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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (12 page)

BOOK: Groucho y yo
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He de admitir que existía cierta justificación para la desgraciada reputación social del actor. La mayoría de nosotros robábamos un poco: cosillas sin importancia como toallas de hotel y pequeñas alfombras. Había unos cuantos actores que arramblaban con cualquier cosa que pudieran meter en un baúl. Un actor fue atrapado cuando intentaba escaparse con un enano que formaba parte de otro número. Nada estaba a salvo. La mayoría de los actores podían explicar dónde habían actuado durante toda la temporada con sólo mirar los nombres de las toallas de hotel. Afortunadamente para los hoteles, la mayor parte de ellos resultaban demasiado caros para nosotros. En general, vivíamos en pensiones. El alojamiento y la comida costaban siete dólares a la semana, si la habitación era individual. Si dos ocupaban una habitación, la pensión costaba seis dólares cada uno. Si había tres en un cuarto, cinco y medio por cabeza. Conocí a un grupo de actores que nunca iban al hotel ni a las pensiones. Dormían en sus camerinos, en tiendas de campaña, y hacían sus comidas en un fogón portátil.

Aunque íbamos pobremente vestidos, éramos actores de Nueva York y supongo que parecíamos muy atractivos a las muchachas provincianas de las ciudades en que actuábamos. Naturalmente, los jóvenes de la ciudad nos odiaban y durante años nunca abandonamos un teatro por la noche sin usar los rompecabezas que llevábamos en los bolsillos posteriores de los pantalones.

Creo que llevaba ya diez años en el mundo del espectáculo cuando tuve una habitación con baño. Normalmente, las pensiones tenían un cuarto de baño en el extremo de un pasillo azotado por las corrientes de aire y, por la mañana, cuando te deslizabas por el corredor, podías ver cómo cuatro o cinco cabezas de sexos diferentes se asomaban por las puertas entreabiertas, esperando que se abriera la puerta del cuarto de baño. Cuando al fin sucedía esto, las carreras a lo largo del pasillo ponían de manifiesto algunas partes bastante generosas de anatomía. Los cuartos de aquellas pensiones contenían por lo general una cama de hierro, un colchón voluminoso, una alfombra delgada, un jarro y una jofaina. Dobladas encima del jarro había dos toallas finísimas para la cara y dos toallas raídas de baño. Tenían que servir para toda la semana. Al final de la semana, las toallas estaban tan sucias, que preferías dejarlas y esperar a que el aire te secara. Si tenías la suerte de ir a parar a una pensión en la que la patrona fuera una viuda o tuviera unas cuantas hijas, las cosas eran a veces un poco más fáciles.

* * *

Estábamos actuando para Gus Sun en Cincinnati y vivíamos en un hotel lleno de pulgas que, por el buen nombre de Cincinnati, espero que por esta época haya ya desaparecido.

La cadena Gus Sun constaba de una serie de pequeños teatros de variedades esparcidos por Ohio y unos cuantos estados vecinos. Los espectáculos consistían en cinco representaciones que se llevaban a cabo a las dos, a las cuatro, a las seis, a las ocho y a las diez. El resto del día estaba a tu disposición, a menos que el negocio funcionara bastante bien. En este caso, el empresario introducía una o dos representaciones más por las que no te pagaban nada.

El teatro cómico que había más abajo de la calle presentaba un espectáculo que se llamaba «Las muchachas fugitivas de Cook». No sé de qué huían las chicas, pero debían de huir del espectáculo en que trabajaban. La compañía entera vivía en un hotel y, por la noche, después de nuestras cinco representaciones, solíamos ir a su hotel y sentarnos en el vestíbulo para contemplar con avidez a las muchachas, del mismo modo que un chico pobre y desvalido contempla el escaparate de una pastelería.

Desde el punto de vista teatral, nos encontrábamos en el nivel más bajo de la escala social. Cinco representaciones al día en un teatro de variedades de diez centavos constituían más o menos lo más bajo que uno podía conseguir. Las únicas cosas que estaban por debajo de nosotros eran los espectáculos de carnaval, los circos de una sola pista y los taimados charlatanes que vendían medicinas y falsos remedios en las esquinas de las calles a los inocentes mirones.

La compañía cómica empezó a actuar un día antes que nosotros, de manera que tuvimos la ocasión de ver su espectáculo. Era espantoso. La primera actriz tenía cuarenta y cinco años y pesaba aproximadamente ochenta kilos. Su vestido consistía en unos andrajos de seda blanca muy ceñidos y en una bandera americana envuelta alrededor de su amplia cintura. La bandera me intrigó. Al principio pensé que la llevaba porque estaba orgullosa de ser americana, pero después de ver su actuación decidí que se la ponía simplemente como medida protectora.

El director del espectáculo tenía esposa y varios hijos en Brooklyn. Sin embargo, a pesar de estas trabas matrimoniales, estaba perdidamente enamorado de su primera actriz. Estaba tan perdidamente enamorado como un viejo de sesenta años puede estarlo de una marchita figuranta de cuarenta y cinco.

Cada noche, después de nuestras cinco representaciones, nos encaminábamos hacia su hotel y merodeábamos por el vestíbulo, con la esperanza de poder relacionarnos con las muchachas coristas. Una noche el director del espectáculo se fijó en nosotros.

—¿Sois actores, muchachos? —preguntó.

—Sí —respondimos con orgullo al unísono—. Trabajamos en el teatro de Gus Sun, en esta misma calle.

No pareció impresionarse demasiado por este punto. Quizás había visto nuestro número. En todo caso, prosiguió diciendo:

—Mañana es el cumpleaños de mi chica y, como vosotros pertenecéis también al mundo del espectáculo, quedáis todos invitados a cenar cuando acabe la última representación.

¡Qué suerte! No sólo teníamos una comida gratis, sino también la oportunidad de poder relacionarnos con aquellas veinticuatro monadas del
strip-tease.

Freddy, un chico que en aquella época trabajaba en nuestro número, era un muchacho realmente ingenuo. Cuando firmó el contrato para trabajar con nosotros, nos dijo que él siempre decía la verdad y que nunca iba con segundas. Si había alguna cosa que no podía soportar, era un hipócrita.

—Siempre que tengo algo que decir —se vanagloriaba—, voy directo y lo digo.

Aquella noche quedó orgulloso de sí mismo.

En la mesa del banquete, la velada transcurría afablemente. Cada uno de los hermanos estaba sentado junto a una encantadora corista y todos sentíamos que el amor no era algo que estaba únicamente en el aire, sino que una vez terminada la velada el amor (o un facsímil razonable) tenía una probabilidad bastante buena de consumarse.

Cuando trajeron la tarta de cumpleaños, todos cantamos aquello de «Cumpleaños feliz» y luego el amigo de la primera actriz, el director (ligeramente bebido), se levantó vacilante y empezó un elogio romántico sobre la dama gorda y flatulenta de sus amores. Las palabras y la emoción habrían sido dignas de Patrick Henry. En cierto punto de su declaración pública de amor, el director dijo:

—Es difícil creer que esta damita haya alcanzado todo este éxito a la tierna edad de treinta años.

Freddy, que igual que nosotros estaba allí únicamente por la generosidad y la amabilidad del orador, se puso en pie y con voz fuerte y clara anunció:

—¡Ah! ¿Sí? ¡No me dejaría colgar por cada año que pasa de los cuarenta!

Por un momento hubo un silencio de muerte. Luego se oyeron rumores de voces furiosas que fueron aumentando en rápido
crescendo
, el sonido de varias sillas volcadas y el de cualquier objeto agarrado que pudiera servir de arma. El orador, blandiendo un largo cuchillo, avanzó lentamente y con aire asesino hacia el honrado Freddy. Gritos de «¡Matad al pequeño bastardo!», resonaron en el salón del banquete. Harpo, Gummo y yo, siguiendo el ejemplo de Freddy que se retiraba apresuradamente, empezamos a separarnos de mala gana de las chicas sentadas a la mesa y a encaminarnos hacia la salida. Por entonces, sin embargo, toda la compañía cómica, perfectamente armada con vasijas y cubiertos, había decidido no solamente matar a Freddy, sino deshacerse también de sus tres compañeros. Empezó una persecución alrededor de la mesa, a lo largo del salón, en el vestíbulo del hotel y por la calle principal. A los ciudadanos de Cincinnati debió de parecerles extraño ver a cincuenta hombres y mujeres casi borrachos persiguiendo a cuatro muchachos por la calle principal de la ciudad. Sólo una carrera un tanto fantástica por nuestra parte nos permitió escapar sin heridas mortales. Aquella noche, más tarde, nos ocupamos de Freddy y le demostramos que la honradez no es siempre la mejor política.

* * *

Actualmente, con los actores, los músicos y todas las artes afines sindicadas, resulta difícil concebir las relaciones que existían en aquellos tiempos entre el actor y el empresario teatral. Lo que Enrique VIII fue para la historia de Inglaterra y Torquemada para la Inquisición española, el empresario teatral era para las variedades. Sus poderes eran absolutos. Si incurrías en su desagrado, podía multarte o despedirte, aunque «despedir» es un eufemismo para indicar que eras arrojado violentamente del teatro. No existía ninguna posibilidad de apelación. Él era juez, jurado y verdugo. Un mal informe suyo a la oficina de contratos podía significar la cancelación de toda tu gira. Incluso si tenías la suerte de poseer un contrato escrito, no significaba nada. Él podía destrozarlo y echártelo a la cara.

No mencionaré el nombre del teatro ni el del empresario, aunque esto ocurrió hace ya mucho tiempo. En la época en que sucedió esta historia hacíamos un número musical con nueve chicos, nueve chicas y una clase especial de escenario. Nos habíamos elevado un poco por encima de la cadena Gus Sun y ahora Chico actuaba también en el número. Yo era el que madrugaba más de los hermanos, de manera que cada semana se me encargaba la tarea de ensayar la música de la coreografía. Cuando entré en el teatro aquel lunes concreto por la mañana, mi aspecto era bastante bueno. Llevaba un sombrero de colores, una chaqueta de Norfolk con cinturón, un bastón y unos zapatos magníficos de piel, mientras iba fumando educadamente un cigarro largo y barato. Constituía de este modo una figura bastante representativa del actor pobremente vestido y falto de recursos.

Mientras estaba allí de pie, fumando felizmente mi petardo, el empresario, un gorila inmenso que en otros tiempos había conseguido un éxito considerable en el boxeo, se abalanzó sobre mí.

—¿Fumando, eh? —vociferó—. Fumar entre bastidores constituye una violación de las normas teatrales. ¡Tienes una multa de cinco dólares!

Al mismo tiempo, me arrancó de los dientes mi cigarro de diez centavos, lo tiró al suelo y lo pisoteó.

La reputación de aquella bestia la había precedido. Era conocido y temido en toda la cadena. Una vez combatió con Tommy Burns, campeón del mundo de los pesos pesados, consiguiendo combate nulo. A pesar de que yo no era un cobarde, tampoco estaba loco.

Retrocediendo con cuidado, tartamudeé:

—¡Eh...! ¿Cómo se le ocurre destrozar mi cigarro? Usted no puede ponerme una multa...

—¿Que no puedo, eh? —me interrumpió—. ¿No ves ese letrero de ahí arriba que pone Prohibido fumar?

—No, no lo veo —repliqué de forma desafiante.

—Bueno, ven conmigo y te lo enseñaré.

Agarrándome por el cuello de la chaqueta, me arrastró hasta un pequeño letrero colocado en la pared posterior. Decía: Cualquiera que sea atrapado fumando será multado con cinco dólares.

Aquella mañana, más tarde, cuando Harpo, Gummo y Chico decidieron que ya habían dormido bastante por una noche, los tres condescendieron en venir al teatro. Al entrar en nuestro camerino situado en el sótano, encontraron a un actor desanimado y bastante asustado. Les conté con pesar los sucesos de la mañana: la pérdida de mi cigarro y los cinco dólares que iban a descontar de nuestro salario cuando terminara el contrato.

En aquella época ganábamos novecientos dólares a la semana. Esto parece una buena cantidad de dinero. Sin embargo, actuaban dieciocho personas en el número y, con el equipaje, los gastos del tren y la comisión de la agencia, nos quedaba un promedio aproximado de treinta y cinco dólares por cabeza. Una multa de cinco dólares no nos habría arruinado, pero éramos rebeldes. Tras un breve consejo de guerra, notificamos al empresario (no personalmente, sino a través de un mensajero) que, a menos que rescindiera la multa, no proseguiríamos actuando. No es que fuéramos muy valientes, pero éramos cuatro y decidimos que no podría pegarnos a todos a la vez. De hecho, no teníamos ningún interés en someter a prueba esta teoría, pero todos llevábamos rompecabezas, armas bastante dañinas cuando eran empleadas adecuadamente, y si era necesario las emplearíamos. Sabíamos una cosa: si no actuábamos, el empresario se quedaba sin espectáculo. Atravesó rápidamente los bastidores y bajó a nuestro camerino. No hacíamos ningún esfuerzo por quitarnos la ropa de calle ni estábamos dispuestos para la primera representación.

—¡Eh, muchachos! El espectáculo empieza dentro de media hora y más os vale que os preparéis para actuar —nos amenazó.

—No va a haber ningún espectáculo —dijimos—. Retire la multa de cinco dólares y actuaremos. Si no lo hace, volveremos al hotel y lo dejaremos aquí con el público. ¡Haga usted el espectáculo!

Ésta era una actitud con la que aquel bruto nunca se había encontrado anteriormente. Si un pequeño grupo de actores se rebelaba, podía echarlo y tenía aún espectáculo. Pero el espectáculo éramos
nosotros.
Si no aparecíamos en escena, su teatro se quedaba a oscuras. Se puso furioso, nos amenazó, nos lisonjeó. Nosotros permanecimos sentados, impávidos e impertérritos, balanceando tranquilamente de un lado para otro nuestros rompecabezas.

Bajo nuestra fingida indiferencia, sin embargo, estábamos bastante nerviosos. Estábamos tan nerviosos por la perspectiva de perder nuestro salario de novecientos dólares como lo estaba él de quedarse con un teatro cerrado en las manos. Todos nosotros necesitábamos el dinero. Precisamente faltaba una semana para Navidad y el Ejército de Salvación se dedicaba a recoger limosnas para las comidas que organizaban en las esquinas de la ciudad. No teníamos ningún deseo de tomar parte en aquellos banquetes.

Chico, el Disraeli de su época, siempre conciliador, salió finalmente con una de sus ocurrencias:

—Le diré lo que vamos a hacer. Nosotros pagaremos los cinco dólares de multa, si usted añade otros cinco dólares de su parte. Luego entregaremos los diez dólares al Ejército de Salvación.

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