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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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Era una invitación a que me marchase. Apenas salí de la habitación, oí el repiqueteo apresurado de la máquina de escribir. Era Wells que comenzaba a redactar su profecía sesenta y siete.

Filomanía

París, 22 diciembre

E
sta noche, en la
Coupole
, me han hecho conocer a un tal Rabah Tehom, venido a París para iniciar, según dice, la revolución antifilosófica. En nuestro velador, donde se hallaban reunidos dos rumanos, un senegalés, un peruano y un sueco, el pequeño Rabah Tehom, gnomo de Oriente, vestido de color naranja, eructaba en pésimo francés sus palabras.

El color de su cara, bajo la luz deslumbrante, luchaba entre el violeta extinto y el verde marchito. Le falta un brazo: dice que lo ha perdido en una batalla, pero no se sabe en qué guerra. En torno de los cabellos untados llevaba una corona de laurel de papel dorado. Ningún licor le daba miedo.

—¿Qué es lo que habéis ganado —graznaba Rabah Tehom, alzando el único brazo hacia los lampadarios— siguiendo la razón y adoptando la inteligencia?

»La verdad no se ha alcanzado, el hombre es cada vez más infeliz y la filosofía, que debía ser, según los antiguos farsantes griegos, la corona de la sabiduría, se retuerce entre las contradicciones o confiesa su impotencia. Los dos malhechores fueron castigados desde el principio —Sócrates con el veneno, Platón con la esclavitud—, pero no fue suficiente. Ésos han envenenado y aprisionado ochenta generaciones con su enseñanza pestilencial. El monstruoso Sócrates se ha vengado de la cicuta ateniense intoxicando a los pasivos europeos, durante veinticuatro siglos, con su dialéctica. Los resultados están a la vista. El ejercicio testarudo y estéril de la razón ha llevado al escepticismo, al nihilismo, al aburrimiento, a la desesperación. Las pocas verdades entrevistas con aquel método han conducido al terror. En la Edad Moderna, los filósofos más lúcidos se han refugiado finalmente en la locura: Rousseau, Comte y Nietzsche han muerto locos. Y sólo gracias a esta fortuna han podido renovar el pensamiento occidental con ideas más fecundas y temerarias.

»Aquí está el secreto de la redención. Si la inteligencia lleva a la duda o a la falsedad es de presumir que la insensatez, por idéntica ley, conduzca a la certidumbre y a la luz. Si el demasiado razonar lleva no a la conquista de la verdad, sino a la locura, está claro que es preciso partir de la locura para llegar a la racionalidad superior que resolverá los enigmas del mundo.

»A la Filosofía —amor a la sabiduría— es preciso la sustituya la Filomanía, el amor a la locura. Pero la locura no se enseña como se puede enseñar la lógica y la ciencia del método. Es necesario deshabituar a los cerebros humanos de las prácticas nefastas del viejo racionalismo. No basta abolir el culto desastroso de la inteligencia; es preciso extirpar de nuestras mentes los tumores del intelectualismo, digamos más bien, si ustedes quieren, la claridad, el buen sentido, la maña inductiva, el intelecto. Quien quiera ascender al cielo superior de la revelación interna y universal, debe ante todo volverse loco. El sabio no podrá entrar jamás en el paraíso de la verdad; veinticinco siglos de experiencia contra natura lo demuestran de un modo irrefutable.

»Tomando el camino al revés, adoptando audazmente el delirio como punto de partida, podremos, tal vez, aferrar aquello que no pudo ser aferrado por ninguna clase de razonamientos. La Filomanía, sin embargo, no puede ser difundida por medio de libros, como la fracasada Filosofía. Es preciso extraer la inteligencia a los más aptos; educar, fuera de los sistemas normales, a los futuros creadores de la Filomanía. No nos podemos servir de los locos en el estado natural, en el que les quedan demasiados rastros de la enseñanza racionalista y del antiguo pensamiento. Estoy recorriendo Europa para recoger dinero que me permita fundar el
primer Instituto de Demencia Voluntaria
, del cual deberán salir los pioneros de la Filomanía. Los programas están dispuestos y yo me comprometo, en tres años, a transformar el animal más racional, apestado de lógica, en un loco milagroso, profético y demiúrgico. En tres generaciones, la Filomanía florecerá sobre la Tierra, iniciando una civilización nueva que responderá a las exigencias milenarias del espíritu humano y dará a todos la paz en la suprema certidumbre.

Rabah Tehom se reajustó la corona de papel que se le había caído casi encima de los ojos, se secó la frente, bebióse el
whisky
que uno de los rumanos se había hecho traer e interrogó con la mirada a sus oyentes silenciosos. Apiadándome de su melancólica chifladura, saqué del bolsillo un billete de cien francos y lo entregué al apóstol de la Filomanía.

—Aquí está —le dije— mi donativo para la Escuela de la Demencia Voluntaria. Es poco, pero creo que una escuela semejante debe ser mucho menos necesaria hoy de lo que le parece.

Rabah Tehom movió la cabeza con aire de conmiseración.

— ¡Todos podridos por la inteligencia! —murmuro—. Viene el médico y le contestan con una limosna.

Pero, a pesar de su visible mal humor, metió con cuidado los cien francos en su cartera sin darme las gracias y se puso en pie. Se quitó la corona dorada de la cabeza, se la metió en el bolsillo y, después de haber hecho una inclinación muy cumplida, salió de la
Coupole
, orgulloso y solemne como un profeta enviado al destierro.

Estrellas-Hombres

Niza, 27 febrero

A
la hora del té, en la Villa des Abeilles, Maeterlinck me esperaba, sereno y sonriente, como un filósofo acostumbrado a todas las explicaciones.

—Como apologista del divino Silencio —me dijo— debería callar. Pero se puede callar únicamente ante aquellos a quienes conocemos desde hace mucho tiempo y a los cuales se ama. Nosotros no nos hallamos, me parece, en esta relación y debo recurrir a esta degradación y decadencia del silencio que es la palabra.

»Me perdonará si le hablo únicamente de astronomía. Estos meses no hago más que estudiar esta materia y no me atrevo a pensar más que en el cielo. Usted quizá no sabe que nuestro tiempo, no muy afortunado en las artes, es la edad de oro de la astronomía. Los progresos de estos últimos treinta años son prodigiosos. Desde el tiempo de Copérnico y de Galileo no se habían realizado tantos descubrimientos, tan frecuentes y de tal vasto alcance. Hombres como Jeans, Van Maanen, De Sitter, Russell, Arrhenius, Barnard, Adams, Eddington, Hubbles, han renovado y engrandecido fabulosamente nuestra conciencia del universo estelar. El siglo XX será, para la ciencia de los astros, lo que fue el Cuatrocientos para la antigüedad clásica y el Seiscientos para la física: un verdadero y genuino Renacimiento. Desgraciadamente hay dos obstáculos para que este florecimiento produzca todos sus efectos. Las personas cultas y habituadas a pensar no se ocupan de estudios astronómicos y tienen, a lo más, una conciencia superficialísima del sistema solar. Por otra parte, los astrónomos, que son al mismo tiempo excelentes físicos y matemáticos, están desprovistos de vocación filosófica. Descubren genialmente y exponen exactamente hechos y teorías, pero son incapaces de deducir las consecuencias morales y metafísicas. Yo desearía ser, si no le parezco demasiado soberbio, el cerebro de la unión entre la ciencia de los astros y la ciencia del hombre.

»Usted sabe tal vez que uno de los principios de la antigua ciencia esotérica afirma que el microcosmos es una repetición o reflejo del macrocosmos, esto es, que en el hombre se encuentra la forma y la estructura del Universo. Los hombres de ciencia positivistas se han reído de esta fórmula que parecía fruto de una ingenua extravagancia. Pero los últimos descubrimientos y las teorías astronómicas proporcionan una justificación insospechada del viejo principio hermético. En una palabra: la vida de los astros en el Universo se parece increíblemente a la vida de los hombres sobre la tierra.

»Hasta hace medio siglo se creía que las estrellas se hallaban esparcidas caprichosamente aquí y allá en el espacio y que eran, como decían los griegos, incorruptibles, es decir, siempre iguales a sí mismas. La astronomía contemporánea
a changé tout cela
[9]
. Encontramos en el espacio, finito como quiere Einstein, pero prácticamente ilimitado, naciones y pueblos de estrellas. Son los famosos Universos-Islas, entrevistos por Herschel, y hoy admitidos por todos. Estas islas son de dos especies: las Nebulosas Espirales, como nuestra Vía Láctea, a la que pertenece el Sol, y los Conglomerados Globulares. Las Espirales son inmensas humaredas de bruma gaseosa donde se han coagulado algunos miles de millones de estrellas. Los Conglomerados Globulares —como, por ejemplo, el de Hércules— son independientes de las Espirales, tienen forma esférica y contienen millones de estrellas. Los astros, pues, no viven esparcidos como se creía antes, sino reunidos en grandes sociedades. En el cielo, como en la tierra, reina la vida asociada.

»Y estas sociedades, como las humanas, están compuestas de familias: los sistemas solares. En el gigantesco pueblo que constituye la Vía-Láctea —formado, según parece, por centenares de miles de millones de cuerpos celestes, entre vivos y muertos— se hallan al menos cien mil sistemas solares semejantes al nuestro, es decir, donde un Sol hace de padre benéfico a una corona de planetas que son efectivamente sus hijos, porque ha salido de sus flancos, tanto si se acepta la vieja teoría de Kant y de Laplace, como la modernísima de Jeans. Los satélites son, a su vez, hijos de los planetas, de modo que cada sistema solar se parece perfectamente a una familia patriarcal.

»Otra admirable analogía entre los astros y los hombres es la existencia de las parejas. La mayoría de los seres humanos viven por parejas —marido y mujer, amigos inseparables, amantes— y la mayor parte de las estrellas son, como dicen los astrónomos,
dobles
. Aparecen como dos astros de tamaño casi igual que se mueven juntos y de acuerdo en torno al mismo centro de gravitación.

»Las estrellas, lo mismo que los hombres, viven, es decir, nacen, llegan a la juventud, envejecen y mueren. La espectroscopia nos ha permitido reconstruir la biografía de las estrellas. Son, primeramente, masas gaseosas que poco a poco se condensan y llegan al máximo del esplendor y del calor: es la adolescencia, la juventud. Son las estrellas gigantes, de color blanco o azulado, colosos adolescentes del cielo. Poco a poco se empequeñecen, se vuelven amarillas, luego rojas y cada vez más pequeñas. Entre las estrellas enanas amarillas, que ya presentan signos de vejez, se halla nuestro Sol. Finalmente acaban por no brillar: el rubí se oscurece y se vuelve negro; las estrellas están muertas, pero sus cadáveres oscuros continúan circulando en medio del fulgor de las hermanas vivas.

»Y hay otras semejanzas singulares entre el mundo humano y el mundo astral. Tanto entre nosotros como entre las estrellas el número de muertos supera al de los vivos; las estrellas jóvenes, ricas de luces y de calor, son infinitamente menos numerosas que las ancianas y empobrecidas; las estrellas gigantes y supergigantes son poquísimas en relación con las enanas. También en el cielo, come entre los hombres, predominan los muertos, los mediocres y los pobres.

»Y, a propósito de la vejez de las estrellas, quiero revelarle una afinidad sorprendente con los hombres. Como aparece en la escala espectroscópica de Harvard —que es el medio seguro para determinar la edad de los astros—, la vejez se revela, en el espectro, con la raya que denuncia la presencia y la extensión de la cal. Y en el hombre, la señal de la vejez es la arteriosclerosis, esto es, la osificación de las arterias, el endurecimiento, el predominio de la cal.

»Las estrellas gigantes —blancas y azules— son pródigas, arden e iluminan con una generosidad incalculable, vierten en todos los instantes torrentes de luz y de calor. Es la divina locura de la juventud, despreocupada de la brevedad. De hecho, este período, como el que corresponde al hombre, dura poco, y esto explica por qué el firmamento se halla poblado sobre todo de estrellas enanas y amarillas, esto es, más pequeñas, más frías y más viejas.

»Hay luego masas estelares que no llegan nunca a resplandecer, o por lo menos no alcanzan aquella temperatura mínima de 2.700 grados indispensable para que nosotros podamos verlas. Éstas corresponden a lo que en la generación humana son los abortos.

»Preveo, acerca de la edad, su objeción. Un astro antes de apagarse, vive millones de siglos, mientras que nosotros llegamos apenas, en promedio, a medio siglo. Pero si usted compara la masa inmensa de los astros con esa, pequeñísima, de los hombres, se dará cuenta de que la apreciación no tiene fuerza. He hecho cálculos aproximados y he descubierto que, en proporción a la masa, los hombres tienen una longevidad superior a la de los soles y de los planetas. La Tierra, según parece, cuenta apenas dos mil millones de años, y vivirá tal vez otro tanto, pero si tuviese una longevidad parecida a la del hombre, tantísimo más pequeña, debería vivir, en vez de cuatro mil millones de años, miles de millones de siglos.

»Pero, me dirá usted, hay otras diversidades: las estrellas son cuerpos puramente físicos y materiales, mientras que los hombres son criaturas vivientes y sensibles; la comparación entre la sociedad humana y la sociedad estelar tiene un límite. Enteramente falso. También las estrellas, como los animales y los hombres, se alimentan. Se tragan los innumerables bólidos errantes en el espacio y absorben los infinitos electrones suspendidos en el éter. De otra manera morirían mucho antes. No se puede consumir y resplandecer, como hacen los soles, sin reparar las pérdidas. Se multiplican lo mismo que nosotros: el Sol, como le he dicho, es un padre, y lo que es extraño, el parto de los planetas, no se podría producir si no interviniese otro astro gigante, el cual, aproximándose, produce una emisión de materia gaseosa del cuerpo del padre, ese fenómeno que podríamos llamar marea sideral. Esta marea, por efecto de la rotación, se desprende del astro enamorado y se fracciona en pedazos que, al enfriarse, forman los planetas.

»En cuanto a la sensibilidad, me contento con recomendarle los célebres experimentos de Bose sobre la vida psíquica de los minerales; no hay partícula del Universo que no vibre, que no sea atraída o rechazada, que no goce y no sufra. ¿Por qué las estrellas tendrían que ser una excepción?

»Se puede inferir, me parece, que verdaderamente el microcosmos es espejo del macrocosmos. Los pequeños hombres sobre el pequeño planeta corresponden perfectamente a las grandes estrellas en el inmenso espacio. En el cielo, las estrellas viven por parejas, en familia, por naciones, como nosotros, y como nosotros nacen, resplandecen en la efímera juventud, se reproducen, degeneran, se encogen y mueren. También allí los genios, los gigantes, los ricos y los vivientes son una excepción. Los habitantes del Universo, que parecen tan diversos y lejanos, viven del mismo modo que los habitantes de la Tierra, sufren la misma suerte, presentan idénticos caracteres. Pascal se espantaba ante los grandes espacios celestes; nosotros encontramos allí, gracia a los astrónomos, seres vivos, semejantes a nosotros, esto es, grandes hermanos. Al terror sucede el amor. Yo, mínimo animal terrestre, soy de la misma especie que Sirio y que Aldebarán. Si las estrellas se parecen en todo a los hombres, yo puedo hacerme la ilusión de ser una estrella.

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