Los poetas, idiotas como niños, se extasían ante las luciérnagas errantes del infinito. Para mí, que por fortuna o por desgracia no soy ni versificador ni místico, el cielo es únicamente el telón siniestro donde leo todas las noches la sentencia de mi nulidad irremediable.
Berlín, 18 noviembre
Ú
nicamente en esta ciudad —que ha arrebatado a París la primacía de la vida nocturna y del vicio europeo— me atrevo a divertirme; Berlín es una pequeña ciudad que se cree inmensa, pero todos los gustos son admitidos en ella e incluso la corrupción está organizada de un modo perfecto.
He probado el opio: me pone idiota. Todos los alcoholes: me transforman en un loco repugnante. La cocaína: embrutece y abrevia la vida. Haschich y éter son buenos para los pequeños decadentes retrasados. La danza es una estupidez que hace sudar. El juego, apenas perdidos dos o tres millones, me disgusta: diversión demasiado común y costosa. En los
music-halls
no se ven más que los acostumbrados pelotones de girls muy pintadas, desnudas, odiosas, todas iguales. El cinema es un oprobio reservado a las clases humildes.
La velocidad —en automóvil o aeroplano— en los primeros tiempos distrae; pero después parece ridícula: no se ve nada v se llega en estado de imbecilidad a un lugar donde no se espera nada más que la hora de marcharse. El teatro es una diversión para viejos y para
snobs
, infectos de estética. En los conciertos se puede oír, de cuando en cuando, alguna pieza que hace que uno se olvide de sí mismo —resultado deseable—; pero tener que oír tantas, y en medio de piaras de humanidad que se entregan hipócritamente al éxtasis, mientras piensan Dios sabe en qué torpezas y porquerías, es un tormento.
En lo que se refiere al deporte es preciso ser joven, fácil de contentar y primitivo.
Desearía otro vino, otro teatro milagroso, un deporte más trágico, un opio que mude para siempre el yo. ¡Estos hombres se satisfacen con tan poco! Dos dedos de carne teñida, unas horas de frenesí artificial, alguna imagen vieja, algún sonido oído mil veces, un facsímil de emoción, una inconsciencia bestial…
Tengo bastante dinero para conseguirlo todo, y todo me aburre. Los recursos epicúreos de una gran ciudad me hacen pensar en las fiestas de niños sosos y ajados. No tienen sabor para mí. Hombres como Calígula o Kafur podrían tal vez divertirse; yo no me atrevo. No basta el dinero: es necesario el poder y la ingenuidad. Tal vez ellos también se aburrían. Hacer morir a los hombres no es tal vez aquella voluptuosidad que los asesinos platónicos imaginan. También el sadismo termina con la saciedad. Es engendrado por el aburrimiento y no puede matar a su padre. Tiberio y Gil de Retz me parecen tristes después, mucho más que antes.
Y, sin embargo, debería inventar alguna cosa. Es increíble que un hombre como yo, provisto de millones y desprovisto de escrúpulos, se tenga que aburrir.
Las diversiones que me ofrece el mundo conducen a la imbecilidad o a la locura, al tedio o a la muerte. No quiero saber nada de ellas. Debo encontrar por mí o en mí un nuevo placer, una alegría inédita. ¿Lo conseguiré?
Este Berlín, al fin y al cabo, no es más que un falso Nueva York sin mar, con algún pedazo de Montmartre y de Babilonia para uso de los pedantes que tienen prisa.
Moscú, 30 marzo
U
n ingeniero de Pittsburg, que representa aquí una fábrica americana, me llevó la otra noche a una tertulia de noctámbulos, especie de figón, café, teatro y garito. Se bebe, se fuma y se aburre como en todas partes. De cuando en cuando sale, de detrás de un telón rojo y oro, una carroña femenina mal garbeada y mal vestida que regurgita una canción más triste que su cara degradada. O bien un aborto engrandecido, del sexo masculino, con pantalones amarillos, la barriga violácea y la joroba escarlata —una cosa entre el payaso desocupado, el tísico dipsómano y el poeta revolucionario—, grita algunas injurias en versos libres, acogido con los aplausos distraídos de los indígenas. En conjunto. una melancolía siniestra.
Por fortuna, vino a sentarse a nuestra mesa, después de medianoche, un amigo (?) de mi compañero: un joven ruso que había rodado por medio mundo, hablaba tres o cuatro lenguas, y había sido bailarín, actor, escenógrafo, crítico, dramaturgo y probablemente también espía. Su pasión dominante era, sin embargo, el teatro, y comenzó de pronto a extravagar en torno de sus ideas fijas.
—Entre nosotros —decía— hay en Alemania muchos burgueses corrompidos que se torturan el cerebro para transformar el teatro. Pero ninguno ha llegado a la locura lógica de la reforma esencial. El teatro no debe ser la
imitación
de la vida real, sino la exacta
reproducción
de la vida. La primera reforma consiste, por tanto, en despachar en seguida, hasta el último, a todos los actores de oficio. El realismo radical, que es la fórmula base de la época proletaria, no puede tolerar ficciones inmorales ni en el teatro. Aquello que el poeta ha escrito debe acontecer al pie de la letra, seriamente, sin trucos ni simulacros. El sistema de la hábil mentira es indigno de los tiempos nuevos. Si se representa al
Julio César
, aquel que desempeña el papel de César debe ser verdaderamente herido por verdaderos puñales, es decir, morir realmente, y en el
Moro de Venecia
, la mujer que hace de Desdémona debe ser verdaderamente asfixiada bajo las almohadas. Nada de sangre hecha a base de tinta encarnada, nada de fingidos cadáveres. La sangre debe ser verdadera sangre humana y los cadáveres no deben ser llevados tras las bambalinas para resucitar al primer sonido del aplauso, sino directamente al asilo mortuorio.
»Usted comprenderá, por tanto, que ya no nos podemos servir de actores profesionales, gente vil y aferrada a la existencia. Algunos papeles corresponden a delincuentes, condenados a muerte o a personas que han decidido suicidarse y que se prestan altruistamente a hacer servir su muerte para la distracción de las masas.
»Una imitación, aunque sea genial, no podrá sustituir nunca a la realidad. El que hace un papel en la vida debe ser también llamado a representarlo en el teatro. Si tengo necesidad de un general, llamaré a un general retirado o degradado, o por lo menos a un coronel; si se quiere un
pope
en escena, no será difícil encontrarlos a puñados; y lo mismo se puede decir de los comerciantes, de los gentileshombres y de los labriegos. Pero como sería difícil procurarse reyes y emperadores, desterraría de mi repertorio todas las obras donde figurasen personajes coronados.
Hamlet
, por ejemplo, no perderá nada de su profundidad si, en vez de desarrollarse en la Corte de Dinamarca, fuese transportado a una
villa
de grandes aristócratas.
»La salvación del teatro está en esta sola palabra:
Autenticidad
. Y, por consiguiente, el teatro no será purificado y redimido de las pobres vergonzosas del engaño y de la falsedad hasta que no condene al
ostracismo a todos los actores
. El teatro fue grande cuando el pueblo mismo, como en la Edad Media, recitaba los Misterios. Antoine y Copeau habían comprendido la necesidad de licenciar a todos los actores, pero se detuvieron a medio camino. Y poco a poco sus intérpretes se convirtieron en profesionales o en algo peor. Cómicos y trágicos son los dos tumores del teatro, y hasta que no sean extirpados no veremos el renacimiento de este sucedáneo del templo.
Observé tímidamente que, por este procedimiento, la pura fantasía —que ha producido, sin embargo, obras maestras con Shakespeare y con Gozzi— quedaría desterrada de la escena.
—El realismo absoluto y radical —replicó el enemigo de los actores— ha de ser aplicado rigurosamente cuando se trata de representaciones inspiradas en la vida humana. Para restablecer los derechos de la imaginación, que pueden representar útilmente la parte del ilota, hay un remedio: componer acciones escénicas donde no aparezcan hombres. Y le diré que yo mismo he comenzado a preocuparme de esto. He escrito una
imposibilidad en cuatro actos
donde los personajes son Ángeles, Demonios, Espectros, Sombras, Ídolos animados, Centauros mudos, Máquinas parlantes y Monos. ¡Ningún hombre, ninguna mujer! Sin embargo, ningún director —ni en Berlín— quiere poner mi
Circuito
de la nada
. Si permanece en Moscú y está dispuesto a gastar medio millón de
chervonetz
para la representación, estoy dispuesto a dedicársela. Es la primera obra teatral del género
transhumano
y usted participaría, con un pequeño sacrificio, en mi gloria.
Me di cuenta de que el discurso adquiría un aspecto embarazoso y dije a mi amigo que estaba cansado y quería volver al hotel. El joven entusiasta me acompañó en el automóvil y no quiso abandonarme hasta que no le hube dado el dinero necesario para la impresión de su
imposibilidad
.
Moscú, 3 julio
H
e estado porfiando casi un mes, pero al fin lo he conseguido. Había venido a Rusia únicamente para conocer a este hombre y no quería marcharme sin haberle oído hablar. Me parece, en su género, uno de los tres o cuatro vivientes que vale la pena de escuchar. Llegar hasta él me ha costado casi veinte dólares —regalos a las mujeres de los comisarios, propinas a los soldados rojos, donativos a los asilos de huérfanos—, pero no lo lamento.
Decían que Vladimiro Illich estaba enfermo, cansado, y que no podía recibir a nadie, a excepción de sus íntimos. No permanece ya en Moscú, sino en una aldea vecina, en una antigua
villa
de señores, con el acostumbrado peristilo de columnas blancas a la entrada. El viernes por la noche las últimas dificultades habían sido vencidas y el teléfono me advirtió que el domingo se me esperaba. Dijeron a Lenin que mi capital podría ayudar a los difíciles comienzos de la
Nep
y había consentido en verme.
Fui recibido por la esposa, una mujer gorda y taciturna, que me miró como las enfermeras miran a un nuevo enfermo que entra en la sala. Encontré a Lenin en un pequeño balcón, sentado ante una gran mesa cubierta de grandes hojas de dibujos. Me produjo la impresión de un condenado al cual se le permite gandulear en paz en las últimas horas de su vida. La característica cabeza de tipo mongólico parecía hecha de queso viejo y seco; árida y, sin embargo, blanda. Entre los labios sucios, la calavera mostraba ya la fila siniestra de sus dientes. El cráneo, vasto y desnudo, hacía el efecto de una caja barbárica construida con el hueso frontal de algún monstruo fósil. Dos ojos turbios e inquisitivos de pájaro solitario estaban agazapados dentro de los párpados sanguinolentos. Las manos jugueteaban con un lápiz de plata: se veía que habían sido grandes y fuertes manos de labrador, pero con su descarnadura anunciaban la muerte. No podré olvidar nunca sus orejas de marfil chupado, tendidas hacia fuera como para coger los últimos sonidos del mundo, antes del gran silencio.
Los primeros minutos del coloquio fueron más bien penosos. Lenin se esforzaba en estudiarme, pero con aire distraído, como si cumpliese un deber que ahora ya no le importaba. Y yo, ante aquella máscara azafranada y cansada, no tenía valor para hacer las preguntas que me había propuesto. Murmuré al azar un cumplido sobre la gran obra realizada por él en Rusia. Y entonces aquella cara medio muerta se llenó de arrugas espectrales que querían ser una sonrisa sarcástica.
—Pero si todo estaba hecho —exclamó Lenin con un brío inesperado y casi cruel—; todo estaba hecho antes de que llegásemos nosotros. Los extranjeros y los imbéciles suponen que aquí se ha creado algo nuevo. Error de burgueses ciegos. Los bolcheviques no han hecho más que adoptar, desarrollándolo, el régimen instaurado por los zares y que es el único adaptado al pueblo ruso. No se pueden gobernar cien millones de brutos sin el bastón, los espías, la policía secreta, el terror, las horcas, los tribunales militares, las galerías y la tortura. Nosotros hemos cambiado únicamente la clase que fundaba su hegemonía sobre este sistema. Eran sesenta mil nobles y tal vez unos cuarenta mil grandes burócratas; en total, cien mil personas. Hoy se cuenta cerca de dos millones de proletarios y de comunistas. Es un progreso, un gran progreso, porque los privilegios son veinte veces más numerosos, pero el noventa y ocho por ciento de la población no ha ganado mucho en el cambio. Esté seguro de que no ha ganado nada, y es al mismo tiempo lo que se quiere, lo que se desea, aunque por otra parte era absolutamente inevitable.
Y Lenin comenzó a reír en sordina como un comerciante que ha engatusado a alguien y contempla alegremente las espaldas del burlado que se va.
—Entonces —murmuré—, ¿y Marx, y el progreso, y lo demás?
—A usted, que es un hombre potente y extranjero —añadió—, se lo podemos decir todo. Nadie lo creerá. Pero recuerde que Marx mismo nos ha enseñado el valor puramente instrumental y ficticio de las teorías. Dado el estado de Rusia y de Europa me he tenido que servir de la ideología comunista para conseguir mi verdadero fin. En otros países y en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el sentido de la barbarie, y por esta razón era apenas una tercera parte del hombre. Un cerebro saturado de cerveza y de hegelianismo, en el que el amigo Engels esbozaba alguna idea genial. La Revolución rusa es una completa negación de las profecías de Marx. Donde no había casi burguesía, allí ha vencido el comunismo.
»Los hombres, señor Gog, son salvajes espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo. El resto es charlatanería, literatura, filosofía y músicas para uso de los tontos. Y como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo Gobierno debe ser el de que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento penal. La vieja mazmorra zarista es la última palabra de la sabiduría política. Bien meditado, la vida del presidiario es la más adaptada al promedio vulgar de los hombres. No siendo libres, están, al fin, exentos de los peligros y de las molestias de la responsabilidad y se hallan en condiciones de no poder realizar el mal. Apenas un hombre entra en la prisión, debe, por la fuerza, llevar la vida de un inocente. Además, no tiene pensamientos ni preocupaciones, pues ya están aquí los que piensan y mandan por él; trabaja con el cuerpo, pero su espíritu descansa. Y sabe que todos los días tendrá qué comer y podrá dormir, aunque no trabaje, aunque esté enfermo, y todo esto, sin las preocupaciones que incumben al libre para procurarse su pan cada mañana y un lecho cada noche. Mi sueño es transformar a Rusia en un inmenso establecimiento penal, y no se imagine que lo diga por egoísmo, pues con un tal sistema, los más esclavos y sacrificados son los jefes y los que los secundan.