A pocos pasos se eleva el templo budista, dispuesto según el rito chino. Es una gran habitación vigilada a la entrada por monstruos. En el fondo hay una estatua de
Maitreya
, futura encarnación del Buda, y en el centro la de
Sakyamuni
, es decir, del Buda histórico, entre sus discípulos preferidos: Ananda y Kasyapa. Dos monjes venidos del Ce-Kiang, vestidos de amarillo, atienden el culto, que, por otra parte, es sencillísimo.
Enfrente hay un templo de Zeus, en mármol, de estilo dórico. La religión pagana, verdaderamente, está muerta, pero tuve la fortuna de encontrar, en el sur de Francia, un rezagado discípulo de aquel Gabriel Auclerc que, bajo el nombre de Quintus Nantius, quiso resucitar el antiguo paganismo en el tiempo de la Revolución francesa. Es un viejo con una florida barba, muy estudioso y admirador de Juliano
el Apóstata
, y ha reconstituido, como mejor pudo, las tradiciones de los sacerdotes flaminios. De cuando en cuando me pide que le conceda una vaca o un toro para los sacrificios, y se contenta en vez de un verdadero victimario, con uno de mis
cowboys
.
Al lado se halla el templo sintoísta (
miya
), cuadrado, según la tradición japonesa, y construido con maderas sagradas. En el interior hay únicamente el espejo de plata, símbolo del Sol, y el famoso
Shintai
, piedra redonda en la cual debe transferirse el
mitama
, es decir, el alma de Dios. Dos
Kannushi
se hallan afectados al templo, pero no pueden realizar, casi nunca, las procesiones del
Shintai
por falta de fieles.
He querido que no faltase tampoco un templo Zoroastriano. Es el más sencillo de todos: un recinto de piedra donde el sacerdote parsi —que me procuré en Bombay— mantiene siempre el fuego sagrado, tirando a él cinco veces al día madera de sándalo. Cuando el parsi ha hecho las plegarias, toma un poco de aquella ceniza y se la lleva a la frente, y nada más.
Al otro lado hay una minúscula mezquita musulmana del más puro estilo árabe del siglo X, con el
mihrab
de cara a La Meca. Un
imán
y un
muezín
, procedentes de Marruecos, repiten cada día las obligadas plegarias.
Y, finalmente, hay una minúscula sinagoga, imitación en pequeño de la de Amsterdam, donde un rabino rumano, pero de la tribu de Leví, provee en compañía de un
hazzan
de origen ucraniano, a las ceremonias indispensables.
Hay, por ahora, siete templos, pero no desespero de aumentarlos próximamente. Tanto más cuanto que no he conseguido hasta ahora hacer mi elección. Voy a menudo, cuando resido aquí, a la Avenida de los Dioses; asisto, el mismo día, a una y otra ceremonia y sostengo un poco de conversación, bien con el monje budista, que sabe inglés, bien con el rabino, bien con el francés sacerdote de Júpiter Máximo, o con el imán musulmán. Ninguna de estas religiones presenta aspectos que me atraigan, y descubro, en cambio, preceptos y dogmas poco adecuados para mí.
Un teósofo me ha aconsejado que reúna todas las imágenes de los dioses, incluso la de aquellos que ya no son adorados, en un gran templo único, y que llame a un ministro de la Iglesia Unitaria —o mejor de la Teosófica— para el ceremonial del culto colectivo. La propuesta no me desagrada —incluso porque representaría una importante reducción en los gastos—, pero por ahora prefiero tener separadas las varias religiones.
Intenté, hace dos meses, una empresa bastante atrevida: reunir en torno mío un pequeño concilio de dioses en carne y hueso. He sabido que viven, esparcidos por el mundo, algunos hombres que son venerados como verdaderas y propias encarnaciones divinas, y encargué a un amigo teósofo que invitase a algunos. Pero la cosa no ha salido como quería. El Dalai Lama de Lassa —que es el más célebre de esos dioses vivientes— no quiso ni siquiera recibir a mi emisario y comunicó su desdeñosa negativa por mediación de un simple lama rojo. ¡Y pensar que le ofrecía, por permanecer aquí una semana, una compensación enorme! El Buda viviente de Urga, en la Mongolia, se dejó traer hasta aquí, junto con el célebre Krishnamurti —encarnación divina que vive habitualmente en Adyar—, pero dos solos no me bastaban. Mi encargado consiguió descubrir, en un suburbio de París, el sucesor de aquel Guillermo Mondo, muerto en 1896, que se proclamó encarnación del Espíritu Santo a fines de 1836. También este menudito francés, que se hace llamar Guillermo III, pretende ser un verdadero dios. A estos tres añadí un ruso de Saratov, miembro de la secta de los
Bojki
(pequeños dioses), que afirma resueltamente ser una encarnación terrestre del Dios Padre, y un pequeño siciliano, sordo, que es considerado por sus discípulos como la manifestación definitiva del Espíritu Santo. Pero la conversación de estos cinco dioses no me ha sido de ningún provecho. El Buda viviente es un viejo alcohólico que sabe repetir únicamente, entre una y otra borrachera, la célebre fórmula tibetana:
Om mani padme Hum!
Krishnamurti se ha contentado con exponer, en tono hierático y en un mal inglés, algunas teorías confusas que se encuentran ya en los libros de Mrs. Blavatsky; el
mujik
se niega a hablar hasta que haya llegado no sé qué paloma divina; el siciliano se limita a recitar algunas de sus extravagantes poesías; y en cuanto al francés, no hace más que soltar los lugares comunes de las sectas protestantes que esperan la venida del Paráclito. Después de una semana de perder el tiempo y de aburrirme decidí expedir a los cinco dioses vivientes a sus países.
Y de este modo, aunque no haya ahorrado ni los dólares ni la paciencia, no tengo todavía una religión a mi modo, y no me atrevo a decir, hasta hoy, cuál sea la divinidad que más me conviene. ¿Si volviese un día u otro a la religión de mi madre, a la maorí? ¿No podrían ser Atua y Tangaroa los verdaderos dioses que voy buscando?
Palm Beach, 20 marzo
P
ienso, desde hace algunos días, en la gloria. Me gustaría llegar a ser famoso; me gustaría aún mucho más que mi nombre quedase, por decenas de siglos, en la memoria de los hombres.
¿Es necesario haber nacido grande para sobrevivir en la historia? No lo creo. Pero es necesario, sin embargo, hacer algo enorme y singular, que no pueda ser olvidado.
Empresa ahora difícil. Todo ha sido ya hecho. Se ha ido a los dos polos; el Atlántico ha sido atravesado en vuelo; hay quien ha dado la vuelta al mundo en barca y quien la ha dado a la pata coja. Las gestas asequibles a los mediocres provistos de medios y de resistencia han sido realizadas. Los antiguos trucos me están vedados. ¿Escribir un poema? No lo conseguiría. ¿Gobernar un Estado? No me siento capaz; además no sería suficiente. ¿Crear una nación? ¿Y dónde están ahora los pueblos esclavos, las razas divididas? Tal vez en África, entre los negros: no me entusiasma bastante. ¿Hacerse caudillo de una revolución? ¿Y dónde? ¿Y por qué? Para semejantes aventuras se requiere un místico, un optimista, un poeta. Yo no amo a los hombres y no sabría con qué palabras levantarlos. ¿Ser un héroe en la guerra? La guerra ha pasado y cuando se desencadene otra seré viejo o estaré muerto. Y en las guerras anónimas, de aniquilamiento, no es fácil hacer el héroe de los monumentos, ni el inventor de las estrategias.
Se puede obtener la notoriedad momentánea con poca fatiga, con una extravagancia cualquiera, idiota o ingeniosa, pero no es eso lo que busco: desearía la gloria a la manera antigua —disfrute perpetuo—, la de un David, de un Sócrates, de un Newton, de un Napoleón.
Podría, como tantos imbéciles de esta época, bailar tres días seguidos, volar durante tres semanas, casarme con una china centenaria. ¿Y luego? Algunas líneas en los periódicos, una fotografía en las revistas ilustradas y, después de una semana, silencio y olvido.
Para hacer un gran descubrimiento soy demasiado ignorante; tampoco sé pintar ni componer música. Si regalase todos mis millones al primero que se me presentase, sería tomado no por un santo, sino por un prodigio o por un loco, y tal vez encerrado.
Queda el delito, pero también este medio de conquistar la fama es arduo y aleatorio. Si incendiase la central de Nueva York no me haría célebre como Eróstrato. Y sería un plagio vulgar que me costaría, probablemente, la libertad.
Sería preciso un delito monstruoso y original, que quedase en la memoria de la Humanidad como algo único. No tengo escrúpulos, pero tampoco fantasía. Inventar un delito absolutamente nuevo, después de tantos siglos en que los hombres se torturan y se asesinan, no está al alcance de todos. No bastan una inteligencia superior, la abundancia de dinero y la total falta de prejuicios: es preciso la intuición mágica de lo nunca visto, la potencia de un espantoso genio. Y esto son cosas que no se compran ni se improvisan. Sin contar que el resultado puede ser, en vez de la fama eterna, la breve popularidad de la silla eléctrica.
Podría intentar el camino opuesto: el del bien. Algunos santos, algunos filántropos, gozan de una fama duradera y de primera magnitud. Pero no me atrevo a verme entre los leprosos o a hacer una campaña para la redención de los salvajes. Mi amor por los hombres sería falso, hipócrita y por eso ineficaz. Mi instinto es hacer daño más que socorrer.
Y, sin embargo, no estoy resignado a la oscuridad definitiva, al hundimiento en el silencio. He pensado en comprar un descubrimiento o una obra maestra a un genio pobre, y apropiarme, con el fraude, la gloria. Pero un genio ya famoso no consentiría este mercadeo y, por otra parte, para reconocer un genio futuro entre los desconocidos, es preciso tener una especie de genio: por lo menos el de la profecía. Y éste, ¿no se vería tentado después a revelar su venta y desenmascararme? Sin contar que de un hombre grande se esperan nuevos y continuos milagros y yo no podría, por mí solo, producirlos.
¿Construir un monumento colosal y milagroso que pueda resistir los milenios y los cataclismos? Pero se haría célebre el nombre del monumento y el de los artistas que lo hicieran: solamente los eruditos sabrían el nombre del que lo pagó.
He consumido más de la mitad de mis años para conquistar la riqueza y me doy cuenta de que no es verdad aquello que me repetía, en San Francisco, mi primer patrón, Joe Higgins: todo se puede obtener en el mundo con una determinada cantidad de dólares. ¡Con todos mis millones no consigo divertirme ni tampoco hacerme célebre! Temo que, al fin, mi vida no haya sido más que un pésimo negocio.
New Parthenon, 27 mayo
H
e renunciado, desde hace tiempo, a todas mis direcciones y participaciones industriales para comprarme la cosa más cara —en sentido económico y moral— del mundo: la libertad. Un lujo que no está al alcance, hoy, ni siquiera de un simple millonario. Supongo que soy uno de los cinco o seis hombres aproximadamente libres que viven en la Tierra.
Pero cuando uno se ha entregado al vicio de los negocios durante tantos años, es casi imposible conseguir que éste no vuelva a recrudecer. El año pasado me vino el deseo de crear una pequeña industria con objeto de poder sustraerme a la tentación de volver a ocuparme de las grandes y pesadas. Quería que fuese absolutamente
nueva
, y que no exigiese demasiado capital.
Se me ocurrió entonces la poesía. Esta especie de opio verbal, suministrado en pequeñas dosis de líneas numeradas, no es ciertamente una sustancia de primera necesidad, pero lo cierto es que algunos hombres no pueden prescindir de ella. Ninguno ha pensado, sin embargo, en “organizar” de un modo racional la fabricación de versos. Ha sido siempre dejado al capricho de. la anarquía personal. La razón de esta negligencia se halla, probablemente, en el hecho de que una industria poética, aunque floreciente, daría beneficios bastante modestos, bien sea por la dificultad —no digo imposibilidad— de adoptar máquinas, bien por la escasez de consumo de los productos.
Para mí no se trataba de un asunto de dinero, sino de curiosidad. El financiamiento necesario era mínimo, los gastos de instalación casi nulos. Sabía que era preciso recurrir, para esta nueva empresa, a
skilled workers
; pero tales individuos son numerosos, sobre todo en Europa. Me dediqué a buscarlos. Noté en muchos de éstos una extraña repulsión al oír mis ofrecimientos, originada por la idea de trabajar regularmente a sueldo de un jefe de la industria. Por otra parte, no había necesidad de realizar una recluta demasiado vasta, tratándose de un simple experimento sin finalidad de lucro. Conseguí contratar cinco, todos ellos jóvenes, menos uno, y discípulos de las Escuelas más modernas.
Instalé el pequeño taller en mi villa de la Florida, con dos siervos negros y dos mecanógrafas; hice montar una pequeña tipografía y esperé los primeros frutos de mi iniciativa. Los cinco poetas eran alimentados, alojados y servidos, disfrutaban de una pequeña asignación mensual y tenían derecho a un ligero tanto por ciento sobre los eventuales beneficios. El contrato duraba un año, pero era renovable para igual período de tiempo.
En los primeros meses ya comenzaron los fastidios y las dificultades. Uno de los poetas me escribió que tenía necesidad de drogas costosas para inspirarse y su sueldo no le bastaba; una de las mecanógrafas, la más joven, presentó la dimisión porque los cinco obreros no la dejaban en paz; otro poeta me pidió una pequeña orquesta para favorecer la visita de las musas, pero se tuvo que contentar con un gramófono y seis docenas de discos; el tercer poeta se lamentaba de la falta de vino y de libros; los otros dos, según me escribió la mecanógrafa que se había quedado, no hacían más que discutir desde la mañana hasta la noche, envueltos en nubes de humo. Naturalmente, no contesté a ninguno.
Transcurridos seis meses hice, como establecía el contrato mi primera visita al establecimiento de la Florida y llamé, uno tras otro a mis poetas.
El primero que se presentó en la sala de la dirección fue Hipólito Cocardasse, francés, disertador de la escuela
Dada
y que había sido pescado, naturalmente, en Montparnasse. Pequeño, moreno, calvo, pero provisto de una barba rabiosa, muy reluciente desde el círculo de los lentes hasta los zapatos, parecía, más bien que poeta, un agente de policía que acabase de llegar de una prefectura de provincias.
—Nos recomendó usted, a mí y a mis otros colegas —dijo—, que creásemos un tipo nuevo, adaptado internacional.
Je me flatte d'avoir réussi au delà de vos esperances
[5]
. Usted sabe que cada lengua tiene su musicalidad propia y que ciertas palabras incoloras o sordas tienen una sonoridad admirable traducidas a las de otra lengua. Servirse, pues, de una sola lengua para escribir poesía es ponerse en condiciones difíciles para obtener esa variedad y riqueza musical que es el verdadero fin de la lírica pura. He pensado, por tanto, en componer mis versos eligiendo aquí y allá entre las principales lenguas las palabras y las expresiones que mejor se prestan para la realización armónica del misterio poético. Ahora las personas cultas conocen cinco o seis idiomas europeos y no hay peligro de no ser comprendido. Añada que la Sociedad de las Naciones admitirá con gusto bajo su patronato estos primeros ensayos de poesía políglota. Dante había insertado, en diferentes puntos de la Divina Comedia, versos en latín, en provenzal y en jerga satánica, pero se hallaban casi ahogados en la superabundancia del idioma vulgar. Yo, en cambio, mezclo palabras de lenguas diferentes en el mismo verso, y cada verso está construido con mezclas del mismo género.
Voilà mon point de départ et voici mes premiers essais.
Jugez vous même
[6]
.