Authors: Groucho Marx
—Compraremos esa máquina y apartaremos del negocio a todos los que se dedican a planchar pantalones por su cuenta. Mire qué sencillo es. Todo el mundo cobra veinticinco centavos por unos pantalones. ¡Nosotros los plancharemos por veinte! Veamos, doscientos pantalones por veinte centavos: esto representa cuarenta dólares al día. Sin contar los domingos, eso hace ¡doscientos cuarenta dólares a la semana!
Flotando en sus sueños de color de rosa, papi prosiguió diciendo:
—Y además no nos detendremos aquí. Abriremos tiendas en toda América y, después de copar el negocio americano, ¡invadiremos Europa!
El señor Jefferson, poseedor de cincuenta dólares en dinero contante y sonante, era naturalmente más precavido que mi padre.
—Señor Marx —preguntó—, ¿cuánto cuesta esa máquina?
—Ochocientos dólares. Pero, ¿qué importa? La pagaremos en seguida. Hay que pagar cien dólares de entrada y luego cien cada mes. ¡Tras Europa, meteremos en el saco a todo el Oriente!
Mi padre no lo sabía, pero en aquella época todavía se llevaban quimonos en Oriente.
A pesar del exacerbado entusiasmo de mi padre, el señor Jefferson se mostraba aún reacio a tomar parte en el negocio con sus cincuenta pavos.
—De acuerdo, señor Marx. Si a usted le parece bien, pondré mis cincuenta. Pero antes de poner mi dinero, me gustaría ver sus cincuenta.
Mi padre no esperaba esto del señor Jefferson y se quedó resentido. No tendría que haberse quedado resentido, pero el hecho innegable era que no tenía cincuenta dólares. Tenía trece dólares que había ganado jugando al pinacle, puestos a buen recaudo y cuidadosamente ocultos a los ojos de mi madre. Pero trece dólares quedaban aún lejos de los cincuenta que necesitaba. De cara a convertirse en el magnate de la industria dedicada a planchar pantalones, todavía le hacían falta treinta y siete dólares.
Como lo hacía todo el mundo, contó su problema a Chico, quien desde luego trató inmediatamente de quitar los trece dólares a mi padre. Al fracasar en su intento, salió con lo que siempre repetía ante cualquier problema:
—Esta noche hay una gran partida de dados en la sala de billares de la calle South State. Si me dejas tirar por ti y los dados están en forma, podemos tomar tus trece dólares y hacerlos llegar hasta cincuenta.
Chico estuvo en forma, los dados estuvieron en forma y mi padre tuvo ahora los cincuenta que necesitaba para el señor Jefferson, lo suficiente para completar su parte en el pago inicial de la máquina de planchar.
Dos semanas más tarde, el mágico mecanismo de planchar pantalones estaba instalado. En la calle, en un letrero colgante, los nombres de Marx y de Jefferson se balanceaban con orgullo. Hoy en día, estos dos nombres representan teorías políticas que están tan separadas y alejadas entre sí como el término medio de las parejas casadas. Sin embargo, para aquellos Marx y Jefferson concretos, únicamente significaban la fama y la fortuna.
Aquella máquina respondía enteramente a lo que proclamaba el anuncio. Era casi humana, pero mucho más rápida. Podía planchar unos pantalones en quince segundos y estaba dispuesta y ansiosa ante la avalancha de pantalones que pronto iban a caer en su interior. El sistema automático estaba a punto de hacer conmover los cimientos de la industria dedicada a planchar pantalones.
Únicamente se había pasado por alto una cosa. Los clientes. Sucedía que la mayor parte de la gente tenía en las inmediaciones de su casa los servicios de lavar y planchar y no parecía tener ninguna necesidad de mandar sus pantalones a sitios que se encontraban fuera de su área, con el fin de ahorrar una miserable moneda de cinco centavos.
Visité la tienda la segunda semana para ver a la máquina en acción. El lugar estaba tan tranquilo y pacífico como un pequeño pueblo mexicano durante las horas de la siesta. Ninguno de los socios estaba presente. En la parte trasera de la tienda encontré a un muchacho de color que estaba jugando con una peonza.
—¿Dónde está el señor Jefferson? —le pregunté. —¡Oh! ¿Se refiere a papá? —respondió el muchacho—. Se ha puesto a trabajar otra vez de maletero. Ha dicho que el señor Marx manejaría la máquina.
—¿Y dónde está el señor Marx? —le pregunté. —El señor Marx ha dicho que, si alguien preguntaba por él, fuera a verlo en la tienda de tabacos, ya que está allí jugando al pinacle.
A comienzos del mes siguiente, la empresa mandó un camión y se llevó aquella máquina prodigiosa. Mi padre volvió a trabajar de sastre, convirtiéndose en un hombre más melancólico y más sensato. No, más sensato, no. Únicamente más melancólico, ya que sus trece dólares habían desaparecido para siempre. Habría sido exactamente igual que se los hubiera dado a Chico.
EL HOGAR ESTA ALLÍ DONDE CUELGAS TU CABEZA
Hasta donde puedo recordar, mi abuela y mi abuelo vivieron con nosotros en todos los pisos de Yorkville que íbamos ocupando por aquella época. Habían sido artistas en Alemania: él era ventrílocuo y ella tocaba el arpa haciendo gorgoritos mientras tiraba de las cuerdas. El nombre del abuelo era Lafe Schoenberg y el nombre de la abuela Fanny. (En aquellos días, el nombre de Fanny conservaba aún ciertos vestigios de respetabilidad.) Cuando él cumplió cincuenta años, emigraron a América.
Lafe vivió hasta los ciento un años y, al hacerlo, se burló descaradamente de todas las normas de longevidad. Fumaba al día diez largos cigarros de tabaco negro que liaba con los desperdicios de una fábrica de tabaco. Entre cada cigarro, fumaba una pipa que poseía toda la fragancia de un viejo traje hecho de gruesa ropa interior ardiendo en una bodega húmeda. Cuando quería estar solo, le bastaba entrar en una habitación con su pipa. Una bocanada de su incinerador en miniatura hacía que sus ocupantes salieran precipitadamente en busca de aire puro. Su pipa podía dar a cualquier carroña de este mundo una lección de pestilencia. Intentamos ocultársela, pero siempre era capaz de seguirle el rastro por el olor.
Lafe bebía un cuartillo de whisky al día. No se trataba de buen whisky, sino de un mejunje hecho de los residuos de una pequeña destilería que se consideraba muy feliz con tal de quitárselos de encima. La vista de Lafe era tan buena como la de Daniel Boone y hasta los noventa y cinco años nunca usó gafas. Tenía una figura tan tiesa y erguida como un poste de teléfono y era casi igual de alto.
Dado que ni mi abuelo ni mi abuela hablaban inglés, les fue imposible conseguir un contrato teatral en América. Por alguna razón curiosa, parecía que de hecho nadie se interesara por un ventrílocuo alemán y una señora que tocaba el arpa haciendo gorgoritos en una lengua extranjera.
Lafe, desanimado ante el modo como había sido recibido en el nuevo país desde el punto de vista teatral, decidió de mala gana abandonar el asunto del espectáculo y, por cierta razón inexplicable, eligió una carrera que fuera lo más alejada del teatro que pueda concebirse. Sin haber reparado jamás un paraguas, decidió tras larga deliberación convertirse en un remendón de paraguas. Por el número de paraguas que reparó, aquella debió de ser la estación más seca en la historia del departamento meteorológico de Nueva York. Durante un año entero reparó exactamente siete paraguas por una suma total de doce dólares y medio. Difícilmente podía considerarse esto como una suma importante y, sin duda, no era suficiente para mantener a un hombre y a su esposa en un nivel de vida lujoso. Lamiéndose las heridas, Lafe decidió retirarse del negocio de reparar paraguas y embarcarse en una nueva carrera. La nueva carrera consistió en no trabajar ni un día más hasta su muerte, acaecida cuarenta y nueve años más tarde.
* * *
Cuando mis abuelos llegaron a América, al principio mi abuela solía tocar el arpa y cantar cada día. A medida que iban amontonándose los informes acerca de la carrera de su marido en el negocio de reparar paraguas, los cantos fueron cesando gradualmente. Al cabo de cierto tiempo, la pequeña arpa fue retirada y arrinconada, de manera que no volvió a oírse otra vez... hasta que un día Harpo la descubrió. Algunas cuerdas se habían perdido y no tenía pedales para los bemoles y los sostenidos. Sin embargo, para un muchacho cuyo único instrumento musical hasta entonces había sido un pito de hojalata de diez centavos, aquella pequeña arpa tenía comparativamente toda la majestad de un piano de cola. Con el tiempo, Harpo sacó a mi madre el dinero suficiente para llegar a sustituir las cuerdas que faltaban. Pronto supo tocar cualquier canción sencilla, suponiendo desde luego que no tuviera bemoles ni sostenidos.
Un día el arpa desapareció. Harpo se puso frenético. Registró nuestro piso una docena de veces. La buscó en la portería, en la calle, en el vecindario. El arpa había desaparecido de un modo tan misterioso como si se la hubieran llevado unas manos invisibles. El hecho era que al arpa se la
habían
llevado unas manos invisibles, pero nosotros sabíamos demasiado bien por experiencia previa que las manos invisibles pertenecían a Chico.
A Harpo nadie podía consolarle. Sin su querida arpa, el mundo no era más que un planeta vacío. Las instrucciones que mi madre dio a mi padre fueron breves y directas.
—Sam, ve a la casa de empeño de la Tercera Avenida. En alguna parte de la tienda encontrarás el arpa que se ha perdido.
Tras mucho regatear, mi padre hizo un trato con el propietario de la casa de empeños. A cambio del arpa, le prometió que le confeccionaría un par de sus famosos y mal entallados pantalones. Al atardecer de aquel día, trajo triunfalmente a casa el instrumento y lo colocó de nuevo en su sitio. Hecho esto, procedió a zurrar de mala manera a Chico. Por suerte para Chico, su piel estaba hecha de materia dura. Los zurriagazos ocasionales que recibía nunca parecían disuadirlo de su búsqueda constante y frenética de dinero en efectivo. En aquella época, Chico tenía tres hogares: la casa de empeños, el salón de billares y nuestro piso lleno de gente. Al piso venía únicamente en busca de alimento y de cobijo.
* * *
Siempre me ha maravillado el hecho de ver cómo unos mismos padres pueden engendrar clases tan diferentes de hijos. Chico, por ejemplo, tenía un cerebro tan rápido y tan preciso como una máquina calculadora. Podía resolver mentalmente problemas matemáticos más aprisa que yo con un lápiz, un papel y un tablero aritmético. Su mente trabajaba como la de esos prodigiosos ajedrecistas rusos que, a la edad de doce años, pueden enfrentarse tranquilamente con una docena de expertos ajedrecistas y, con unos cuantos movimientos mágicos, dejarlos fascinados, fastidiados y aniquilados. Con un olfato natural por las matemáticas, Chico tendría que haber seguido los pasos de Euclides o de Einstein, pero lo mismo que a todos nosotros la vida escolar nunca lo atrajo. Siempre tuvo buenas notas en la escuela estatal, pero no puso ningún interés en ello. Sus intereses residían muy lejos, en las jacas galopantes de Belmont y de Pimlico, en las diez canicas de su bolsillo lateral, en el bridge, en el póquer y en el pinacle, con apuestas siempre más altas de las que podía afrontar. Si no había la posibilidad de llevar a cabo una timba, jugaba un solitario y apostaba contra sí mismo.
Cuando éramos jóvenes, vivíamos en la calle 93 y jugábamos juntos a toda clase de juegos propios de muchachos: a policías y ladrones, a canicas, al gato y al ratón. Chico descubrió muy pronto que los mismos juegos se jugaban en la calle 94, pero que lo hacían por dinero. De esta manera, exceptuando las horas de comer y de dormir, veíamos a Chico muy poco. Nunca he llegado a entender cómo sacaba tiempo para practicar el piano. Se me ocurre que, para hacerlo interesante, debía de apostar siempre a si la primera nota de la pieza sería el do o el re.
Harpo era la persona sensata de la familia. Heredó todas las buenas cualidades de mi madre: amabilidad, comprensión y cordialidad. Yo heredé lo que quedaba. En aquella época, Harpo se dedicaba a hacer los recados de una carnicería y tenía muy poco interés en las provisiones que llevaba de un lado a otro por encargo de su amo. Sus pensamientos estaban a varias millas de distancia de las chuletas, de los solomillos y de los hígados de ternera. Se dedicaba a pensar en Beethoven, en Mozart y en Bach. Cuando Chico hacía prácticas de piano, mi madre solía sentarse a su lado con una escoba en la mano para asegurar que lo hiciera durante la media hora prescrita. Una vez terminada esta tarea obligatoria, Chico desaparecía. Tan pronto como la silla del piano quedaba vacía, Harpo corría hacia ella y se sentaba, experimentando acordes y escalas. Harpo tendría que haber recibido lecciones, pero costaban veinticinco centavos cada una y no había dinero suficiente para los dos.
* * *
Aunque teníamos muy poco dinero, fuimos a Europa cuando yo tenía cinco años. Mi madre procedía de una pequeña localidad de Alemania llamada Donum. Era una población de unos trescientos habitantes. En este número se incluían cuatro vacas que habían llegado accidentalmente de una localidad vecina.
Una prima nuestra iba a hacer este viaje con sus dos hijas pequeñas. Tenían seis y ocho años. A mi madre le habría gustado llevarnos a todos, pero había pedido prestado el dinero a su prima y sólo había dinero para llevar a dos. Sin desear manifestar ninguna parcialidad, nos reunió a todos y nos explicó que únicamente podrían ir dos. Añadió que los dos que no fueran conseguirían cada uno un tren de juguete de tres dólares. Harpo y Gummo, con su agudeza acostumbrada, prefirieron quedarse con los trenes de juguete. De esta manera mi madre, Chico y yo, juntamente con las dos niñas y su madre, nos embarcamos en un tonel que únicamente podía llamarse un barco de pasajeros porque transportaba a un centenar de pasajeros empobrecidos.
En aquella época, mi madre era muy joven y muy bonita, y un individuo joven que transportaba cincuenta caballos a Alemania (probablemente para convertirlos en mortadela) la perseguía incansablemente por todo el barco. Ella era feliz en su matrimonio y no deseaba tener relaciones con él ni con nadie más. Por lo demás, olía siempre como un caballo. El infierno no conoce una furia semejante a la de un posible amante rechazado. Así, la noche antes de que el barco llegara a Bremen, vino a nuestro camarote, nos despertó, nos dio a cada uno una pastilla de chocolate y nos explicó que había una fiesta de disfraces en cubierta y que mi madre nos pedía que subiéramos desnudos. Éramos muy jóvenes y dormíamos tranquilamente, pero cuando agitó aquellas pastillas de chocolate bajo nuestras narices no vacilamos. Al presentarnos en la fiesta, causamos una enorme sensación.