Authors: Groucho Marx
* * *
Por entonces ya era más cuidadoso con el dinero. A medida que transcurrían las semanas, cada día de pago separaba la mayor parte de mi salario ahorrándolo para el día en que terminase la gira. Guardaba mi dinero en un saquito que se llamaba
«grouch».
Se trataba de un saquito de gamuza que los actores solían llevar atado al cuello para evitar que otros actores hambrientos les birlasen la pasta. Como es natural, pensarás que es de aquí de donde saqué mi nombre. Pero no es así. Existía ya un Groucho mucho antes de que los pechos masculinos utilizaran los saquitos
grouch.
Las cosas siguieron sin producirse ningún incidente hasta que llegamos a Waco, en Texas, término de nuestra gira. La última noche, miss Furbelow me dio el billete de vuelta a Nueva York y huyó con el domador de leones, dejando tras de sí a su esposa y a los leones.
Me supo mal que miss Furbelow se marchase, pero era reconfortante saber que esta vez volvía a casa con un capital considerable. En el tren me sentí seguro y feliz. Acariciaba constantemente y con afecto mi saquito
grouch.
El segundo día decidí abrirlo y echar una ojeada a mi nido lleno de huevos. En lugar de los sesenta y cinco dólares que yo creía llevar a casa, todo lo que encontré fueron algunos recortes de periódicos viejos. Siendo un caballero de la vieja escuela (mis señas son «P. S. 86, Lexington Avenue y calle 96»), no diré que la señorita Furbelow me birlara los ahorros. Diré, sin embargo, que ella era la única que sabía dónde guardaba yo el dinero.
Ahora tenía un saquito
grouch
vacío y un estómago todavía más vacío. Afortunadamente para mí, en el tren había cierto número de menudas y ancianas señoras, con agradables cajitas de comida llenas de agradables plátanos y de huevos duros. Supongo que, en aquella edad, yo debía de ser todavía más hipnotizador y fascinante de lo que soy actualmente, porque cuando llegué a Nueva York pesaba ocho libras más que cuando la abandoné.
Ahora había hecho dos tentativas en el mundo del espectáculo y no había sacado nada de ello, a excepción de mi amor no correspondido por la señorita Furbelow y un estómago dilatado por los varios metros de plátanos que había consumido.
Un día me dijo mi padre:
—¿Cuánto tiempo vas a estar rondando por la casa? Tus hermanos trabajan. ¿Por qué no lo haces tú también? Harpo trabaja en una carnicería y Chico toca el piano en una sala de cine. ¿Por qué no buscas un trabajo fijo? ¿O es que vas a ser un vago toda tu vida?
Una noche, cuando mi madre volvió a casa de su recorrido diario por las agencias teatrales, me comunicó que Heppner estaba buscando un chico.
—¿Se trata de un empleo dentro del mundo del espectáculo? —pregunté con ansia.
—En cierto sentido, sí —replicó ella—. Heppner es el fabricante de pelucas más importante de Nueva York. Confecciona pelucas para la mayor parte de las grandes estrellas de Broadway. Si trabajas allí, estoy segura de que con el tiempo establecerás algunos contactos teatrales muy buenos.
—¿Cuánto me pagará? —pregunté.
—Tres dólares a la semana —respondió.
—Pero, mami, ¡si esto es menos de lo que ganaba con el Trío Larong!
Mi madre dijo:
—¡Acéptalo! Es una ocasión de oro para conocer a las estrellas.
Fui a ver a Heppner y me dio el empleo. Cinco minutos más tarde, puso en mis manos dos grandes recipientes de hojalata y dijo:
—Ve a la Décima Avenida y haz que te los llenen de petróleo. Cuando vuelvas, sácalos al patio de atrás, pon un poco de petróleo en un cubo y lava estas pelucas.
—Señor Heppner —dije—, yo soy un actor.
—¡Qué absurdo! —replicó—. Eres demasiado pequeño para ser actor.
Por lo visto, no había tenido la ocasión de ver a los enanos cantores, a Mickey Rooney o a Tiny Tim. Persistí diciendo:
—Le digo que soy actor. Acabo de hacer una gira con la famosa actriz inglesa Irene Furbelow.
—No he oído hablar nunca de ella —dijo—. Si fuera tan sólo un poco buena, traería a limpiar aquí sus pelucas.
—Ella no se pone peluca —repliqué acalorado—. Es una mujer joven y hermosa, y tiene su propio cabello.
Heppner acabó la conversación encogiéndose de hombros.
—Si no lleva peluca, no puede ser gran cosa como actriz. Ve a buscar el petróleo.
Al marcharme yo decepcionado, añadió:
—No te preocupes. Aquí conocerás a todas las estrellas.
Al cabo de cuatro semanas, las únicas estrellas que contemplé fueron las que aparecían durante la noche mientras yo estaba en el patio trasero, muerto de frío, limpiando las manchas de grasa de las pelucas.
Un día el señor Heppner me llamó con gran excitación desde la tienda. Era la primera vez que me permitía entrar en aquel recinto sagrado. Me condujo a un pequeño despacho y me indicó a un caballero entrado en años que estaba sentado en una silla. Llevaba una peluca blanca que estaba siendo retocada por uno de los empleados. Con una voz llena de respeto, Heppner susurró:
—Es Jacob Adler, el famoso actor judío del East Side.
Luego me dio una palmada en la cabeza y añadió:
—Quédate con nosotros, hijo mío. Trabaja duro, aprende el oficio y quizás algún día podrás llevar sus pelucas.
Tan pronto como me pagaron el sábado, me largué de allí. Había estado un total de siete semanas y todo lo que había visto era un sucio patio trasero, algunas pelucas todavía más sucias y un destello fugaz de Jacob Adler.
EL PRIMER ACTO ES EL MÁS DIFÍCIL
Mi carrera teatral se había quedado estancada. Chico y Harpo iban prosperando en sus profesiones respectivas. Pero yo no iba a ninguna parte.
Chico, gracias a la constancia de mi madre, podía tocar ahora al piano cualquier pieza de un modo bastante reconocible. Su repertorio, aunque no tan extenso como el de Horowitz o el de Rubinstein, sustituía con
fortissimo
lo que le faltaba de precisión. Afortunadamente, el término medio de los oídos inexpertos encontraba difícil distinguir entre las melodías concebidas originariamente por el compositor y los tañidos que emanaban del instrumento cuando Chico ocupaba la silla del piano.
Aquel verano había sido contratado para tocar el piano en un carcomido hotel de Asbury Park, en New Jersey. Si el empleo hubiera dependido por completo de su forma de tocar el piano, estoy seguro de que no lo habrían echado. Pero aquel empleo requería dos talentos. Durante el día tenía que patrullar por la playa como salvavidas. Por la noche, tenía que sentarse en el sucio comedor del hotel y, con el mero embrujo de sus interpretaciones al piano, distraer a los huéspedes de la porquería que se les estaba suministrando.
A estas alturas, probablemente habrás advertido que todos los hermanos éramos unos mentirosos por naturaleza. No has de ser duro con nosotros en exceso, porque a muy temprana edad descubrimos que mentir de una forma continua y persistente constituía el único medio para sobrevivir. Por esto, cuando el propietario preguntó a Chico si nadaba suficientemente bien como para ser salvavidas, Chico lo miró fijamente a los ojos y replicó con orgullo que el año anterior había sido capitán del equipo de natación del YMHA de Yorkville. Esto era verdad. Lo que dejó de añadir es que, aunque había sido campeón de los cien metros libres, era una completa nulidad más allá de los cien.
Chico consiguió el empleo y empezó a patrullar por la playa con gran atención, dispuesto a rescatar a cualquier nadador en apuros... dentro de un radio de unos cien metros. Un huésped, más temerario que los demás e ignorante de las limitaciones de Chico, se vio en apuros a unos doscientos metros de la playa. Naturalmente pidió socorro. Chico, que no era un cobarde, pero que tampoco era un loco, fingió estar ocupado construyendo un túnel en la arena para un niñito que había en la playa. Los gritos fueron debilitándose progresivamente. Chico proseguía excavando.
Finalmente el propietario del hotel, al oír el tumulto, salió corriendo y prácticamente arrojó de cabeza al mar a su salvavidas. Encontrándose entre el propietario y el profundo mar azul, Chico nadó valerosamente hasta la víctima que se ahogaba y la agarró cuidadosamente por la garganta, tal como lo hacen los auténticos salvavidas. Tras esto, los dos empezaron a hundirse. Si no hubiera habido otro salvavidas con una lancha rápida en la playa cercana, aquel habría sido el final de Chico. Tal como rodaron las cosas, lo que fue es el final del empleo de Chico. Aquella noche había otro pianista en el comedor y, a la mañana siguiente, un nuevo salvavidas en la playa.
* * *
Por aquella época aproximadamente, el sueño de Harpo de convertirse en un carnicero acomodado tuvo un final brusco y repentino. Había sido su costumbre, mientras iba a entregar las salchichas, zamparse alguna de vez en cuando. No lo hacía únicamente por hambre, sino sobre todo por lo aburrido que era él trabajo. Un día, más desanimado que de costumbre acerca de su carrera y habiendo perdido toda esperanza con respecto a llegar a ser un maestro carnicero, se ofuscó mientras iba a entregar una docena de salchichas a una señora llamada Fuchtwanger y, en medio de un frenesí de futilidad y de desesperación, se comió las doce salchichas de la señora Fuchtwanger sin dejar ni una.
No sé lo que tendrían aquella noche los Fuchtwanger para cenar, pero a la mañana siguiente el señor Fuchtwanger irrumpió en la carnicería del señor Schwein, preguntando si sabían lo que había ocurrido con sus salchichas. Desgraciadamente para Harpo, en aquel preciso momento llegaba a la tienda, dispuesto a empezar su tarea diaria. Schwein pidió disculpas al señor Fuchtwanger y le dio otra docena de salchichas, volviéndose luego hacia Harpo que seguía completamente ajeno a la tormenta que se le avecinaba. Agitando un dedo acusador bajo su nariz, Schwein llevó a Harpo hasta un rincón de la tienda.
—¡Eh tú, canalla! ¿Dónde están las salchichas que te di ayer para que las entregaras a la señora Fuchtwanger?
—Señor Schwein —respondió Harpo con valentía—, no sé decir mentiras. Me las comí.
El señor Schwein dio a Harpo dos dólares y once centavos, explicándole que la diferencia hasta su salario de tres dólares le había sido restada por la docena de salchichas. Meneando su cabeza con pesar, le dijo:
—Siempre supe que robabas un poco. No obstante, cuando te comes toda la entrega, esto sólo significa que ya no se puede confiar en ti.
Luego puso en el escaparte un letrero que decía: Se necesita chico para recados, y tras esto echó a Harpo de la tienda dándole una patada.
Harpo no tuvo ninguna dificultad en conseguir otro empleo. Al día siguiente vio un anuncio en el periódico que decía: Falta chico, y al cabo de pocas horas era botones en un elegante hotel en el sector de Murray Hill. El gerente explicó a Harpo que su salario sería de dos dólares a la semana, lo cual era un dólar menos de lo que le pagaba el carnicero. Añadió, sin embargo, que si Harpo sabía estar en su sitio y mantenía sus ojos bien abiertos podía recoger un montón de suculentas propinas. Por ejemplo, Cecilia Langhorne, la famosa actriz inglesa de teatro dramático, vivía en el hotel. Quien llevaba por la mañana a su perro favorito a dar una vuelta por la manzana recibía siempre una propina de veinticinco centavos. Harpo no había oído hablar nunca de Cecilia Langhorne, pero le parecía una forma fácil y ridícula de ganar dinero.
* * *
Antes de proseguir con esta narración, y sé que el suspense es tan grande que difícilmente podrás perdonarme, quisiera decir unas cuantas palabras sobre una institución americana que está siguiendo rápidamente el mismo camino del tranvía, del carro del hielo y de la cerveza de barril. Me refiero al anticuado botones. Vestido como un tamborilero mayor, se sentaba graciosamente en un banco del vestíbulo del hotel, siempre alerta al sonido de la campana de la recepción y al grito de «¡Atención, clientes!»
En los buenos tiempos antiguos, si un viajante de comercio tenía la mala fortuna de quedarse bloqueado en una de aquellas ciudades tristes y abandonadas de la mano de Dios, viéndose obligado a instalarse en el hotel de siempre, tras desempaquetar sus escasas pertenencias, se sentaba y contemplaba abatido el cuarto que se le había asignado. El cuarto contenía normalmente una cama de hierro, un armario de metal (pintado para que pareciera de madera), una jarra y una jofaina. A un lado colgaban dos toallas casi transparentes. También había una pastilla de jabón que, por la cantidad de espuma que echaba, debía de estar hecha de puro granito.
El infortunado viajante tenía ahora dos posibilidades. Podía agarrar la cuerda de salvamento para casos de incendio, que colgaba por la parte exterior de la ventana, y ahorcarse con ella, o bien podía llamar al botones. Una ligera presión sobre el timbre del cuarto y, como un genio mágico, aparecía el botones. Podía pedirle... más toallas, agua helada y, si acontecía que se encontraba en territorio de ley seca, tal vez una botella de aguardiente. El botones le advertía también que no comiera en el hotel, a menos que no tuviera ningún deseo particular de ver de nuevo a su familia.
¡Oh!, dicho sea de paso, el botones conocía a una muchacha...
—No, señor. No se trata de una profesional. La verdad es que es una amiga de mi hermana y viene de una familia muy buena. Sobre todo no le ofrezca dinero. Se pone terriblemente furiosa, si alguien le ofrece dinero. Con todo, si me da usted un billete de diez dólares, procuraré hacérselo llegar. De este modo no se sentirá violenta... No, no, yo no quiero nada para mí. Yo tan sólo deseo que usted pase un buen rato.
Mi punto de vista es que el mundo no siempre progresa. Es verdad que ahora puedes entrar en el ascensor de un hotel, apretar un botón y llegar a tu cuarto de un modo suave, tranquilo y silencioso. Si quieres agua helada, te basta apretar un botón que hay encima del lavabo y mana en seguida un torrente frío, claro y abundante. Las toallas son suministradas en abundancia e incluso te suplican que te lleves el jabón a casa como recuerdo. Sin embargo, a pesar de todas estas mejoras, el hotel moderno es una combinación fría, sin alma y mecánica de acero, madera e indiferencia. Por lo demás, si es eso en lo que estás pensando, un vagón de metro durante las horas punta te proporcionará un contacto mucho más personal.
* * *
Bueno, volvamos a Harpo y al vestíbulo del hotel. El segundo día, sonó la campanilla de la recepción y Harpo recibió la orden de llevar a tomar el aire al perro favorito de la señorita Langhorne. El recepcionista le dijo: