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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (22 page)

BOOK: Groucho y yo
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Le escribí una carta en la que le decía:

Querido Irving
:

Me ha gustado ver tu cara en el
Times
del último domingo y, a pesar de que fuiste incapaz de hacer una canción para
Cocoteros
que obtuviera cierto éxito, todavía creo que eres un individuo en el que se conjugan Beethoven y Shelley.

Ahora hablemos de aquella canción. Si hubieras fracasado como autor de canciones, yo nunca la cantaría. Cantaría «Una muchacha tan bonita como una melodía», «¡Oh, cómo detesto levantarme por la mañana!», «La pandilla del furioso Alejandro», «Dito con música» y «Dios bendiga a América». Sin embargo, dado que te has convertido en una leyenda de nuestro tiempo, estoy seguro de que este único desastre lírico no puede perjudicarte.

Cuando no estás presente, siempre me refiero a ti como el hombre que tenía más canciones famosas en «Annie toma su fusil» que el fabuloso Stephen Foster tuvo durante toda su vida.

Sinceramente tuyo
,

Groucho.

Como réplica, admitió que era verdad que en
Cocoteros
no había ninguna canción de éxito, pero se defendió diciendo que no toda la culpa era suya. Parece que había presentado una canción a Sam Harris, el productor, y se la había interpretado. Harris la escuchó atentamente y dijo que aquella canción nunca sería un éxito. La canción era «Always».

—Quizá —acababa diciendo Berlin— sea ésta la razón por la que no había ninguna canción en
Cocoteros
capaz de ser un éxito.

* * *

En 1928 estábamos dispuestos a presentar en Nueva York
Animales locos.
Además de todos los problemas que surgen en el lanzamiento de una nueva comedia en Broadway, nos encontramos en medio de una sórdida
vendetta
entre los Shubert y Winchell. Se trataba de un perfecto ajuste de cuentas: a quien los dioses quieren destruir, etc. Bueno, ya sabes cómo es el resto de la frase. Si no lo sabes, puedes encontrarla en el libro
Citas de Bartlett
, probablemente indicada con el signo de «Ibid».

A mediados de los años veinte, Walter Winchell estaba encaramado en las alturas. Su columna habitual constituía algo definitivo y, además de esta columna, hacía la crítica de las obras que se representaban en Broadway. No obstante, todavía más poderosos que Winchell eran los Shubert, Jake y Lee, soberanos casi absolutos de todo aquello que supervisaban. Igual que todos los productores, apreciaban a los críticos cuando sus espectáculos conseguían buenas críticas y los odiaban cuando sus espectáculos eran maltratados. Winchell había lanzado unos cuantos dardos envenenados contra algunas de sus producciones más recientes y estaban terriblemente airados. Estaban lo suficientemente airados como para determinar que Winchell tenía la entrada prohibida en cualquiera de sus teatros.

No voy a defender a los críticos. El hecho es que no sé para qué sirven. Con todo, sea la que sea, tienen derecho a cumplir su misión en el teatro de cualquier empresario, por desastrosas que sean las consecuencias.

Durante años he reflexionado sobre los críticos. (Aquí lo hago otra vez.) Es obvio que una obra se escribe para cierto público. Sin embargo, si los críticos se dedican a tumbarla, ese público ya no tiene ocasión de verla. ¿Quién decidió en un principio que la función del crítico consistía en «educar» al público? Si aquellos que asisten a la noche del estreno de una obra salen contentos y satisfechos, ¿por qué no ha de permitirse que la vea el resto del público que suele ir a ese teatro?

A Somerset Maugham, en
The Summing Up
, le preguntaron por qué había dejado de escribir para el teatro. Dijo que resultaba demasiado difícil complacer a la vez a la criada que se sienta en el tercer piso y al crítico del
Times
de Londres. «Creo que puedo escribir para ambos», declaró, «pero no puedo gustar a los dos. Sus gustos son demasiado dispares».

Acostumbraba a haber unos noventa o cien teatros oficiales en la ciudad de Nueva York. Actualmente existen unos veinte. Las obras cómicas y las de gran público han desaparecido virtualmente de la escena. Hay numerosas obras que tratan del problema racial, de los homosexuales, de la generación joven, de los dipsómanos y de los alienados mentales, pero quedan muy pocas cosas divertidas en los escenarios. Creo que la ausencia de unas estrepitosas carcajadas es particularmente responsable de la situación actual del teatro. Se le ha quitado la mayor parte de su alegría y ha sido eliminada por los críticos.

Un crítico renombrado (no hay ninguna necesidad de mencionar su nombre) escribió recientemente sobre una obra titulada
He ganado un millón
, protagonizada por Sam Levene. He aquí lo que escribió: «Esto no constituye tanto una crítica como una confesión. Pasé buena parte de la noche de ayer riéndome con una obra muy mala».

Ahí tienes. Ese crítico se pasó toda la noche riendo, pero al fin decidió que se trataba de «una obra muy mala». La única pretensión del espectáculo era hacer reír a la gente y lo conseguía. No se anunciaba que iban a representar
El rey Lear
o
La muerte de un viajante.
Lo único que prometían era representar una comedia divertida, pero esto no era suficiente para aquel crítico.

Sería interesante saber quién decidió que aquellos seis críticos instalados en Nueva York y una docena de otros asesinos esparcidos por el país fueran elegidos para ser los guardianes oficiales del gusto público. ¿Por qué no se apartan del teatro durante unos cuantos siglos y dan al público normal la oportunidad de ver lo que desea ver? Date cuenta de que no atacan a la industria del automóvil. ¿Sabes por qué? Porque la empresa injuriada retiraría en seguida su publicidad. Ningún periódico publica algo que diga: «No compre esas espantosas camisas que los almacenes Delaney venden por diez dólares y setenta y ocho centavos». Nadie te advierte que no leas el último número del
Saturday Evening Post
porque «no está a la altura de la edición que hicieron la semana pasada».

Si les preguntas por qué no critican los nuevos coches o los tostadores eléctricos que la «General Electric» está manufacturando, siempre te dan la misma respuesta vetusta y pasada de moda: «Bueno, mira, ésos son productos industriales y nosotros no criticamos mercancías ni negocios. Nosotros hacemos únicamente crítica de arte». Bien, pues, el mundo del espectáculo no es un arte. Es un negocio. Si no lo crees, pregúntaselo a cualquier productor que acabe de perder trescientos mil dólares en un espectáculo que ha gustado al público, pero no a los críticos.

Creo que, si los críticos de Nueva York empaquetaran sus máquinas de escribir, se fueran a la Mongolia exterior y se quedaran allí unos diez años, el teatro volvería a florecer como a principios del 1900, a pesar de la competencia de la televisión, del cine, de las boleras y del sexo.

(Después de esta pequeña diatriba, no me atrevería a presentarme en Nueva York ni con la mejor obra que jamás se haya escrito.)

* * *

Pero volvamos ahora a Winchell y a los dos pequeños zares, Jake y Lee. Parecía que no importaba quién ocupase el sitio de mando. En aquel momento eran simplemente los Shubert. Ahora que estaban encaramados en lo alto, empezaron a hacer sentir su poder, aproximadamente del mismo modo como lo habían hecho sus predecesores. Habían decretado la orden de excluir a Winchell y su palabra era ley. Íbamos a presentar nuestra obra en uno de sus teatros de Nueva York,
Animales locos
, y no iba a permitírsele que entrara en el teatro.

A estas alturas ya sabrás que no soy un entusiasta de los críticos (como tampoco de otras cosas). Sin embargo, juntamente con Sam Harris, el productor que había hecho también
Cocoteros
, habíamos invertido nuestro dinero en este espectáculo y no veíamos la razón de por qué los Shubert habían de tener derecho a impedir que alguien lo presenciara o hiciera su crítica. Nosotros poníamos el talento, el dinero y la producción entera. A cambio, ellos nos alquilaban su teatro y por esta contribución relativamente insignificante se quedaban una parte sustanciosa de la recaudación. Al fin y al cabo, se trataba del principio fundamental del Motín del Té de Boston. No era demasiado importante el hecho de que Winchell hiciera o no la crítica de la obra. Lo que nosotros defendíamos era su derecho a entrar en el teatro o, más bien, nuestro derecho a dejarle entrar.

Vestimos a Winchell con uno de los disfraces de repuesto que tenía Harpo: peluca roja, bocina y bastón; permaneció así entre bastidores y pudo ver la representación completa. El gerente teatral de los Shubert, un individuo suspicaz por naturaleza, no podía comprender por qué había dos Harpos entre bastidores, pero le explicamos que a veces Harpo sufría ciertos ataques y que, en estos casos, era necesario que estuviera preparado un sustituto, dispuesto a aparecer en su lugar. Bueno, el espectáculo prosiguió, Winchell hizo la crítica y los Shubert no descubrieron nunca de qué manera había logrado hacerlo.

Los Shubert no eran algo fuera de lo normal. No eran más déspotas que Klaw, que Erlanger o que cualquier otro reyezuelo de los que infestaban la industria de los espectáculos ligeros.

Durante el reinado de K. y de E., un caballero llamado general Lew Wallace terminó su obra maestra:
Ben Hur.
La novela amenazaba con ser no solamente el libro del mes, sino también el libro del año, y el público lector la acogió con el mismo entusiasmo con que una generación posterior acogería
Lo que el viento se llevó.
Todo el mundo no hacía más que hablar de aquel libro que se compraba a millares. Las noticias llegaban finalmente a los oídos de Klaw y de Erlanger.

Por lo que se refiere a la envergadura, se parecían a Weber y a Fields. (Weber y Fields se parecían a Mutt y a Jeff, y si no sabes a quiénes se parecían Mutt y Jeff... bueno, pues, se parecían a Klaw y a Erlanger.) Klaw era el individuo alto y Erlanger el individuo bajo. La única diferencia estribaba en que Klaw, de un modo distinto a Lou Fields, nunca había metido sus dedos en un ojo de Erlanger a fin de dar énfasis a un punto de vista.

Cuando acabaron de leer el libro, temblaban de excitación. Telefonearon rápidamente al general y le dijeron que estaban ansiosos de negociar con él con respecto a los derechos dramáticos de la obra. Si tenía interés en ponerlos a su disposición, añadió Klaw, enviaría inmediatamente a Erlanger a la casa del general en Louisville, donde podrían ultimar los detalles financieros.

Erlanger era un individuo de aspecto hebreo que ostentaba un lánguido barrigón, un cigarro caro y un sombrero flexible. A la mañana siguiente, fue conducido a la augusta presencia del general por un criado que era exactamente tres años más joven que Noé. En comparación, el general parecía un chiquillo, aunque tenía alrededor de setenta años. Resultaba difícil decir qué altura tenía, ya que en aquel momento se encontraba hundido en un profundo sillón.

Al entrar el señor Erlanger, la expresión que había en la cara del general era de una indiferencia rayana en lo sobrenatural. Por lo visto, el señor E. estaba acostumbrado a esta falta de cordialidad cuando se trataba de llevar a cabo un negocio y sabiamente ignoró la actitud del general. Sin ganas de perder el tiempo, pasó inmediatamente al punto fundamental de la cuestión.

—Mi nombre es Abe Erlanger y creo que usted ya sabe por qué estoy aquí. Tanto mi socio como yo hemos leído
Ben Hur
y pensamos que es un hito inigualable en literatura. Estamos seguros de que puede convertirse en una gran obra teatral y tenemos un interés enorme en comprarle los derechos de representación. Vemos que tiene todos los elementos para ser un éxito aplastante y, si llegamos a cerrar un trato, planeamos llevar a cabo la carrera de cuadrigas ¡en una plataforma situada en el centro del escenario! Como usted sabe, somos los productores de las obras teatrales que tienen más éxito en todo el mundo y poseemos recursos para presentar esta obra al público que va al teatro con toda la magnificencia que merece su gran historia. Para que vea que apreciamos su trabajo, estamos dispuestos a pagar cualquier precio que sea razonable.

El general escuchó el discurso con los ojos cerrados. Por un momento, Erlanger pensó que su elocuencia había sumido al anciano en un trance hipnótico, pero al fin el general abrió un ojo y miró fijamente al señor E. Luego fue abriendo poco a poco el otro ojo.

—Señor Erlanger —dijo con voz apagada—, ¿ha comprendido usted el significado de este libro? Me refiero, señor, a su significado religioso —su voz empezó a elevarse de tono—. Este no es precisamente un libro para ser llevado a la escena por lucro financiero. Se trata de la culminación de toda una vida de investigaciones eclesiales, escrita desde el lugar más profundo y recóndito de mi alma. Este libro no ha sido escrito meramente con intenciones de lucro monetario, aunque —se apresuró a añadir— me doy perfecta cuenta de sus posibilidades financieras. Tengo que estar seguro de que quienquiera que tenga el privilegio de llevar al teatro esta historia sea un alma de sentimientos afines. Su concepción del cristianismo ha de hacer vibrar en mi corazón una cuerda similar y conseguir que tanto el pagano como el ateo se den cuenta de que nuestro salvador era el Hijo de Dios.

Se levantó entonces del sillón y con paso vacilante se acercó al pequeño Erlanger con toda su estatura. Agitando un dedo huesudo y marchito bajo su nariz, le preguntó:

—Señor Erlanger, ¿cree usted en nuestro Señor Jesucristo?

El señor E. habiendo pasado toda la vida en el mundo del espectáculo, raramente se quedaba sin encontrar una respuesta adecuada. No obstante, aquello era algo que quedaba un tanto alejado del área en que estaba acostumbrado a moverse. Momentáneamente aturdido, se tambaleó de un lado a otro como un boxeador demasiado confiado que acaba de ser golpeado por un adversario inferior que ha tenido la fortuna de atizar un buen golpe.

Al fin, sacudiendo su cabeza para librarse de su estado de estupefacción y de somnolencia, respondió con palabras que no sólo desconcertaron por completo al anciano general sino que, en mi opinión, tendrían que calificarse como una de las contestaciones verbales de mayor importancia de todos los tiempos.

—General —dijo—, usted me pregunta si yo creo en Jesucristo. Bueno, francamente, no. Mi socio, Klaw, sí que cree, pero está en Boston.

* * *

Las relaciones existentes entre el actor de variedades y E. F. Albee, el jefe de la oficina general de contratación, eran bastante primitivas. Se basaban en el mismo principio que existió en el Sur antes de que Fort Sumter fuera pasto de las llamas. Albee era el propietario de una inmensa plantación algodonera y los actores eran sus esclavos. Por ejemplo, si tenías una cita con él a las once de la mañana, quizá podías verlo a las cuatro de la tarde, teniendo mucha suerte. Se trataba de algo hecho a propósito. Era ciertamente una táctica muy simple, pero desde el punto de vista psicológico resultaba de una eficacia terrible. La espera constante en la antesala de su despacho contribuía a que el temor de Dios se introdujera en la mente de los actores. A veces sus ayudantes lo arreglaban de tal modo, que ni siquiera conseguías verlo.

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