GOG (13 page)

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Authors: Giovanni Papini

Tags: #Literatura, Fantasía

BOOK: GOG
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Lenin calló un momento y se puso a contemplar un diseño que tenía ante sí. Representaba, según me pareció, un palacio alto como una torre, agujereado por innumerables ventanas redondas. Me atreví a formular una de mis preguntas:

—¿Y los campesinos?

—Odio a los campesinos —respondió Vladimiro Illich con un gesto de asco—, odio al
mujik
idealizado por aquel reblandecido occidental llamado Turguenev y por aquel hipócrita fauno convertido que se llama Tolstoi. Los campesinos representan todo lo que detesto: el pasado, la fe, la herejía y la manía religiosa, el trabajo manual. Los tolero y los acaricio, pero los odio. Quisiera verlos desaparecer todos, hasta el último. Un electricista vale, para mí, por cien campesinos.

»Se llegará, según espero, a vivir con los alimentos producidos en pocos minutos por las máquinas en nuestras fábricas químicas, y podremos al fin hacer la matanza de todos los labriegos inútiles. La vida en la naturaleza es una vergüenza prehistórica.

»Tenga usted en cuenta que el bolcheviquismo representa una triple guerra: la de los bárbaros científicos contra los intelectuales podridos, del Oriente contra el Occidente y de la ciudad contra el campo. Y en esta guerra no dudaremos en la elección de las armas. El individuo es algo que debe ser suprimido. Es una invención de aquellos gandules griegos o de aquellos fantásticos germanos. Quien resista será extirpado como una pústula maligna. La sangre es el mejor abono ofrecido a la Naturaleza.

»No crea que yo sea cruel. Todos estos fusilamientos y todas estas horcas que se levantan por mi orden me disgustan. Odio a las víctimas, sobre todo porque me obligan a matarlas. Pero no puedo hacer otra cosa. Me vanaglorio de ser el director de una penitenciaría modelo, de un presidio pacífico y bien organizado. Pero aquí se hallan, como en todas las prisiones, los rebeldes, los inquietos, aquellos que tienen la estúpida nostalgia de las viejas ideologías y de las mitologías homicidas. Todos ésos son suprimidos. No puedo permitir que algunos millares de enfermos comprometan la felicidad futura de millones de hombres. Además, al fin y al cabo, las antiguas sangrías no eran una mala cura para los cuerpos. Hay una cierta voluptuosidad en sentirse amo de la vida y de la muerte. Desde que el viejo Dios fue muerto —no sé si en Francia o en Alemania—, ciertas satisfacciones han sido acaparadas por el hombre. Yo soy, si quiere, un semidiós local, acampado entre Asia y Europa, y, por tanto, me puedo permitir algún pequeño capricho. Son gustos de los que, después de la decadencia de los paganos, se había perdido el secreto. Los sacrificios humanos tenían algo bueno: eran un símbolo profundo, una alta enseñanza; una fiesta saludable. Y yo, en vez de los himnos de los fieles, siento llegar hasta mí los alaridos de los prisioneros y de los moribundos, y le aseguro que no cambiaría con la novena sinfonía de Beethoven esa sinfonía, canto anunciador de la beatitud próxima.

Y me pareció que el rostro descompuesto y cadavérico de Lenin se inclinaba hacia delante para escuchar una música silenciosa y solemne, que tan sólo él podía oír. Apareció la señora Krupskaia para decirme que su marido estaba cansado y que tenía necesidad de un poco de reposo. Me marché en seguida.

He gastado casi veinte dólares para ver a este hombre, pero en verdad no me hace el efecto de que los haya malgastado.

Nada es mío

Asora, 18 setiembre

E
l mayor problema del hombre, como de las naciones, es la independencia. ¿Se puede resolver?

Lo que poseo parece ser mío, pero soy poseído siempre por aquello que tengo. La única propiedad incontestable debería ser el Yo, y, sin embargo, aquilatando bien, ¿dónde está el residuo absoluto, aislado, que no depende de nadie?

Los demás participan, ausentes o presentes, en nuestra vida interior y externa. No hay manera de salvarse. Aun en la soledad perfecta me siento, con espanto, átomo de un monte, célula de una colonia, gota de un mar. En mi espíritu y en mi carne hay la herencia de los muertos; mi pensamiento es deudor de los difuntos y de los vivientes; mi conducta está guiada, aun contra mi voluntad, por seres que no conozco o que desprecio.

Todo lo que sé lo he aprendido de los demás. Cualquier cosa que adquiera es obra de otros, y ¿qué tiene que ver que la haya pagado? Sin el operario, sin el artesano, sin el artista, estaría más desnudo que Calibán o que Robinsón. Si quiero moverme tengo necesidad de máquinas no fabricadas por mí y guiadas por manos que no son mías. Me veo obligado a hablar una lengua que no he inventado yo mismo; y los que han venido antes me imponen, sin que me dé cuenta, sus gustos, sus sentimientos y sus prejuicios.

Si desmonto el Yo pedazo por pedazo, encuentro siempre trozos y fragmentos que proceden de fuera; a cada uno podría ponerle una etiqueta de origen. Esto es de mi madre, esto de mi primer amigo, esto de Emerson, esto de Rousseau o de Stirner. Si realizo a fondo el inventario de las apropiaciones, el Yo se me convierte en una forma vacía, en una palabra sin contenido propio.

Pertenezco a una clase, a un pueblo, a una raza; no consigo nunca evadirme, haga lo que haga, de unos límites que no han sido trazados por mí. Cada idea es un eco, cada acto un plagio. Puedo arrojar a los hombres de mi presencia, pero una gran parte de ellos seguirá viviendo, invisible, en mi soledad.

Si tengo criados, debo soportarlos y obedecerles; si tengo amigos, tolerarles y servirles, y los dineros quieren ser guardados, cultivados, protegidos, defendidos. Potencia equivale a esclavitud. Nada en realidad me pertenece. Las pocas alegrías que disfruto las debo a la inspiración y al trabajo de hombres que ya no existen o que nunca he visto. Conozco lo que he recibido, pero ignoro quién me lo ha dado.

He conseguido reunir algunos miles de millones. No lo habría podido hacer si millones de hombres no hubiesen tenido necesidad de lo que les podía vender, si millones de hombres no hubiesen inventado las fórmulas, las máquinas, las reglas sobre las cuales se funda la vida económica de la tierra. Abandonado a mí mismo, habría sido un salvaje, un comedor de raíces y de perros muertos.

¿Dónde está, pues, el núcleo profundo y autónomo en el que ningún otro participa, que no ha sido generado por ningún otro y que pueda llamar verdaderamente mío? ¿Seré, en realidad, un coágulo de deudas, la esclava molécula de un cuerpo gigantesco? ¿Y la única cosa que creemos verdaderamente nuestra —el Yo— es, tal vez, como todo lo demás, un simple reflejo, una alucinación del orgullo?

La compra de la República

Nueva York, 22 marzo

E
ste mes he comprado una República. Capricho costoso y que no tendrá imitadores. Era un deseo que tenía desde hacía mucho tiempo y he querido librarme de él. Me imaginaba que el ser dueño de un país daba más gusto.

La ocasión era buena y el asunto quedó arreglado en pocos días. El presidente tenía el agua hasta el cuello: su ministerio, compuesto de clientes suyos, era un peligro. Las cajas de la República estaban vacías; crear nuevos impuestos hubiera sido la señal del derrumbamiento de todo el clan que se hallaba en el poder, tal vez de una revolución. Había ya un general que armaba bandas de regulares y prometía cargos y empleos al primero que llegaba.

Un agente americano que se hallaba en el lugar me avisó. El ministro de Hacienda corrió a Nueva York: en cuatro días nos pusimos de acuerdo. Anticipé algunos millones de dólares a la República, y además asigné al presidente, a todos los ministros y a sus secretarios unos emolumentos dobles de aquellos que recibían del Estado. Me han dado en garantía —sin que el pueblo lo sepa— las aduanas y los monopolios. Además, el presidente y los ministros han firmado un
covenant
secreto que me concede prácticamente el control sobre la vida de la República. Aunque yo parezca, cuando voy allí, un simple huésped de paso, soy, en realidad, el dueño casi absoluto del país. En estos días he tenido que dar una subvención, bastante crecida, para la renovación del material del ejército, y me he asegurado, en cambio, nuevos privilegios.

El espectáculo, para mí, es bastante divertido. Las Cámaras continúan legislando, en apariencia libremente los ciudadanos continúan imaginándose que la República es autónoma e independiente y que de su voluntad depende el curso de las cosas. No saben que todo cuanto se imaginan poseer —vida, bienes, derechos civiles— depende en última instancia de un extranjero desconocido para ellos, es decir, de mí.

Mañana puedo ordenar la clausura del Parlamento, una reforma de la Constitución, el aumento de las tarifas de aduanas, la expulsión de los inmigrados. Podría, si me pluguiese, revelar los acuerdos secretos de la camarilla ahora dominante y derribar así al Gobierno, obligar al país que tengo bajo mi mano a declarar la guerra a una de las Repúblicas colindantes.

Esta potencia oculta e ilimitada me ha hecho pasar algunas horas agradables. Sufrir todos los fastidios y la servidumbre de la comedia política es una fatiga bestial; pero ser el titiritero que detrás del telón puede solazarse tirando de los hilos de los fantoches obedientes a su movimiento, es una voluptuosidad única. Mi desprecio de los hombres encuentra un sabroso alimento y mil confirmaciones.

Yo no soy más que el rey incógnito de una pequeña República en desorden, pero la facilidad con que he conseguido dominarla y el evidente interés de todos los iniciados en conservar el secreto, me hace pensar que otras naciones, y tal vez más vastas e importantes que mi República, viven, sin darse cuenta, bajo una dependencia análoga de soberanos extranjeros. Siendo necesario más dinero para su adquisición, se tratará, en vez de un solo dueño, como en mi caso, de un
trust
, de un sindicato de negocios, de un grupo restringido de capitalistas o de banqueros.

Pero tengo fundadas sospechas de que otros países son gobernados por pequeños comités de reyes invisibles, conocidos solamente por sus hombres de confianza, que continúan recitando con naturalidad el papel de jefes legítimos.

El homicida inocente

New Parthenon, 15 octubre

T
odos los días recibo cartas de gente que solicita socorros, subsidios, subvenciones y empréstitos. Las leo por curiosidad y luego las quemo. Una de ellas, llegada hoy, la conservo por su singularidad.

«Distinguido señor:

»No se niegue a leer mi historia. Únicamente después de conocerla, decidirá si merezco o no su ayuda.

»Mi padre poseía un negocio de armería y, de muchacho, me tenía con él. Pronto pude comprender que muchos de los que venían a comprarnos
brownings
se mataban o mataban a la mujer o al enemigo.

»Se despertó en mi alma tal horror hacia el comercio de mi padre, que decidí estudiar medicina. De este modo podría ser un contrapeso al mal que él directamente favorecía. Mi padre vende la muerte, pensaba para mí mismo; yo venderé la vida y combatiré la muerte. Apenas licenciado, comencé a ejercer mi arte en Minneapolis. Al principio los clientes eran pocos, pero estaba satisfecho de mí. Ninguno de mis enfermos moría; es verdad que se trataba siempre de enfermedades ligeras. Poco a poco mi sensatez médica me proporcionó una vasta y escogida clientela. Y entonces comenzaron los desastres. Un muerto, dos, tres, cuatro muertos en un año. Examinando escrupulosamente, después del fallecimiento, mis diagnósticos y las curas ordenadas, me convencí de que, al menos en la mitad de los casos, la culpa del fallecimiento era mía. Había divagado desde el principio, no había sabido valorar justamente un grupo de síntomas, no había tenido en cuenta la constitución y la idiosincrasia del enfermo. Mis colegas, al escuchar mis desconsoladas confidencias, se reían de mí. Pero yo no me podía reír. Me había consagrado a la medicina para vencer a la muerte y no para ayudarla. Y como los fallecimientos continuaban a pesar de todo e incluso aumentaban, me decidí a abandonar la profesión y la ciudad.

»Me fue fácil, habiendo estudiado la medicina, obtener una patente de farmacéutico y abrí una buena farmacia en Oklahoma. De este modo, pensaba, cooperaré también yo a la batalla contra el mal de la muerte, pero sin una directa responsabilidad. No había pasado un año cuando ya me daba cuenta de haber caído en una nueva trampa. Un muchacho tragó por descuido una pastilla de potasa cáustica vendida por mí; una señora se suicidó con el veronal que había comprado en mi botica; una mujer envenenó a su marido con preparados de arsénico que había obtenido de mí con una receta falsa. Tuve que persuadirme de que también los farmacéuticos se hallan expuestos al peligro de ser cómplices de la muerte a domicilio.

»Medité largamente sobre la decisión de una nueva profesión y me persuadí de que la más inocente era la de soldado. Le parecerá una paradoja, pero era, sin embargo, el fruto de una larga meditación. En aquel tiempo, nuestro país no se hallaba en guerra con ningún otro y no había tampoco ninguna probabilidad de que nuestra paz pudiera ser perturbada. Apenas acababa de alistarme cuando estalló la guerra europea y, en el año 17, fui de los primeros enviados a Francia. No podía de ninguna manera volverme atrás: era militar de profesión y además buen ciudadano. La guerra de trincheras me entristeció mucho, pero me consolaba con e pensamiento de que el homicidio era colectivo y que los muertos eran enemigos de América y de la Humanidad. Un día, sin embargo, en 1918, fui llamado para formar parte de un pelotón de ejecución. Se debía fusilar a un desertor. Cuando me hallé delante de aquel harapo humano amarrado al banquillo, el corazón me dio un salto. Pero no podía zafarme de aquel deber ni tampoco disparar al aire, pues un oficial vigilaba nuestros fusiles. Y una vez más fui cómplice de homicidio.

»Apenas terminada la guerra, me licencié. Mi padre había muerto. Vendí inmediatamente el negocio de la armería, pero lo que obtuve no me bastaba para vivir sin trabajar. Con la esperanza de aumentar mi peculio y de hacerme independiente, especulé en Bolsa y, en seis meses, por no ser práctico en negocios, perdí hasta el último dólar. Me puse en busca de una nueva ocupación y tuve que aceptar, obligado por el hambre, un puesto de chófer. Cuando era médico, había poseído un automóvil y sabía guiar bastante bien. Por algún tiempo viví tranquilo, pero finalmente no pude escapar a mi terrible destino. Una noche, en una carretera mal alumbrada, atropellé y maté a una pobre anciana, y un mes después, corriendo a gran velocidad, por orden de mi amo, destrocé a un joven que atravesaba en bicicleta una plaza.

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