Groucho y yo (20 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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Habíamos alcanzado un gran éxito en las variedades y los salarios que obteníamos eran francamente sustanciosos, pero estábamos descontentos. ¡Deseábamos nuevos mundos que conquistar! Esto era lo que buscábamos. Ciertamente, éramos estrellas de variedades y además estrellas de primera magnitud. Sin embargo, éramos ambiciosos y queríamos ascender todavía más. Deseábamos volar alrededor de aquella atmósfera enrarecida que se llama Broadway. Durante toda tu vida podías estar triunfando en los grandes locales de variedades, pero seguías siendo un actor de variedades. Había un prestigio específico en el hecho de ser una estrella de Broadway que las variedades nunca te podían proporcionar.

Sé que esto sonará como algo increíble, pero en aquellos tiempos Harpo y yo éramos prudentes y siempre infravalorábamos nuestro talento. Con frecuencia, Chico entraba en el camerino y preguntaba:

—¿Por qué no montamos un espectáculo en Broadway? Finalmente, le dijimos un día:

—Mira, Chico, no somos lo suficientemente buenos para ello. En Broadway no conseguiríamos ningún éxito. Somos actores de variedades. El público de Broadway exige clase y esto es algo que nosotros no poseemos.

—¿Clase? ¿Qué tienen los de Broadway que no tengamos nosotros? —preguntó Chico que, por suerte para todos nosotros, nunca sufrió de falta de confianza en sí mismo.

—Bueno —indiqué yo—, ahí tienes a Ed Wynn, Willie Howard, Eddie Cantor, Al Jolson, Clark y McCulIough, Frank Tinney, Montgomery y Stone..., así como otras tantas figuras bastante famosas.

—¡Qué absurdo! —me interrumpió Chico—. No son mejores que nosotros. Todos estos individuos trabajaron antes en las variedades. Si ellos han podido dar el salto, ¿por qué no podemos darlo nosotros?

—Pero sabes perfectamente bien —argüí yo— que el público de Broadway es mucho más difícil que el público de las variedades.

—Oíd, muchachos —replicó Chico—. Se trata del mismo público al que nosotros hemos estado entusiasmando durante años en los mejores locales de variedades. La única diferencia consiste en el hecho de que, cuando va a un espectáculo de Broadway, se pone sus mejores ropas y llega tarde.

Quizá Chico tuviera razón. Quizá fuéramos lo bastante buenos como para intentar volar a Broadway. Pero le preguntamos:

—¿Cómo vamos a conseguirlo ahora?

Por mi parte le hice notar:

—No es lo mismo que montar un número de variedades por tres mil pavos. Así que empiezas a montar un espectáculo en Broadway, inmediatamente te encuentras compitiendo con los
Follies
de Ziegfeld, los
Scandáls
de George White y todas las demás revistas lujosas.

Los productores de aquellos espectáculos no reparaban en gastos. Incluso en aquellos tiempos, cuando el dólar era realmente un dólar en lugar del certificado casi cómico a que ha quedado reducido, Ziegfeld, White, Dillingham y el resto de productores no tenían ningún reparo en arriesgar doscientos mil dólares o más en un musical. Es verdad que en la mayor parte de los casos invertían muy poco de su propio dinero en aquellos espectáculos. Tenían capitalistas... y también coristas muy guapas. No estoy suponiendo que aquellas esplendorosas damas tuvieran algo que ver con la obtención del dinero, pero muchos hombres ricos y casados invertían cinco o diez mil dólares únicamente para poder decir que habían estado cerca de aquellas muchachas. En todo caso, así es como me lo explicaron.

* * *

Obtener capital para un musical largo y lujoso constituye un negocio en sí mismo.
Oklahoma
, con partitura de Rodgers y de Hammerstein, casi no pudo estrenarse por falta de fondos. La gente normal que va al teatro no tiene idea del sudor y de la humillación que incluso la mayor parte de productores con éxito experimentan antes de recoger finalmente el dinero suficiente para poner en marcha un espectáculo. No recuerdo de qué espectáculo se trataba, pero el productor de uno de los más grandes musicales que han triunfado en Broadway dio setenta y cinco audiciones (una audición significa cantar la partitura completa y representar el libreto por entero), e incluso entonces necesitó varias semanas de elocuencia persuasiva antes de que los precavidos capitalistas consintieran en poner su dinero.

Aunque ocasionalmente un capitalista consiga una chica, ni siquiera este motivo induce a la mayor parte de ellos a participar en el negocio. La mayoría de ellos son negociantes duros de pelar, tan enloquecidos por el dinero como cualquier hijo de vecino. (Resulta que el hijo de vecino soy yo.) Estos hombres están fascinados por el teatro y experimentan una especie de celo por convertirse en una parte de él. Además de esto, las chicas
son
muy guapas.

Existe cierta justificación para la aversión que sienten los capitalistas normales con respecto a invertir su dinero en un gran musical. Puedes triunfar en Detroit y obtener un gran éxito en Boston, pero en Nueva York puede ocurrir algo completamente distinto. En Nueva York sólo hay seis críticos que cuenten, haciendo un cálculo grosero (¡y, muchacho, ellos también pueden ser groseros!). Si cuatro de estos seis críticos indicados vuelven el pulgar hacia abajo, ya puedes clausurar el espectáculo a la primera semana, vender los decorados a un trapero ambulante y dar un beso de despedida a las chicas. Los trescientos mil dólares invertidos no valen ahora ni un centavo por dólar, excepto como deducción de impuestos.

Incluso con las más grandes estrellas resulta un juego enormemente arriesgado. Para cuatro muchachos que todavía trabajaban en las variedades, no parecía existir ningún medio para empezar. Nos había picado la abeja de Broadway. Todo lo que necesitábamos era un productor con dinero, alguien que escribiera el libreto y un equipo de compositores de canciones.

Un día, mientras Chico se encontraba en su medio ambiente natural, es decir, jugando a las cartas, trabó relación con un hombre que se llamaba Herman Broody. Contó a Chico que provenía de New Jersey y que era el mayor fabricante de
pretzels
de Hackensack. Añadió que siempre había tenido deseos de introducirse en el arriesgado negocio del espectáculo y que, si se le presentaba una buena ocasión, no tendría reparo en invertir veinte o veinticinco mil dólares. Dijo que era feliz en su matrimonio, con una esposa y un grupo de chiquillos en Hackensack. Luego, ruborizándose lo suficiente como para hacerse repulsivo, explicó a Chico en tono confidencial que también tenía una amiga que hasta entonces había conseguido con éxito mantener a distancia al señor Broody. La chica le había declarado llanamente que ella estaba destinada al teatro y que, si el hombre quería lograr lo que buscaba, cualquier cosa que fuese, sería mejor que tocara unas teclas y le consiguiera trabajo en un musical de Broadway.

No sé de dónde sacaría la chica la idea de que un sombrío fabricante de galletas saladas podría persuadir a un productor de Broadway para que aceptara a una muchacha sin experiencia teatral y la pusiera en un escenario. Chico dijo:

—¿Sabe usted, señor Broody, que un musical de Broadway no puede producirse por menos de cien mil dólares?

Broody respondió:

—Mi límite está en veinticinco mil... y, antes de invertir un ochavo, quiero una garantía de que mi chica, Ginny, actuará en el espectáculo.

—Usted ponga los veinticinco mil —dijo Chico— y nosotros pondremos a Ginny en el espectáculo. De hecho —añadió en un arrebato de generosidad—, también encontraremos papeles para su esposa y sus hijos.

Broody palideció un poco al oír mencionar a su familia. Chico preguntó entonces como si acabara de ocurrírsele:

—A propósito, ¿tiene Ginny algún talento?

—¡Talento! —exclamó Broody—. Voy a explicarle lo grande que es. El año pasado organizaron un concurso de valses en Appleton. Ya sabe usted dónde está, cerca de Jersey City. Pues Ginny se llevó el segundo premio.

Tranquilizado, Chico dijo:

—No hay duda, señor Broody, de que Ginny va camino del estrellato. Ahora, pues, ¿dónde están los veinticinco mil dólares?

El señor Broody pareció ignorar la pregunta y prosiguió hablando con entusiasmo:

—¡Oh, muchacho! Cuando explique esto a Ginny, se dará cuenta de que la cosa va en serio.

El recuerdo de Ginny hizo que Broody se aturdiera todavía más de lo que había estado hasta aquel momento.

—¿Sabe usted? —dijo en tono confidencial—. Sólo llevo un día lejos de ella y ya encuentro a faltar a mi pequeña muchacha. El lunes depositaré el cheque en el banco de los Estados Unidos y, al cabo de tres días, usted podrá empezar ya a disponer del dinero.

* * *

Tal como he dicho anteriormente, un gran musical puede costar de dos a trescientos mil dólares. Sin embargo, si conoces a los sastres y a los proveedores adecuados, por veinticinco de los grandes puedes comprar una cantidad enorme de material. Nos divertimos mucho leyendo los nombres que figuraban en la parte posterior de los decorados que finalmente compramos para aquel espectáculo. Era una especie de «¿Quién es quién?» escénico y teatral. Apenas había un espectáculo que se hubiera hecho en Broadway en los veinte años precedentes que no estuviera representado en aquel surtido de residuos. Había trozos de decorado de
La chica del dorado Oeste, El hombre emplumado, Camino del Este, Vuelta a la derecha
y de muchos otros. Si la memoria no me juega una mala pasada, estoy seguro de que incluso tuvimos un trozo del decorado que representaba el río de
La cabaña del tío Tom
, cuando Liza atravesaba el hielo.

Los decorados no eran demasiado apropiados y probablemente la partitura era la más insignificante de las que habían destrozado los tímpanos del público de Broadway. Las chicas, igual que todas las coristas, tenían muy buen aspecto. El resto de la compañía era estrictamente de actores aficionados. Lo que

teníamos, no obstante, era algo que el dinero no podía comprar. Teníamos quince años de material cómico infalible, escenas probadas y confirmadas que públicos de variedades habían certificado de costa a costa.

Decidimos que el espectáculo se llamara
Te diré que es ella.
(Se trataba de una expresión que en aquellos tiempos se consideraba como algo bastante fuerte. Actualmente, la misma expresión sería considerada como algo «realmente inocuo», lo cual te dará una idea del progreso que ha llevado a cabo la civilización en los últimos treinta años.)

A diferencia de la mayor parte de las grandes revistas, no podíamos permitirnos esas estrellas altas, vestidas con ropas de un millón de dólares, diamantes y pieles. No teníamos esta clase de dinero. Se trataba de una revista muy pobre y teníamos que ajustarnos al presupuesto fijado. ¡Las cosas que tuvimos que suprimir, muchacho! No sé cómo se llaman actualmente, pero en los años veinte las bailarinas de escasa estatura se llamaban
ponies.
Esto es lo que tuvimos. Eran más baratas. No tenían tanta apariencia ni sabían cantar, pero
podían
bailar.

Durante la segunda semana de ensayo Ginny, la reina del
pretzel
, hizo su aparición, acompañada de su amante en potencia. El hombre parecía mucho más feliz que la última vez que lo habíamos visto. Por la forma garbosa de andar, era evidente que estaba realizando algunos progresos. Rápidamente nos lo sacamos de encima y lo instalamos en el teatro vacío.

Ginny no era una cualquiera de mal aspecto y, como se dice, tenía una bella «estructura». Antes de su llegada, habíamos hablado confidencialmente con el director de baile y le explicamos que Ginny tenía que intervenir en el espectáculo. Le dijimos que Ginny iba con el dinero y que era
necesario
encontrarle un papel. Antes de comparecer Ginny, no pareció que existiera demasiado problema. Suponíamos, por lo que Joe Galleta nos había contado, que era una bailarina bastante buena y que ciertamente sabría hacer los movimientos normales y rutinarios que hacían las demás coristas. El director de baile gritó a la compañía:

—¡Tomaos diez! (Lo que significaba «descanso durante diez minutos».)

Siendo gente de intereses normales, el resto de la compañía se sentó allí mismo, curiosa por lo que Ginny era capaz de hacer. El director se volvió hacia Ginny y dijo: —Muy bien, veamos qué pasos normales sabes hacer. La chica sabía hacer dos o tres pasos, pero bailaba como si hubiera pedido prestadas las piernas a su abuelo. Cuando terminó de evolucionar, su amiguito aplaudió vigorosamente desde la primera fila. El resto de los actores salieron corriendo fuera del escenario, riéndose histéricamente del espectáculo que acababan de presenciar. ¡Ahora sí que teníamos un problema! Si Ginny no aparecía en escena, no habría dinero. Si Ginny aparecía, no habría espectáculo.

Después de la danza, el señor Broody subió al escenario. Ginny le dio un pellizco cariñoso en la mejilla y él dijo:

—Adiós, querida. Has estado maravillosa. Te amo. Luego, volviéndose hacia nosotros, anunció: —Volveré la noche del estreno. Harpo dijo:

—¿Cómo vamos a arreglar esto? Si la chica aparece en escena, provocaremos ciertamente carcajadas, pero en los momentos inadecuados. Dije yo:

—¿Qué os parece si le rompiéramos una pierna? —¿De qué iba a servir? —preguntó Chico—. Por la manera como baila, creo que ya tiene las dos piernas rotas. —¿Qué os parece si la raptáramos? —sugerí yo, lleno de esperanza—. Podríamos ocultarla en el sótano y nadie notaría la diferencia.

—Broody sí que notaría la diferencia —replicó Chico— y, sí su pequeño fardo amoroso no se encuentra allí, entre candilejas, nunca conseguiríamos el resto del dinero.

* * *

La noche del estreno constituyó un éxito extraordinario. Broody estaba en primera fila, ufano y radiante. Había enviado a los bastidores un ramo de flores por valor de cincuenta dólares para que se las ofrecieran a Ginny al terminar el espectáculo. Ginny nunca las vio. El portero se las llevó a casa, para su esposa. Más tarde supe que su esposa sospechó tanto con este obsequio inesperado, que al cabo de tres meses se divorció de él, alegando infidelidad.

Ginny no apareció en escena finalmente. La noche anterior, alguien de la compañía le había dado un narcótico. (Que nadie me acuse de ello. Yo estaba en el escenario en aquel momento.) La segunda noche, la chica bailó. Aunque éramos considerados como actores cómicos bastante buenos, nos resultó imposible hacerle la competencia. Su baile arrancó más carcajadas que cualquier otro número del espectáculo. Carecía absolutamente del sentido del ritmo. Siempre iba un paso adelantada o bien un paso atrasada con respecto a las otras muchachas. De hecho, no era mala chica y nos daba mucha lástima, pero cada vez que bailaba retrocedíamos diez yardas del terreno avanzado.

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