GOG (19 page)

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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El viejo Maeterlinck se dio cuenta de mi estupor —mezclado con un poco de aburrimiento— y cesó de hablar. Fuimos al jardín, bajo los racimos de escarcha azufrada de las mimosas que comenzaban a florecer.

—¿No está satisfecho de ser una estrella? —me preguntó el autor del
Trésor des humbles
[10]
.

—Contentísimo —contesté—. Y le estoy muy agradecido por haberme revelado mi parentesco celeste.

Mientras me dirigía a Niza, miré —contra mis costumbres— el gran cielo estrellado, y antes de meterme en el hotel hice un bello saludo circular a mis hermanas, que viven, por fortuna, a miles de millones de kilómetros lejos de mí.

Cadáveres de ciudades

Nápoles, 12 octubre

M
e hallo casi al final de un viaje a través del viejo mundo, en busca de cadáveres. Itinerario de ruinas y de necrópolis. En vez de detenerme en las ciudades vivientes, habitadas por seres vivos, he ido en peregrinación a todas las ciudades muertas, pobladas por sombras. En Egipto, dejando a un lado El Cairo y Alejandría, he visitado Heliópolis y Tebas; en Asia, saturándome de Troya, he visto Pérgamo, Sardi, Ancira y Jericó, y adentrándome en el desierto, la fabulosa Tadmor de las mil columnas, Echátana, la ciudad de los Magos, y, finalmente Nínive y Persépolis, montones de restos imperiales. Luego he vuelto a Europa, en Creta me he paseado por entre los palacios medio sepultados de Cnosos y de Tirinto; en Grecia he contemplado los restos de Eleusis y de Delfos; en Albania, los de Butrinto. Finalmente he llegado a Italia. En Sicilia no me he detenido más que en Seimonte. Conocía Pompeya, pero he querido volver a ver Herculano; he ido al sepulcro de Cumas —encima de la caverna de la Sibila—; he llegado hasta Pestum, la antigua Posidonia. Ahora me quedan, hacia el Norte, Ostia, Norba, Velutonia y Populonia.

No puedo decir que las haya visto todas, pero sí las más famosas. Estos esqueletos sorprendentes de las antiguas colmenas humanas me atraen infinitamente más que las vulgares metrópolis donde se amontonan las carroñas de mañana. Las columnas despedazadas no sostienen ya los arquitrabes: el cielo ha sustituido la bóveda del templo. El sol ha vuelto a los sótanos y a las criptas; las casas se hallan reducidas a murallas desmanteladas; palacios y sepulcros están igualmente vacíos de habitantes; en todas partes cenizas, polvo y silencio. Sobre las piedras desconchadas de las calles no pasan ya los poderosos, los amos de las casas y de la provincia, sino únicamente los zapadores, los arqueólogos, los peregrinos, servidores y amantes de la muerte. En las habitaciones donde se reía y se amaba cae ahora libremente la lluvia; en los anfiteatros se calientan al sol las lagartijas y los escorpiones; en las salas de los reyes hacen el nido los búhos y las abubillas.

A otros, estas ruinas de grandeza, estas capitales de placer y de orgullo reducidas a murallas cubiertas de hierbajos, inspiran tal vez tristeza. A mí no. Mi gusto por la destrucción y la humillación se ve abundantemente saciado en estos laberintos de escombros. Algunos momentos disfruta mi orgullo; en medio de este desastre estoy yo vivo; algunos momentos gozo de deseo de rebajamiento: también nuestras ciudades se harán semejantes a éstas y nuestra soberbia tendrá el mismo fin. Pero siempre, de un modo o de otro, el alma sale de su estado usual: Palmira me ha conmovido bastante más que Londres.

Las ciudades desiertas o desenterradas son incomparablemente más bellas que las vivas. La imaginación reconstruye, completa y obtiene un conjunto más gigantesco y perfecto. No hay nada tan verdaderamente maravilloso para mí como lo que no ha sido acabado o lo que está casi destruido. Y el olor de la muerte es un elixir potente para quien sabe que debe morir.

El día en que me hallaba en Pestum, el cielo era tempestuoso. Pero bastó que un poco de sol resucitase el templo de Neptuno, con sus potentes columnas de color de miel, corroídas por los siglos, pero terriblemente vivas, casi troncos de piedra salidos de la tierra, para que volviese a ver en un momento toda la luz y la vida de Grecia. Aquella gran cosa muerta de un dios muerto, colocada en medio de las hierbas y de los asfódelos floridos, entre los lejanos montes negros y el mar mugiente cercano, me pareció más viva y esplendorosa que la misma naturaleza. Se hallaba allí cerca una muchacha morena, con un cendal rojo en la cabeza y dos ojos de ángel nocturno, y parecía, junto al templo, la muerta
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.

Caccavone

Nápoles, 23 octubre

C
onocí en Pompeya, en un café suizo, a un profesor Caccavone, que se titula Metásofo y que pretende haber
superado
las más modernas filosofías.

Caccavone es un hombre que tiende, como animal visible, a la globosidad de los mundos. Está formado, a primera vista, por una esfera y tres semiesferas: una cabeza de coloso asmático, dos redondeces inocultables que rebasan los más anchos asientos, y una redondez en la fachada que desde el pecho desciende, enarcándose, hasta el nacimiento de las piernas.

Es, según me dicen, un hombre fecundísimo: cada año publica un libro y genera un hijo. Los libros dicen todos, poco más o menos, lo mismo; los hijos son diferentes entre sí: de los unos y de los otros; Caccavone se muestra orgulloso. Son catorce volúmenes y catorce hijos, y el circunferencial Metásofo ha tenido que hacer una infinidad de oficios para proveer a las necesidades de la abundante familia.

No había puesto, cargo, empleo, sinecura en el radio de cien kilómetros que Caccavone no hubiese ocupado, no ocupase o no aspirase a ocupar. En el Municipio era asesor del Departamento de Instrucción, en la Academia Plutónica, secretario general y perpetuo, en la Escuela de Pompeya desempeñaba una cátedra de historia de los errores humanos y en la de Boscoreale enseñaba logología comparada; en Stabia desempeñaba una cátedra de neumatología, en Angri dirigía el Instituto Frenológico. Era, además, presidente de la Liga para los derechos de los vegetales; miembro de una Comisión internacional para extirpación del sentido común, considerado pernicioso por la metafísica; vicepresidente de la sociedad protectora de los herejes; miembro de tres consejos de administración de casas editoriales; subintendente de la Enciclopedia Interescolar; comisario interino del Centro para la difusión de los conocimientos inútiles; cajero de la Sociedad nacional para el vacío neumático; presidente del Consejo nacional para la represión de los movimientos telúricos; director de un periódico de metasofía de una revista de puericultura, de un semanario de política metempírica, de un boletín para la explotación de la Atlántida y de otros varios periódicos. A fuerza de sueldos, consignaciones, indemnizaciones y dietas, de derechos de examen, de gratificaciones extraordinarias, de tantos por cientos sobre los dividendos y otros menores emolumentos, conseguía nutrir a los hijos y a sí mismo, construirse algunas casas y tener cuenta corriente en varios Bancos.

No obstante las apariencias corporales y la glotonería económica, el gran amor de Caccavone es la filosofía o, como él dice, la metasofía. Hace unos días tuve una larga entrevista con él —porque espera que yo le dé dinero para fundar un cenobio metasófico del cual él quiere ser prior, maestro y ecónomo— y me parece haber comprendido el núcleo de su pensamiento.

—Un filósofo siciliano —me decía— consiguió hace años la reducción extrema de la antigua y de la nueva metafísica, demostrando la famosa ecuación Ser = Pensamiento. Pero no se dio cuenta de que en su monismo absoluto e idealista quedaba un residuo nefasto de dualismo. Insistir en una ecuación, aunque esté fundada únicamente sobre la identidad de los términos, implica siempre la existencia, al menos aparente y fenoménica, de dos términos. Si el Ser es declarado igual al Pensamiento y el Todo reducible a Pensamiento, quiere decir que hay partes del Ser que no son, a los ojos de la razón común, y de la experiencia razonadora, Pensamiento. El esfuerzo inmenso para juntar los dos conceptos demuestra que la identidad perfecta es un ideal más que una verdad de intuición inmediata.

»Yo he ido más lejos que ese archiidealista siciliano y he querido analizar los dos términos que él se esfuerza en identificar. El Ser, si bien se mira, es un concepto totalmente universal que no significa absolutamente nada. Puede contener en sí todas las cosas y por consiguiente no contiene ninguna en particular. Es un puro signo ortográfico.

»Queda el Pensamiento, y éste es el hueso más duro. Veamos, pues, en qué consiste este famoso Pensamiento que sería, según mi tímido precursor, la única realidad.

»Descompongámoslo. Se encuentran, ante todo, las llamadas sensaciones y representaciones. Pero éstas, después del genial descubrimiento de Berkeley, ya se sabe lo que son: las mismas cosas, aquello que los físicos llaman material. Tener una sensación de color encarnado equivale a decir que hay en nosotros, o fuera de nosotros, la presencia del rojo.

»Encontramos luego la voluntad. Pero los experimentos de Loeb y aquellos, más atrevidos, de Pavlov, demuestran que se trata simplemente de los tropismos o, mejor aún, de los reflejos. El hecho de que el macho sea atraído por la carne no demuestra un impulso consciente y una decisión voluntaria distinta del movimiento del girasol hacia el Sol. Jagadis Chandra Bose ha demostrado que semejantes atracciones existen también en las plantas y en los minerales, y ningún idealista admite que las berzas o los guijarros estén dotados de pensamiento.

»Quedan los conceptos generales, las abstracciones, las ideas. Pero éstas, como hemos visto a propósito de la idea del Ser, no son más que signos vocales o gráficos sin verdadero contenido, de los que nos servimos en nuestras conversaciones, como los niños, jugando, se sirven de bellotas o de botones, fingiendo creer que son monedas. Terminando: este famoso Pensamiento al que se quiere reducir todo el Ser no existe, es un puro fantasma o una simple convención. El ciclo heroico de la filosofía moderna ha pasado. Comenzó Descartes diciendo: pienso, luego existo. Y termina Caccavone deduciendo dialécticamente: no pienso, luego no existo. El verdadero sinónimo o, mejor dicho, el verdadero homónimo del Ser, es la Nada. Nosotros no existimos, el pensamiento no existe, por lo tanto nada existe. Ésta es la metafísica radical o, si usted prefiere un nombre griego, el Oudenismo.

—Pero, ¿dónde mete —le pregunté—, aquello que los alemanes llaman
juicios de valor
, esto es, el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, lo feo y lo bello?

—Veo —me respondió— que no conoce bien el idealismo absoluto en el que se funda, siendo la cúspide suprema de la filosofía moderna, mi sistema.

»Mi antecesor demostró ya que el tiempo convierte de prisa en erróneo, malo y feo lo que en un momento dado parece justo, bueno y bello. Los errores de hoy son las verdades de ayer; el bien de hoy será el mal de mañana. Sentado esto, usted puede sacar la consecuencia: si todo, pasando por el tamiz de la duración, se convierte en mal, error, fealdad, quiere decir que no existe nunca, en realidad ni el verdadero bien, ni la verdadera verdad, ni la verdadera belleza. Y, por consiguiente, los juicios de valor no tienen ya sentido. Se vuelve a las profundas palabras del Viejo de la Montaña: Nada es verdad, todo está perdido.

—Permítame, sin embargo, una pequeña objeción —dije—. ¿Cómo explica usted, ya que nada existe y todo se reduce lógicamente a la nada, nuestra existencia, por ejemplo, la suya y la mía?

A estas palabras la caraza redonda de Caccavone se convirtió, por el ímpetu de la risa, en una máscara de arrugas móviles erizadas de pelos, y sus ojos, que un momento antes avanzaban hasta tocar los cristales de las lentes, se escondieron tras el velo arrugado de los párpados. Apenas se rehizo y pudo hablar, exclamó:

—¿Usted cree, pues, como las vulgares criaturas, en nuestra existencia? ¡Lleva usted todavía la venda de esta superstición grosera! Pero, ¿no comprende que, admitida su existencia y por lo tanto la existencia de los demás y del Universo, sería necesario admitir por la fuerza la existencia del Ser supremo, del eterno autor del todo? ¿Y no sabe todavía que Dios está muerto y que le hemos matado nosotros los filósofos y de una manera definitiva?

»Analice, se lo ruego, el contenido de existencia. ¿Qué quiere decir existir? Durar y ser consciente. Pero usted sabe que a cada momento nuestra persona física y moral cambia, pasa, se transforma. Usted ya no es aquel que era una hora antes; ha nacido otro Gog, el viejo Gog se ha muerto. Y así hasta. la destrucción total, que es, pensando en lo infinito del tiempo, cercanísima, inminente.

»¿Y tenemos nosotros noción de nosotros mismos? Nunca, de ninguna manera. Apenas me propongo observar mi estado de conciencia actual, añado, por el hecho mismo de concentrar la atención, algo que no estaba antes, es decir, lo deformo, lo transformo en un estado del todo diverso, y aquello que era presente resulta instantáneamente pasado, es decir, muerto, que no se puede asir, incognoscible. En lo que se refiere a mis estados futuros, no son todavía, es decir, no existen ni se pueden tener en cuenta. El estado presente, pues, huye y muere apenas intentamos detenerlo; el estado futuro no ha aparecido todavía y por esto es inaprehensible. La conclusión es que nosotros no somos nunca, ni un solo minuto, verdaderamente conscientes del contenido de nuestro pretendido e hipotético pensamiento. Y no tenemos, claro está, ningún derecho a deducir de los fenómenos irremediablemente ignotos e incognoscibles, nuestra existencia. Lo que indefinida y vertiginosamente muda no tiene consistencia ni realidad, es tránsito perpetuo y no sustancia. Tengo el derecho de repetir mi axioma. Y a la famosa e ingenua identidad del filósofo etneo sustituyo atrevidamente la mía: Ser = Nada.

No supe qué contestar a este discurso. Caccavone se puso en pie, con la majestad de sus cuatro esferas, y salió del café sin pagar las cuatro cervezas que se había bebido. Mi iniciación al Oudenismo me ha costado, pues, un intenso dolor de cabeza y dieciséis liras italianas, incluyendo la propina.

El conde de Saint-Germain

A bordo del “Prince of Wales”, 15 febrero.

H
e conocido estos días al famoso conde de Saint-Germain. Es un caballero muy serio, de mediana estatura, pero de apariencia robusta y vestido con refinada sencillez. No parece tener más de cincuenta años.

En los primeros días de la travesía no se acercaba y no hablaba con nadie. Una noche que me hallaba solo en la cubierta y miraba las luces de Massaua, apareció junto a mí de improviso y me saludó. Cuando me hubo dicho su nombre creí que se trataba de un descendiente de aquel conde de Saint-Germain que llenó con sus misterios y con la leyenda de su longevidad todo el Setecientos. Había leído hacía poco, por casualidad, en un
magazine
, un artículo sobre el conde
inmortal
y no fui cogido por fortuna desprevenido. El conde mostró satisfacción al darse cuenta de que yo conocía algo de aquella historia y se decidió a hacerme la gran confidencia.

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