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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (7 page)

BOOK: Groucho y yo
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—Mami, si consigo trabajo, ¿podría dejar la escuela?

—¿No quieres tener una educación? —me preguntó.

—Si para ello tengo que ir a la escuela, no —repliqué audazmente y, antes de que ella pudiera encontrar una respuesta, agregué—: He estado leyendo un libro titulado
Julius, el chico de la calle.
Está escrito por Horatio Alger y cuenta cómo un pobre muchacho, sin otra cosa que entereza y determinación, consigue llegar de la nada a director de un banco. Yo tengo el mismo nombre que él, de manera que ¿por qué no puedo conseguir un empleo y ayudar a mantener a la familia?

—Bueno —dijo mami lentamente—, se trata de tu vida. Si prefieres ser director de un banco más que tener una educación, búscate un empleo.

Los anuncios de demandas estaban llenos de «Se necesita chico para trabajar en oficina», y en seguida encontré un empleo en una oficina de bienes raíces situada en la calle Pine. Mi jefe se llamaba Harvey Delaney. Era una especie de tonel y andaba siempre balanceándose. No sé si estaba medio borracho o es que era incapaz de mantenerse en equilibrio por naturaleza. Dijo que me pagaría tres dólares y cincuenta centavos a la semana y que tenía que estar en la oficina desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde. Añadió de un modo significativo que había despedido de la oficina al último chico porque siempre llegaba tarde.

—¿Y qué trabajo he de hacer en la oficina? —pregunté.

—Cuando yo llegue por la mañana —replicó—, has de entregarme el correo y estar siempre dispuesto a contestar al teléfono.

El correo no constituía demasiado problema, porque todo lo que recibía eran folletos de publicidad y un periódico gratuito llamado
Noticias de la calle Pine.

—Por lo que respecta al teléfono —dijo—, tan pronto como suene el timbre, coges el auricular y apuntas cuidadosamente el nombre de quien ha llamado, a qué hora, asegurándote de que te dan el número de teléfono correcto.

Durante las tres primeras semanas que estuve allí, únicamente hubo dos llamadas telefónicas. Una fue la de una mujer preguntando si aquella era la oficina de J. Pierpont Morgan. La otra llamada fue de mi jefe preguntando si había llamado alguien.

Al principio, yo llegaba puntualmente a las nueve y permanecía en la oficina hasta las cinco. El jefe se presentaba alrededor de las diez y abandonaba el despacho hacia las cuatro. Esto incluía dos horas para el almuerzo. Yo tomaba el mío en la oficina: un bocadillo de huevo frito y una gran bolsa de uva que compraba a un vendedor ambulante de Park Row. El tiempo se me hacía interminable. Sin tener nada mejor que hacer, perdía la mayor parte de la mañana comiendo uva y escupiendo las semillas encima de la alfombra. Las tardes las perdía recogiendo las semillas.

No hay nada como un trabajo permanente para mantener a un chico lejos del mal. Ahora que el señor Delaney se presentaba hacia las once, yo empecé a ir alrededor de las diez. Cuando empezó a marcharse a las tres, yo empecé a abandonar la oficina a las cuatro. Tras las primeras semanas, empezó a saltarse el almuerzo por completo y a llegar alrededor de las dos, friéndome a preguntas acerca del teléfono. Me preguntó si estaba seguro de que no había llamado nadie. Yo dije:

—Hoy el teléfono ha sonado una vez.

Sus ojos se iluminaron y yo seguí diciendo:

—Pero eran los empleados de la telefónica. Estaban revisando las líneas.

Ahora que el jefe llegaba a las dos, yo empecé a ir a la una. Al cabo de cierto tiempo, tenía las horas tan perfectamente calculadas que, al poco de llegar yo, podía oír ya sus pisadas resonando en el vestíbulo.

Sin duda, todo era muy tranquilo en aquella oficina. Era casi como vivir en un mausoleo cubierto con una alfombra. Una tarde, los Gigantes iban a jugar en el campo del Polo. Por esta época, el señor Delaney ya no venía nunca a la oficina. Llegaba hacia la una, sacaba la cabeza por la puerta y preguntaba si había llamado alguien por teléfono. Cuando le decía que no, daba media vuelta y se marchaba. Pocos minutos después de su aparición a la una de aquella tarde elegida por el destino, yo iba andando Park Row abajo hacia el campo de juego. Era un día magnífico, aunque hacía viento. De repente vi un sombrero de hombre que huía impulsado por la brisa y, habiendo sido educado en la tradición de Horatio Alger, fui corriendo a recogerlo y lo recuperé. Cuando devolví el sombrero a su propietario, me encontré ante mi jefe.

—¡Julius! —exclamó—. ¿Por qué no estás en el despacho atendiendo al teléfono? Nunca se sabe cuándo puede sonar el timbre. Te puse a trabajar para que siempre hubiera alguien allí cuando sonara el teléfono.

Al tomar su sombrero, dijo:

—Gracias por devolverme el sombrero. Y a propósito, Julius, quedas despedido.

Lamenté irme de allí. Era una oficina agradable y estábamos en plena temporada de la uva. Y para empeorar el asunto, mi madre insistió en que volviera a la escuela.

Capítulo VI

QUIEN NO TIENE NADA, VIAJARÁ

Estaba dispuesto y tenía verdaderas ansias por lo que atañe al mundo del espectáculo. La escuela representaba para mí un aburrimiento indescriptible y la única cosa que me interesaba era la maestra, una joven irlandesa, alta, bien formada, de ojos azules, llamada Seneca, que recitaba
Evangeline
con una voz profunda y dramática. Nunca volví a oír nada semejante hasta que escuché a Barrymore recitando el soliloquio de
Hamlet.
Su vibrante voz baja, unida a sus otros encantos, me conmovía... hasta que un día descubrí que le gustaban las chicas y esto fue el fin de Longfellow y de miss Seneca.

Los demás estudios me parecían bastante inútiles. El álgebra y la geometría eran instrumentos del diablo, ideados para amargar la vida de débiles y estúpidos muchachos.

Un día, hojeando un periódico, la suerte se puso en mi camino. Leí un anuncio en el
World
de la mañana que decía:

Se necesita chico que cante para actuar en número de variedades. pensión, comida y cuatro dólares semanales.

Para un muchacho cuya asignación eran cinco centavos cada siete días, cuatro pavos parecían como un pasaporte para la casa de la moneda. También representaban el fin de la escuela. De esta manera, poniéndome el mejor traje —que también era el peor y el único que tenía—, tomé un tranvía y en menos de una hora estaba subiendo los cinco tramos de escalera y llamando a la puerta de una de las oficinas más sucias que jamás haya husmeado.

Se abrió la puerta y un hombre de mediana edad, de nariz aguileña, vestido con un quimono azul y con sus labios pintados ligeramente con un toque de carmín, me hizo entrar en un piso que todavía estaba más sucio que aquel en que yo vivía. Expliqué que había leído el anuncio y que yo era un muchacho cantor.

—Sube a la azotea —dijo—. Subiré en seguida.

Cuando llegué allí, descubrí que alrededor de otros treinta golfillos habían llegado antes que yo. Algunos llevaban zapatos de claqué (o tarugos, tal como los llaman ahora) y, como el suelo era de hojalata, la combinación de estampidos sonaba igual que una sección de artillería actuando en plena batalla.

Robin Larong (ya que éste era el nombre del individuo vestido con el quimono batido por la tempestad) apareció finalmente. Con una voz considerablemente más aguda que la de la mayor parte de los hombres, explicó que había firmado un contrato para hacer una importante gira de variedades y que necesitaba un muchacho que cantase bien y un chico que supiera bailar. Por suerte, entre aquella multitud únicamente había tres que cantasen. El resto movían sus pezuñas con diversa habilidad. De los danzantes, eligió finalmente a un rudo muchacho del East Side, llamado Johnny Morton. Tras cantar yo: «Ámame y el mundo será mío», me sonrió y, señalando con un dedo imperioso a los demás, chilló: «¡Marchaos!»

En aquella época yo tenía quince años y sabía tanto del mundo como un retrasado mental de ocho. Pregunté:

—¿Adónde vamos a ir, señor Larong? ¿Y cuándo empezaremos?

Respondió que debutaríamos en Grand Rapids y que luego iríamos a Denver. No mencionó ninguna otra ciudad y yo no le hice ya ninguna otra pregunta. Había dicho que tenía un contrato referente a una gira importante de espectáculo de variedades y, por lo que a mí se refería, dos semanas constituían una gira. Todo lo que sabía era ¡que ya me encontraba en el mundo del espectáculo! El teatro me llamaba y yo estaba dispuesto a oír su llamada.

Estaba un poco nervioso por el modo como sería recibido en casa el anuncio de mi partida. Había imaginado un grupo familiar abatido por la aflicción o, si no abatido por completo, por lo menos apesadumbrado por la idea de que iba a dejarlos. No sólo no hubo aflicción o recriminaciones, sino que mi anuncio pareció galvanizarlos en un estado de alegría que no volvería a presenciar hasta al cabo de unos cuantos años, en el día del armisticio. Si hubieran estado en la calle, estoy seguro de que habrían bailado y arrojado los sombreros al aire. Un alegre espíritu de carnaval pareció apoderarse de toda la familia y todo lo que deseaban saber era cuánto tardaría en ahuecar el ala. Por lo demás, daban a entender que si no volvía también les daba lo mismo.

Estuvimos ensayando alrededor de dos semanas. Como el jefe, Larong, vivía en una habitación de aquella oficina, hacíamos nuestros ensayos en la azotea. Bajo el sol de agosto, el pavimento de hojalata producía en nuestros pies la sensación de tener debajo una estufa al rojo vivo, pero éramos jóvenes, entusiastas y hambrientos, es decir, dispuestos a padecer cualquier cosa por el teatro. El espectáculo estuvo finalmente preparado y nosotros dispuestos a subir en el carro de Tespis.

Cuando me despedí, mi madre lloró un poco, pero el resto de la familia pareció capar de contenerse sin demasiado esfuerzo. Como gesto de despedida, en el momento en que me marchaba me mordió el perro.

Mi equipaje consistía en una maleta de cartón y en una caja de zapatos llena de pan moreno, plátanos y huevos duros. Los huevos debieron de ser baratos aquel año, porque nunca he visto tantos en una caja. Aunque únicamente iba a ir a Grand Rapids, tenía huevos suficientes para mantenerme hasta llegar a San Francisco.

Por lo que se refiere a Chico y a Harpo, eran mayores que yo y estaban demasiado ocupados para advertir algo tan trivial como mi partida. Harpo había dejado la escuela inmediatamente después de graduarse en la guardería y ahora ganaba tres pavos a la semana, vendiendo carne y verduras a las familias más ricas de la vecindad. Chico, el único hermano Marx que llegó a terminar los estudios en la escuela estatal, estaba haciendo un buen uso de su educación. Estaba empleado ahora como botones en una elegante sala de billares situada en la calle 99, en el barrio más pobre de Harlem.

* * *

En todo caso, yo estaba ya en el mundo del espectáculo, aunque fuera sólo por dos semanas. Nuestro número se llamaba «El trío Larong». Para asegurarse de que el público nos conociera, Larong nos había disfrazado con uniformes de botones, con los correspondientes sombreros alrededor de los cuales estaban grabadas con letras doradas las palabras Trío Larong. Nos hacía ir así por la calle. Cuando yo le pregunté por qué razón, dijo que aquello representaba una publicidad tremenda para nuestro número, ya que en escena también iríamos disfrazados de aquel modo tan particular. A mí no me importó. También habría podido mandarme que me vistiera con una piel de oso y habría sido igualmente feliz. Cualquier cosa que me pusiera constituía una mejora con respecto a los vestidos que usaba normalmente para ir por la calle. Además, conseguía que la gente se fijara en mí. Y descubrí que eso me gustaba. Por primera vez en mi vida tuve la sensación de que no era un cero a la izquierda. Formaba parte del trío Larong. Era un actor. Mi sueño se había convertido en una realidad.

Desconocía la clase de tren en que Larong pensaba embarcarnos y, no habiendo viajado nunca en tren, tampoco sabía lo que cabía esperar. Si en el tren había un coche cama, nunca lo supimos. Y lo mismo vale para el coche restaurante. Pero yo tenía quince años y podría haber dormido en la punta de un asta. Nos tocó viajar durante tres días sombríos hasta llegar a Grand Rapids, pero todavía me quedaban seis huevos en la caja de zapatos.

Ahora será mejor que describa el número que estaba a punto de caer sobre los desprevenidos ciudadanos de Grand Rapids. Lo empezábamos los tres vestidos con falda corta, medias de seda, zapatos de tacón alto y unos amplios y recargados sombreros de viuda alegre. Esta clase de vestidos eran muy corrientes en los espectáculos de variedades de aquellos tiempos. Los tres cantábamos una canción titulada «No sé qué pasa con el correo». El poema lírico empezaba así:

No sé qué pasa con el correo.

Nunca había tardado tanto.

Estoy levantado desde las siete

y nada ha pasado por debajo de mi puerta.

No recuerdo el resto de esta pieza clásica, pero el contenido básico de la canción consistía en que ese individuo era mantenido por una mujer llamada Liza y, por algún motivo, su cheque semanal no había llegado. No sé cómo Liza ganaba el dinero, pero por la letra de la canción podía juzgarse que el negocio que se realizaba en la casa donde ella vivía no funcionaba demasiado bien. Hay un término para designar a un hombre que es mantenido por esta clase de mujer, pero no voy a meterme ahora en eso. En todo caso, así era la letra. Podría haber tenido sentido si la hubiera cantado un hombre, pero estoy seguro de que el público tuvo que quedar desconcertado ante los tres individuos vestidos con ropa de mujer, gimiendo lastimeramente la triste historia de Liza y de su amante arruinado.

La canción, igual que todas las canciones, terminó finalmente y en seguida me quité la falda, los zapatos de tacón alto y el voluminoso sombrero. Luego, poniéndome un traje de monaguillo, reaparecí en escena y canté «Jerusalén, abre tus puertas y canta» para una multitud que guardaba silencio. El único sujeto que aplaudió fue un religioso fanático que, bajo la impresión de que aquella canción tenía un significado sacro, se puso de pie sobre su asiento y gritó: «¡Aleluya!». Al fin el empresario, que obviamente era ateo, vino por el pasillo y lo echó fuera.

Luego Johnny se encabritó y ejecutó una danza de claqué. Por desgracia, mientras realizaba un salto de costado, uno de sus zapatos salió volando y golpeó a una señora del público. Al término de nuestro contrato, el empresario nos descontó diez dólares de nuestro salario, explicándonos que había tenido que dárselos a la señora, la cual le había amenazado con ponerle un pleito por daños y perjuicios.

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