GOG (14 page)

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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»Fui encarcelado, y apenas puesto en libertad —aunque el amo quería volver a tomarme— me despedí. Me hallaba otra vez sin pan ni trabajo. Acosado por la desesperación me ofrecí como aviador a una fábrica de aeroplanos. En el cielo, pensaba, los atropellos son casi imposibles y el peligro es mayor para mí que para los demás. En poco tiempo llegué a ser un hábil y atrevido piloto. Pero hace veinte meses, durante un vuelo de prueba con dos pasajeros a bordo, una falsa maniobra, debida a una distracción mía, hizo precipitar el aparato desde seiscientos metros de altura. Mis heridas curaron en pocas semanas, pero los dos infelices que se hallaban conmigo murieron, y por culpa mía.

»He cumplido mi pena y me hallo otra vez hambriento. Pero he decidido firmemente no elegir ningún otro oficio, ningún arte, ninguna profesión No quiero ser homicida ni cómplice de homicidios. La única esperanza de. huir de toda responsabilidad de asesinato es, para mí, el ocio. Y por esto le escribo. Y le pido humildemente que me asigne una pequeña pensión para que pueda arrepentirme en paz de mis involuntarios delitos y no me vea obligado a cometer otros. Para usted sería un pequeño sacrificio y para mí una gracia inmensa. No pretendo vivir bien: me basta con no morir de hambre y con no matar. Con pocos dólares a] mes usted puede salvar a un hombre de los remordimientos, de la prisión y de la pena eterna. Estoy persuadido de que me escuchará: mi paz y mi vida están en sus manos.

»Créame sinceramente su servidor,

George William Smith.»

Desquite

Nueva York, 27 junio

H
e sacrificado una suma inmensa y he disminuido mis rentas fijas en algunos millones, pero una de las fantasías más antiguas de mi juventud se ha convertido en un hecho visible. La ciudad ha sido abofeteada, la Naturaleza ha sido vengada.

He vivido durante muchos años en horribles habitaciones en los barrios más populosos de la ciudad más populosa, polvorienta y rumorosa del mundo. Odiaba las habitaciones, las casas, las calles, la ciudad. Y no tenía más remedio que vivir allí. Y pensaba que, cincuenta o cien años antes, en el lugar de aquellos inmundos callejones, aquellos caserones sucios y apestosos, de aquellos laberintos de asfalto y de barro, había praderas donde las flores se abrían al sol, campos donde los frutos maduraban, los pájaros cantaban, corrían las liebres y el viento pasaba libremente: la tierra franca, saturada de agua, olorosa de hierba, sana, silenciosa, hospitalaria a los vagabundos. Y soñaba que un hombre poderosísimo —rico o dictador— podría divertirse un día en devolver a la Naturaleza un pedazo, al menos, de aquella asquerosa ciudad, derribando las casas, desempedrando las calles y haciendo volver el aire límpido donde había corrupción, los marjales floridos donde corrían las cloacas, el silencio donde había el estruendo, la soledad donde millares de hombres se amontonaban en tumbas de ladrillos superpuestas.

Este pensamiento me guió, tal vez, sin darme cuenta, cuando compré muchas casas en uno de los barrios populares de Nueva York. En vez de invertir mi dinero aquí y allá en la metrópoli, di orden a mis agentes de comprar únicamente casas en aquel barrio. Con el tiempo lo habría transformado sacando una renta tres veces mayor. Pero cuando me di cuenta de que poseía dos o tres calles, enteras, y, a excepción de algunos trozos aislados, todo el barrio, me asaltó, con extraña fuerza, el recuerdo y también la tentación de aquel sueño.

La fantasía rebasaba todos los cálculos; no pude resistir. Poco a poco conseguí comprar las pocas casas que no eran de mi propiedad y me encontré dueño absoluto de veinte acres de Nueva York, más de ochenta mil metros cuadrados. Fueron necesarios seis meses para hacer salir a todos los habitantes y diez meses para derribar todas las casas. Quedaban entre los escombros algunas vías públicas sobre las cuales no tenía derecho. Fue necesario un año de gestiones e instancias cerca del Municipio y del Estado de Nueva York para que cediesen aquellas calles para mi uso. No habiendo ya habitantes, las calles de acceso a las casas derruidas eran ahora inútiles. Tuve que hacer creer que destinaría a uso público el parque, para hacer desaparecer la última resistencia. Apenas estuvo todo en regla, obré como me pareció.

Los veinte acres fueron circundados de una alta muralla, sin ventanas, cancelas ni portalones —el ingreso para mí es subterráneo— y un cuartel general de botánicos, de zoólogos y de ingenieros, después de tres años de trabajo, ha realizado el milagro.

En el lugar del asqueroso barrio habitado por obreros, pequeños empleados, pequeños tenderos, se halla ahora una especie de selva virgen con largos bosques, prados y canales, donde los pájaros cantan, donde los árboles florecen, donde apenas se oye, lejano y confuso, el rumor de la ciudad infernal. Una parte del terreno ha sido convertida en jardín zoológico; leones y panteras rugen allí donde alborotaban los chiquillos y charlaban las comadres. En la parte destinada a bosque he hecho introducir liebres, ardillas y erizos, y nadie tiene derecho a matarlos. Las plantas, traídas aquí ya adultas, y defendidas con los métodos más seguros, están ya vigorosas y se multiplican, hasta el punto de formar umbríos senderos y dédalos pintorescos: la ilusión de estar apartado centenares de millas de la más poblada ciudad de la tierra.

Aquí no hay casas, a excepción de algunos pabellones escondidos para los jardineros y los guardianes de las fieras. Quien pasa por el exterior no ve nada, no disfruta nada; tal vez, por la noche, en las calles vecinas se oirá el rugido del tigre o el canto del ruiseñor.

Yo solo dispongo de este pequeño paraíso terrestre reconquistado. No hago entrar a nadie ni invito a nadie. No he gastado una importante parte de mis capitales para ser admirado o para oír cumplidos, sino solamente para contentar a aquel muchacho que llevó, hace ya tantos años, mi mismo nombre y sufrió el fétido amontonamiento y la estrechez de la ciudad, y al fin se ha vengado restituyendo a la luz al menos un trozo de aquellos campos que los hombres habían escondido bajo innobles cubos celulares.

En las calles por donde todos pasaban, no paso más que yo. Donde los automóviles aullaban y apestaban, se pasean los plácidos osos. Donde el prestamista se hallaba apostado en espera de una víctima, el chacal se solaza al sol.

Me he pagado, en el corazón de una ciudad orgullosa y colosal, el verdadero lujo, el más costoso, del hombre moderno: el aislamiento y el silencio. Los que pasan por el exterior y ven los altos muros desnudos y saben lo que hay dentro, exclaman: ¡Capricho de un loco!

Yo, en cambio, tengo la impresión de haberme fabricado, en el recinto de un vasto manicomio, una pequeña pero alegre celda de sabiduría.

Visita a Edison

New Jersey, 23 junio

H
e ido a Menlo Park para charlar algunos momentos con el viejo Edison. Uno de los secretarios me había telefoneado que no podía dedicarme más de diez minutos.

Encontré al viejo sentado ante una larguísima mesa de madera blanca que ocupaba la mitad de la habitación y aparecía sin ningún objeto encima: ni un trozo de papel, ni un lápiz, ni una estilográfica.

Mi aspecto debió de complacer de golpe al venerable inventor, porque me hizo, sin muchos preámbulos, una confidencia imprevista, que hubiera considerado como inverosímil si otro me la hubiese contado.

—Se ve en seguida que es usted un profano —me dijo—, pero de todos modos sabrá que yo he ideado alguno de esos juguetes de base eléctrica que los hombres, niños eternos, llaman pomposamente
grandes inventos
. No me avergüenzo; es necesario hacer algo para pasar el tiempo y hacer uso de aquella pequeña astucia del cerebro que si no se emplea produce fastidio. Por otra parte, algunos de esos juguetes pueden ser útiles en el aspecto práctico de la vida común, es decir de la vida material y diaria. Pero usted comprende que fijar los sonidos en un disco, ampliar las voces, perfeccionar las lámparas eléctricas, o la radio, no significa ni mejorar la existencia humana, ni aumentar la felicidad, ni acercarse a los secretos del Universo. Ahora que soy viejo me doy cuenta de que he consagrado toda mi vida a cosas de poca importancia. Que el hombre pueda ver mejor para bailar o para hacer el amor, o que le sea dado oír a voluntad la última canción del Broadway o el último discurso del candidato republicano, no modifica en nada nuestra fundamental importancia o nuestros pecados originales.

»Cuando veo a los hombres de hoy que se entusiasman por la velocidad de sus aparatos, no puedo menos de reírme. Los aeroplanos, con sus 300 kilómetros por hora, son, respecto a la luz, que recorre 300.000 kilómetros por segundo, ridiculísimos caracoles.

»Cuando era joven imaginaba tontamente que toda la vida consistía en las máquinas. He construido alguna máquina afortunada y nos hallamos lo mismo que antes. Más de medio siglo de cálculos, de investigaciones, de vigilancia, de tentativas, para lograr introducir en el comercio bagatelas cómodas o rumorosas. Confieso que el hombre de la calle es una criatura extraordinariamente indulgente y optimista.

»¡Si al menos hubiese descubierto las dos máquinas decisivas que pudieran librarnos de las penas mayores! El martirio de la Humanidad es doble; para el macho, la más dura fatiga: el pensar; para la hembra, la más espantosa tortura: el parir. Pero no hemos inventado todavía —y tal vez no las inventaremos nunca— ni la máquina pensante ni la máquina generadora. Hemos construido máquinas calculadoras y motores esclavos, pero nos hallamos infinitamente lejos del ideal: estos aparatos requieren siempre la intervención del hombre. Raimundo Lulio y Leibniz habían imaginado verdaderas y auténticas máquinas para pensar, pero ninguno consiguió fabricarlas ni servirse de ellas. En cuanto a la creación de los seres vivos, nos hallamos todavía en el autómata mecánico de Maelzel, más o menos perfeccionado. La industria de los androides se halla, sin duda alguna, todavía en la infancia.

»Un decadente francés, Villiers de l’Isle Adam, se divirtió contando, en una novela, que yo había dado vida a una mujer artificial tan perfecta que se confundía con una viviente. Pero esto no es verdad: aquel francés era un adulador o un mixtificador.

»Por otra parte, es verdad que hasta que no hayamos encontrado las máquinas que sustituyan al cerebro macho y al útero femenino, la ciencia mecánica y la electrotécnica deben confesar su fracaso. Solamente después de haber librado al hombre del tormento de su reflexión y a la mujer del peso de la maternidad, podremos cantar victoria. Pero este día está todavía lejos y yo ya no tengo la esperanza de verlo. He cumplido hace poco ochenta años y en mi corteza cerebral la sangre no circula libre y rica como antes. Lo que hice está hecho, pero es muy poca cosa. He dado botones de hueso a quien tenía necesidad de dólares de oro. Tiene ante usted a un viejo técnico desilusionado, por no decir fracasado. No cuente usted a nadie que Edison en persona le ha confirmado la bancarrota de la ciencia. Los ignorantes tienen necesidad de ilusionarse, los obreros tienen necesidad de trabajar y los industriales de ganar dinero. Nuestro deber es salvar, hasta que se pueda, las supersticiones ventajosas.

El cándido y melancólico Edison miró en este momento el reloj, y con un gesto majestuoso de su mano me hizo comprender que había ya transcurrido el tiempo que me tenía reservado.

La fortaleza en el mar

New Parthenon, 6 octubre

E
l mundo, desde hace algunos años, es cada vez más espantoso y peligroso y he tenido que pensar en prepararme un refugio inexpugnable. Tenemos todavía para rato guerras, invasiones y sublevaciones, y nadie puede considerarse seguro. Quien reflexiona y no tiene la intención de dejarse morir de hambre o de dejarse degollar, se prepara con tiempo.

He encontrado, en la costa norte del Brasil, no muy lejos de la ría del Paranahyba, una pequeña península muy apropiada para lo que deseo. Los obreros, para hacerla habitable y defendible, están trabajando en ella. Se halla unida al continente por una especie de istmo en el que he hecho disponer tres filas de minas: en caso de peligro mi península se convierte, en tres minutos, en una isla.

He hecho construir, en la cima más alta, un castillo revestido de piedra, pero acorazado interiormente con planchas de acero, lo mismo que bajo el techo y bajo las terrazas. Más lejos, entre los árboles, dos casas para la gente de servicio. El castillo tiene un profundo subterráneo, dividido en numerosas estancias y en donde se podrá habitar cómodamente en caso de necesidad. Hay, además, un sótano vastísimo para las provisiones y las municiones.

He hecho construir instalaciones que me aseguren la absoluta independencia del resto de los hombres: tres cisternas para agua, una central eléctrica, una estación de radio, una cámara frigorífica y un gigantesco depósito de carbón (ya lleno). Dentro del castillo ya se halla colocada una biblioteca de cerca de veinte mil volúmenes, que contiene las obras maestras de todas las literaturas, las mejores enciclopedias y los manuales de todas las ciencias. Tengo después tres gramófonos con millares de discos y una galería de representaciones en colores de las obras maestras del arte de todos los tiempos y países.

En la terraza más alta hay un telescopio con una lente de veintiséis pulgadas que puede servir para las noches de insomnio, pero hay también una batería de cañones antiaéreos para el caso de que algún aeroplano indiscreto quisiese informarse de mis actos.

En mi península hay por fortuna un puerto natural donde tendré siempre, cuando habite el refugio, un yate, dos balleneros y dos motonaves. Creo haber pensado en todo.

Apenas se produzcan cambios indeseables o movimientos amenazadores en el país que habito, podré correr a mi fortaleza eremítica, donde no falta nada para vivir cómodamente, y allí esperar, sin peligro, el fin de la crisis. El lugar está muy bien elegido, porque me hallo cercano al golfo de México y mi yate puede llegar en pocos días a Nueva Orleáns. No tengo ciudades cercanas, por fortuna, pero las tierras vecinas son ricas y pueden proporcionarme muchas de las cosas que se necesitan para un largo apartamiento. Llevaré conmigo unas treinta personas, entre ellas un médico, un bibliotecario, un ingeniero, tres buenos mecánicos y dieciséis atletas negros. He comprado ya un centenar de fusiles, seis ametralladoras y he encargado veinte cañones de costa: la defensa, dada la configuración de la península, es fácil por la parte del mar.

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