Authors: Groucho Marx
Tras este incidente, Larong salió a escena con un traje de noche muy escotado y con cola incluso, y cantó «Vuélveme a besar», de Víctor Herbert, mientras el reflector iba enfocando la cabeza calva de un señor que había en el público. Larong acabó el espectáculo disfrazado de Estatua de la Libertad y sosteniendo una antorcha en una de sus manos. Morton y yo íbamos vestidos de soldados continentales, protegiendo a la señorita Libertad de sus enemigos invisibles. Los enemigos invisibles resultaron ser los espectadores y únicamente el hecho de que por entonces el teatro estuviera casi vacío nos salvó de ser lapidados.
Cuando nos dirigíamos a Grand Rapids en el tren, Larong nos había contado que nuestra gira consistía de momento sólo en nuestra actuación en Grand Rapids y luego en una semana dividida de la manera siguiente: tres días en Víctor y tres días en Cripple Creek, en Colorado, pero confiadamente predijo que, así que llegasen a la oficina de contratación de Nueva York las noticias de nuestra representación, nos lloverían las ofertas. Por lo visto, las noticias
habían
llegado a la oficina de contratación, porque nuestra gira siguió consistiendo en dos semanas.
* * *
Actuamos en Víctor y en Cripple Creek, sin que llegaran a asesinarnos. Tras la última representación en Cripple Creek, volví a nuestra pensión para preguntar a Larong sobre nuestros planes futuros, para descubrir únicamente que el maestro de espectáculos había empaquetado apresuradamente su quimono azul, su vestido de noche y sus maquillajes, poniendo pies en polvorosa para no ser visto ni oído nunca más.
Luego miré si estaba aquel genio de la pirueta y del salto, Johnny Morton, pero también había desaparecido. Como gesto final de buena voluntad, se llevó consigo mi salario de las dos semanas, consistente en ocho dólares, que yo había ocultado astutamente debajo del colchón. También se llevó mi otro par de zapatos.
No sé dónde está el desfiladero del horror, pero ciertamente yo me encontraba entonces por los alrededores. Sin empleo, sin dinero, con un mínimo de talento y lejos, muy lejos de mi casa. Era inútil escribir a mi madre y a mi padre pidiéndoles dinero. Ellos tampoco tenían.
Cuando volví a la pensión, encontré a la patrona, una amable bruja entrada en años que me estaba esperando. Inmediatamente se abalanzó sobre mí:
—¿Dónde está el dinero que me debes por el alquiler de tu habitación?
Le conté con tristeza la historia de cómo me había abandonado mi ex empresario y le expliqué de qué forma había desaparecido Johnny Morton, dejándome solo y depauperado.
—Muchacho —dijo, fijando en mí el único ojo que tenía bueno—, te doy cuarenta y ocho horas para que me traigas un dólar y medio por cuatro días de pensión o vas a salir de aquí con las manos detrás de las orejas.
Luego, refunfuñando, acabó diciendo:
—Todavía no he conocido nunca a un actor que no fuera un canalla.
Si pensaba que esto era un insulto, estaba gastando su saliva en balde. Ésta era la primera vez que alguien me había llamado actor y lo único que pude colegir de ello es que la mujer no había ido al teatro a ver nuestro espectáculo. El hecho de que también me hubiera llamado canalla no tenía importancia. «Un actor canalla.» Sonaba a algo arrojado y romántico. Además, dejando a un lado una lamentable falta de talento, yo me consideraba en aquel momento igual a Mansfield, a Warfield, a Hitchcock y, sí, incluso igual a los Barrymore.
Larong, al huir, se había olvidado de llevarse consigo mi traje de botones. La suerte estaba conmigo. Mientras andaba por las calles sin destino alguno pensando qué hacer, tropecé con un pequeño hotel situado en la calle Main que se llamaba «Mansion House», donde divisé a un auténtico botones sentado en el vestíbulo. Después de regatear mucho, me compró el traje por tres dólares. Yo le pedía cuatro dólares, pero él indicó que por lo menos le costaría un pavo quitar del sombrero el nombre de «Trío Larong» y sustituirlo por el de «Mansion House». En todo caso, ahora tenía tres dólares, lo suficiente para aplacar a la patrona y para que me quedara alguna cosa para comer. Todo lo que necesitaba en aquellos momentos era un empleo.
Lamenté tener que desprenderme de aquel traje de botones. Vestido con él y con el nombre de «Trío Larong» en el sombrero, constituía una prueba ambulante de que pertenecía al mundo del espectáculo. Con mi ropa normal, no era más que un joven, un individuo estrambótico que no tenía trabajo.
* * *
Al día siguiente vi un anuncio que ponía: «Se necesita joven con experiencia para conducir un carro de comestibles entre Cripple Creek y Víctor. Ha de saber cómo se manejan caballos.» Habiendo nacido y crecido en la isla de Manhattan, los únicos caballos con los que había tenido algún contacto eran los de los tiovivos de Coney Island. Con este dudoso bagaje, únicamente el pensamiento de mi decreciente capital me animó a presentarme y a solicitar el empleo.
El propietario de la tienda de comestibles, un ladrón alto y de aspecto cadavérico, estaba ocupado en timar a un cliente y apenas se dio cuenta de que yo entraba. Al fin se volvió hacia mí y me preguntó con aspereza:
—¿Vienes por el empleo?
Asentí vigorosamente con la cabeza.
—¿Sabes algo de caballos? ¿Has manejado alguno?
—¡Oh, sí! —mentí—. He estado tratando con caballos toda mi vida. Me he criado en un rancho de Montana.
Como me dio la impresión de que el hombre todavía dudaba un poco, añadí rápidamente:
—¡Gané el primer premio en un rodeo juvenil de Cheyenne!
Esto consiguió convencerlo. Señalando con el pulgar, gruñó:
—Sal por atrás. Encontrarás dos caballos. Engánchalos al carro que hay allí y lleva estas patatas a Víctor. Te pagaré cinco dólares a la semana y, si te atrapo robando algún comestible de la tienda, lo descontaré de tu paga y además te daré una paliza.
Años más tarde, cuando empecé a leer, reconocí este carácter en muchas historias de Dickens.
Si no se está acostumbrado, incluso un caballo manso puede parecer muy fiero. En la parte posterior de la tienda encontré dos de los animales más inmensos que jamás había visto. Al principio pensé que eran elefantes. Paleaban el suelo, agitaban sus cabezas, mostrando los dientes y adoptando las expresiones más malévolas del mismo Fu-Manchú. Estoy seguro de que era mi imaginación lo que me lo hacía ver, pero uno de ellos se parecía tanto a mi patrona que debía de ser uno de sus parientes consanguíneos. Al acercarme tímidamente, el pariente de mi patrona se levantó sobre sus patas traseras y relinchó ruidosamente. En el mundo del espectáculo, cuando a uno no le va demasiado bien en escena, se dice que tiene «sudores de fracaso». Para mí, la escena era ya una cosa del pasado, por lo menos momentáneamente, pero los sudores eran una realidad viscosa. Podía sentir cómo brotaban de cada uno de mis poros y se deslizaban a lo largo de mi temblorosa espina dorsal.
Además de estar atemorizado ante los caballos, no tenía la menor idea de cómo engancharlos. Al fin logré acercarme lo suficiente como para echar las riendas sobre uno de los caballos, pero el animal retrocedió y las hizo caer de una sacudida. Todavía estaba asustado, pero estaba llegando también a la desesperación. Se trataba de enganchar aquellos caballos o bien morir de hambre en el patio trasero de una tienda de comestibles. Finalmente vino el propietario.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. Creí que te había enviado a Victor. ¿Por qué estás jugando por aquí en vez de enganchar los caballos?
—Enganche
usted
los caballos —repliqué—. Yo no sé hacerlo.
—¿No me has dicho que te habías criado en un rancho de Montana? —dijo rugiendo.
—Sí —admití temblando—, pero teníamos únicamente caballos de silla para montar.
Al oír esto, el propietario se acercó y enganchó rápidamente los animales. Ocupé el asiento delantero y el hombre, dando una palmada en la grupa de uno de los caballos, gritó:
—¡Adelante! ¡En marcha!
Los caballos salieron de estampida y yo detrás. La carretera hacia Victor atravesaba las dos calles de Cripple Creek, que por suerte estaban desiertas en aquel momento. Intenté aminorar nuestro paso, pero fracasé en el intento. Luego nos metimos por un camino montañoso, por donde los caballos galopaban desenfrenadamente al doblar las curvas. Mantuve la mirada fija hacia adelante. Ya había echado una ojeada rápida y nerviosa hacia uno de los lados con la idea de arrojarme, pero lo único que pude ver fue un precipicio de cuatro mil pies de profundidad. Intenté desesperadamente aminorar el paso de los animales, pero daba la impresión de que hacía varios días que no habían salido y estaban repletos de entusiasmo.
Supongo que no fue más que suerte. Cuando corríamos a galope tendido por la calle principal de Victor, uno de los caballos relinchó ruidosamente, vaciló por un instante —de fatiga o de sobreexcitación— y cayó oportunamente muerto. Salté del carro, eché una rápida mirada al desastre y me volví corriendo a Cripple Creek. Finalmente llegué a la pensión y permanecí escondido allí hasta que mi madre me envió dinero suficiente para volver a casa. No sé de dónde sacaría mi madre el dinero, pero tengo la impresión de que se lo birló a uno de mis hermanos.
* * *
Tras mi regreso de Cripple Creek, me consideré como un actor consumado. Es verdad que me encontraba sin trabajo, pero esto constituía un signo de honor y de distinción en el mundo del espectáculo. Mi madre, enloquecida por mi éxito, encargó a mi padre las tareas de la casa y empezó a ir de una agencia a otra. No era un trabajo fácil. De vez en cuando conseguía un empleo para cantar canciones explicadas con ilustraciones en una cervecería. Afortunadamente para mí, me tocaba actuar a última hora de la noche. Para entonces, la mayor parte de los clientes se encontraban sumidos en el sopor producido por la cerveza y no prestaban demasiada atención a mis cantos. Recuerdo el título de una de las canciones que cantaba. Era: «Junto al viejo castaño, dulce Estelle». Aunque en aquella época no me daba cuenta, aquello era un anticipo de la clase de chistes que luego iba a contar a lo largo de mi vida.
En una agencia teatral, mi madre conoció un día a una inglesa muy guapa que se llamaba Irene Furbelow. Dijo que era una actriz famosa que venía de Londres y que tenía un número tan espectacular que la gente, en Inglaterra, se pasaba la mayoría del tiempo brindando por ella con champán. Necesitaba un chico que cantase, añadió, alguien que pudiera entretener al público mientras ella se cambiaba de vestido. Tenía contratadas siete semanas en el
Interstate Circuit
y ofrecía pagarme quince dólares a la semana. Esto constituía un considerable aumento de salario con respecto a mi primer empleo y, cuando la vi, me lancé sobre su oferta. Me habría lanzado también sobre ella, pero yo tenía quince años y ella veintitrés, y me di cuenta de que nunca habríamos podido ser felices juntos con mi salario.
El
Interstate Circuit
comprendía la mayor parte de las grandes ciudades de Texas y de Arkansas. Tras ensayar dos semanas con la fulgurante y sexual Irene, se hizo evidente por completo que ella tenía aún menos talento que yo.
Tras las despedidas familiares de costumbre, que todos parecieron tomar a chacota, me encontré de nuevo en uno de aquellos trenes polvorientos de semicarga que por aquellos tiempos traqueteaban de mala gana entre Nueva York y Texas. Nuestro destino era Hot Springs. Igual que antes, yo iba armado con la inevitable caja de zapatos llena de huevos duros y de pan moreno. Pero esta vez mi madre, dándose cuenta de que ya no era un simple aficionado, omitió los plátanos y los cambió por tres naranjas.
En aquellos tiempos, los números se representaban en toda la cadena como si formaran una unidad. Como la mayor parte de los espectáculos de variedades, el nuestro tenía su dosis normal de comediantes, acróbatas, cantantes y bailarines. El número principal lo constituía un napolitano alto y moreno que se llamaba profesor Renaldo. Tenía un pelo grasiento, un bigote encerado y realizaba un número con animales. También tenía una esposa que procuraba ocultar con sumo cuidado. No estoy insultando al profesor. Medía menos de metro y medio, alcanzaba los tonos más altos y más bajos de la escala musical y tenía un bigote casi tan largo como el de los leones. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la oscuridad de los bastidores, hablando con gruesos gatos como si fueran bebés. Un día me contó que no se le permitía decir que era la esposa de Renaldo. Si alguien le preguntaba, tenía que decir que era su hermana. Él le había explicado que, si la gente sabía que estaba casado, disminuiría su atractivo romántico.
La especialidad de Renaldo consistía en pasearse tranquilamente por el interior de una jaula repleta de rugientes leones africanos, equipado tan sólo con una pistola, un látigo y una silla. Tras una enorme cantidad de chasquidos de látigo y de insultos, los leones se movían cansinamente llevando a cabo unas cuantas evoluciones sin fuerza alguna. Desde el momento en que Irene Furbelow lo vio, me di cuenta de que mi idilio con ella, que todavía se encontraba en estado de esperanza, había llegado a un punto muerto. Fue tras él como si pensase que se trataba del último domador de leones que existía sobre la tierra. Nuestro número se llamaba
El cochero y la dama.
Te permito que adivines quién era el cochero. Era yo, vestido con una chaqueta de color púrpura y botones de latón, pantalones blancos metidos en unas botas de color púrpura y un sombrero de copa amarillo, con una escarapela a un lado.
En la noche del estreno no se produjo ningún incidente. La segunda noche, precisamente cuando miss Furbelow y yo estábamos gorjeando nuestro gran dúo, dos leones se escaparon mientras eran trasladados de la gran jaula del escenario a sus jaulas individuales. Uno de los leones que se habían escapado, impávido ante nuestros cantos, avanzó desde los bastidores hasta el centro del escenario y rugió furiosamente al público. El teatro quedó vacío en treinta segundos. La señorita Furbelow y yo, dominados por el pánico, corrimos hasta el refugio más próximo. Resultó ser el aseo para caballeros. Estaba amedrentado y aturdido, pero era feliz, ya que era la primera vez desde que nos habíamos conocido en que la tenía sólo para mí. Es triste decirlo, pero nunca volvimos a estar tan juntos.
El profesor había obligado de momento a los leones escapados a que entraran de nuevo en sus jaulas. Tuvimos que esperar mucho más tiempo para obligar al público a que entrara de nuevo en el teatro. No fue por los leones, sino por miedo a que la señorita Furbelow y yo volviéramos a empezar con nuestros cantos.