise probar a hablar a solas con mis huéspedes. Tolstoi —un pobre campesino del gobierno de Kiev— me confesó humildemente que no tenía nada que decir y que se contentaba con que le diese el dinero para volver a su casa.

Mandé llamar a Shelley, que era un agente de negocios de Bderechaon. Éste me declaró solemnemente que la poesía era la única voz de la divinidad universal y que en Prometeo había que reconocer el símbolo de la civilización perseguida por los conservadores. Después de semejante inaudita revelación, me apresuré a licenciarle.

Tampoco la prueba salió bien con el seudo Victor Hugo, que era un empleado de Banca procedente de Niza. Éste me recitó un trozo de
Nôtre Dame
, que se había aprendido de memoria, y luego se lamentó de la comida perjudicial para su salud y de la vulgaridad de sus compañeros: “¡Ni uno —gimió— que sepa jugar a la
malilla
!”

Algunos diálogos entre dos o tres que quise experimentar de nuevo como último ensayo no dieron resultado. El diálogo entre Nerón y Voltaire terminó casi trágicamente, pues Voltaire, ofendido por no sé qué palabras, se lanzó con las manos en alto contra el monumental Nerón y le arañó ferozmente cerca de los ojos. Una conversación entre Sócrates, Cervantes y Cromwell versó únicamente sobre los méritos y la gloria de los respectivos países y sobre el mejor medio de combatir el insomnio.

Los doce sosias se hallan todavía aquí, pero se marcharán la próxima semana. Están muy contentos de marcharse; pero me han pedido llevarse como recuerdo el vestido histórico que se endosan en las ocasiones solemnes.

Asesinato fingido

New Parthenon, 23 junio

E
l instinto de homicidio ha sido en mí muy fuerte desde la primera adolescencia. La idea de reducir al mutismo eterno ciertas voces que me molestaban, de ocultar bajo un metro de tierra una cara que no podía sufrir, me ha tentado siempre. Pero veía que en la civilización occidental el asesinato era mal visto y, además, ocupación de la hez del pueblo. Apenas comencé a leer libros de historia, mis héroes fueron Tamerlán con sus pirámides de cráneos, Herodes con sus matanzas en masa, Calígula con sus fiestas diarias de ejecuciones.

!Si al menos hubiese nacido en los tiempos en que un propietario tenía derecho sobre la vida y la muerte de sus esposas, sus hijos y sus esclavos! Entonces un hombre honrado podía darse esta satisfacción —natural en nuestra especie—, sin remordimientos ni temor de represalias legales. Y tal vez el que había hecho desaparecer a uno de los suyos se volvía más humano y generoso para los que le quedaban.

Hoy no hay más que la guerra. Pero en la guerra el homicidio es anónimo, y raras veces se ven los efectos de la propia obra. Además no se puede
escoger
, y donde falta la elección falta la satisfacción. ¿Se tomaría una esposa sacada a la suerte? No he podido ir a la guerra y he resistido siempre a las tentaciones. Ahora he hecho fabricar fantoches de piel pintada, vestidos como hombres reales. Son copias perfectas de mis enemigos, de la gente que me es odiosa. En el interior contienen, en los centros vitales, saquitos llenos de un líquido rojo.

De cuando en cuando, si se me ocurre, los hago colocar de pie entre los árboles de mi parque. Y mientras me paseo, apenas veo aparecer uno, disparo, le tumbo y una falsa sangre sale de la herida.

Es una distracción, y tal vez una expansión saludable. Pero no es lo mismo: falta el grito, falta mi estremecimiento, el sentido de lo irreparable, de la autenticidad… No, no es la misma cosa…

Cosmocrátor

New Parthenon, 2 noviembre

T
engo miedo de haberme equivocado de planeta. Aquí estamos demasiado estrechos. No hay bastante sitio para mí.

O tal vez me he equivocado de siglo. Mis verdaderos contemporáneos murieron hace miles de años o tienen todavía que nacer.

El hecho es que me siento extranjero en todas partes y mortificado. La Tierra es un puñado de estiércol resecado y de orina verde, a la que se da la vuelta hoy en pocas horas, mañana en pocos minutos. Y no hay ocupaciones a propósito y dignas para uno que sienta dentro de sí los apetitos y las fantasías de un titán.

Pienso a veces que Asia podría ser mi factoría; África, mi campo de caza o mi jardín de invierno; América del Norte, mi fábrica con las administraciones anejas; la del Sur, los pastos para mis rebaños; Europa, mi museo y mi
villa
de descanso. Pero sería siempre una manera mezquina de vivir. Tener el Atlántico como piscina, el Pacífico como pesquería, el Etna como calorífero, tomar duchas bajo el Niágara, poseer Australia como parque zoológico y el Sáhara como terraza para los baños de sol, son cosas que parecerían, a las estúpidas criaturas que se alojan en esta esfera de quinta magnitud, portentosas o monstruosas.

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