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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (34 page)

BOOK: Groucho y yo
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—Lo siento, señor Ritz...

—¡Marx, si no le importa!

—... pero no tenemos ningún licor fuerte en la casa. Mire usted, soy miembro de los Rosacruces y, como usted sabe, son enemigos acérrimos de las bebidas alcohólicas. Mi pequeña bebe un poco —se apresuró a decir—, pero únicamente en público, en algún cabaret. Dice que esto la hace parecer más sofisticada.

(Lo que ella no sabía y yo descubrí aquella misma noche, más tarde, era que «su pequeña» podía competir perfectamente en cualquier concurso de bebedores.)

—Lamento no tener whisky —prosiguió diciendo la vieja—, pero puedo ofrecerle una botella de cerveza dulce.

Habiendo comido pescado ahumado para almorzar, tenía sed suficiente para beber incluso agua de castañas.

—Muy bien —dije—, tráigame la cerveza dulce.

—Bueno —replicó ella vacilante—, no sé si le gustará. La nevera está estropeada y estará caliente.

—En este caso tomaré agua simplemente.

—Creo que esto será lo mejor —dijo en tono confidencial—. Ya sabe usted que la cerveza dulce está cargada de azúcar. El médico me ha dicho que, si no dejo de beberla, me volveré diabética antes de que usted pueda decir esta boca es mía.

Durante este animado diálogo, la mamá fue entrando y saliendo de la habitación, asegurándome que Daisy estaría lista en un «periquete». El «periquete» se alargó hasta tres cuartos de hora. Al fin apareció mi cita. Su aspecto era adorable y, cuando su perfume se mezcló con el mío, empezaron a saltar chispas. En aquel momento lamentaba tener treinta años más que ella. (De hecho, lamentaba tener treinta años más que cualquiera, pero no era hora de lamentaciones.)

Cuando nos dirigíamos hacia la puerta, su madre le hizo una última y tajante advertencia:

—Vigílalo, Daisy. Ya sabes que la gente del espectáculo tiene una reputación terrible.

Esta observación conmovió a la madre y, cuando partíamos, el rumor de sus sollozos y suspiros pudo oírse durante todo el camino que hicimos hasta llegar al coche.

* * *

Llegamos pronto al cabaret, donde el
maitre
nos escoltó hasta una mesa de primera fila con todas las reverencias y todos los agasajos debidos a mi posición. Para asegurarme de que esta falsa deferencia no se evaporaría con demasiada rapidez, le solté de mala gana tres pavos.

Antes de que el camarero pudiera abrir la boca para darnos las buenas noches, Daisy mandó que le trajera inmediatamente un whisky, sin hielo, sin agua, sin soda, sin limón, sólo whisky.

—Y póngalo doble —añadió.

Yo me lo tomé con soda.

Tras el segundo whisky doble, mi encantadora compañera abrió su corazón y empezó a obsequiarme con la historia de su vida. Según parece, procedía originariamente de Moline, Illinois. Después de llegar a Hollywood, había trabajado como camarera. Sin embargo, a la tercera semana, el propietario la había despedido.

—Me dijo que llevaba unos pantalones Capri tan estrechos, que los clientes masculinos perdían todo su interés por las especialidades de la casa —explicó—. Además, el hombre quería hacer reformas.

Había dicho a su jefe que lo único que pretendía era parecer atractiva, pero él indicó que había un lugar para aquella clase de pantalones y que aquel lugar no era un restaurante. Después trabajó en otros dos restaurantes. Sin embargo, a causa de su insistencia en llevar pantalones Capri, siempre había sido despedida. Al fin decidió que la única profesión en la que no tenía importancia qué clase de pantalones se llevaran era el mundo del espectáculo. Por lo visto, sabía más acerca del mundo del espectáculo que yo mismo.

Aproximándose un poco, prosiguió diciendo:

—¿Sabes? Hace poco conocí al ayudante del director de repartos de uno de los estudios cinematográficos más importantes. Cuando íbamos en el coche hacia su apartamento, me dijo que con un poco de práctica podía llegar a ser la segunda Kim Novak.

Volvió hacia mí sus grandes luminarias azules y, echándose hacia atrás su pelo, me preguntó:

—Dime, encanto, ¿qué tiene Kim Novak que no tenga yo?

—Francamente —dije—, no lo sé. Pero te prometo una cosa. Si alguna vez salgo con la señorita Novak, intentaré descubrirlo y te lo comunicaré. Ahora veamos —proseguí diciendo—. Dices que quieres trabajar en el mundo del espectáculo. ¿Tienes alguna experiencia teatral?

—Bueno, no..., no profesionalmente, quiero decir —luego añadió, sonriendo con satisfacción—, pero cuando estuve en la escuela elemental interpreté el primer papel de
Rumpelstiltskin
¡durante dos años consecutivos!

Debí de mirarla de un modo algo extraño, ya que se apresuró a añadir:

—¡Oh! Ya me doy cuenta de que necesito más práctica que ésta para convertirme en una gran estrella. Pero has de admitir que es un comienzo. Además, todo el mundo dice que lo único que necesito es un pequeño empujón y creo que, si tú te pusieras detrás de mí —dijo aproximándose más—, las cosas podrían ir muy bien.

Existía un buen número de respuestas obvias a esta afirmación, pero decidí mantener la boca cerrada. Permanecí allí sentado, aturdido por el efecto soporífero que producía su charla insustancial. Mientras la chica hablaba sin parar, me puse a pensar en mi interior: «¿Qué demonios estás haciendo aquí, escuchando todo esto, cuando podías estar jugando al póquer en casa de algún amigo, presenciando un partido de béisbol o incluso tomando un baño en White Sulphur Springs? ¿Por qué a mi edad insisto en meterme en estas situaciones insoportables?

El tiempo pasaba lentamente. ¡Oh, qué lentamente pasaba! No se puede hablar aquí de pies de plomo. ¡El tiempo se arrastraba ahora a gatas! Yo no era ya un muchacho y, tras el segundo whisky, empecé a sentir sueño. No importaba el tema que yo abordara con cuidado. Daisy necesitaba pocos minutos para desviar de nuevo la conversación hacia su carrera. ¿Has oído hablar de las variaciones sobre un tema de Haydn? Bueno, pues, aquella muchacha inventaba variaciones con las que Haydn nunca había soñado.

Pasaron tres horas largas y mortales, mientras mis tímpanos iban petrificándose poco a poco. Supongo que era algo debido únicamente a mi imaginación, pero me pareció que incluso sus atractivos empezaban a palidecer. Su rostro iba haciéndose tan aburrido como su diálogo y, por lo que a mi concernía, el sexo se había ido a pasar unas vacaciones... unas largas vacaciones. En lo único que ahora pensaba yo era en irme a la cama. No quiero decir con ella, sino completamente solo. Daisy había establecido una marca que perduraría largo tiempo. En tres horas, me había convencido de que era mejor el celibato. No creas que este episodio con Daisy fue una experiencia fuera de lo común. Me ocurría constantemente. Otros hombres conocían a chicas bien educadas y ricas, cuyos padres eran propietarios de grandes almacenes, pozos de petróleo o fábricas. Daba la impresión de que las hijas de los ricos no se interesaban por la carrera teatral. Lo único que querían era un matrimonio, una familia y un porcentaje razonable de los ingresos de su padre. Pero por lo que se refiere a mí, no encontraba más que margaritas, es decir, Daisys.

Capítulo XXII

MELINDA Y YO

Desde que empecé a escribir esta cronología analfabeta, mi editor (un sádico bien conocido) me ha estado presionando (¿presionando? ¡aguijoneando!) para que desvele algunos detalles íntimos de mi vida privada.

—Mire —me ha dicho—, hasta ahora lleva escritas ochenta mil palabras...

(Esto te dará una idea de la mezquindad de este hombre... Cuenta todas y cada una de las palabras como si fueran perlas.)

Luego prosigue, insistiendo en el mismo tema hasta el punto de producirte náuseas:

—Y sus lectores todavía no saben ni un maldito detalle referente a usted.

Crispándome ante su determinación de invadir mi esfera privada, dije a esta reencarnación del capitán Bligh:

—Señor, no creo que mi vida privada sea un asunto público. No escribo confesiones auténticas para una de esas revistas que llevan nueve anuncios diferentes para curar granos y diecinueve de fajas eléctricas. Tampoco escribo uno de estos libros que «van dirigidos a cualquiera» y en los que el protagonista es un borracho empedernido durante treinta años que luego explica cómo ha encontrado a Dios, a los alcohólicos anónimos o a todos juntos.

(Sospecho que, cuando estos individuos empezaron a beber, ya tenían planeada esa autobiografía escrita en colaboración con la esperanza de venderla alguna vez a unos estudios cinematográficos.)

Para aquellos lectores que insistan de entremeterse en mi vida privada, admitiré esto como máximo: estoy casado con una encantadora morena de ojos negros llamada Eden y tengo tres hijos. Dos de ellos ya son mayores. El tercero es una muñeca llamada Melinda que tiene trece años y cuya palabra es ley.

* * *

Hace unas cuantas semanas Melinda me mandó que fuera a su habitación.

—Papaíto —(siempre me llama así cuando me pesca desprevenido)—, he de dar una fiesta.

—Muy bien —asentí—. Invita a un par de chicos cualquier noche de éstas.

—No —dijo—, no creo que me hayas entendido. He de dar una fiesta
de verdad.

—Está muy bien. Invita entonces a cuatro chicos —dije yo en un arranque de genialidad.

Ella meneó la cabeza.

—Con cuatro chicos no hacemos nada.

—Melinda —repliqué—, no se hace nada con
ningún
chico. Pero, dime, ¿qué te propones?

—Bueno, papaíto, quiero que el próximo viernes vengan veintidós chicos y tú tendrás que quedarte en tu habitación hasta que se hayan ido a su casa.

—Para empezar —dije yo—, separemos las dos órdenes. Procedamos lentamente y con calma. En primer lugar, ¿por qué quieres que vengan veintidós chicos a mi casa?


Nuestra
casa —me corrigió.

—¿Qué hay de malo en traer cuatro chicos? Por otra parte, ¿te importaría apagar esa radio antes de que la destroce a patadas?

(Durante esta discusión, Melinda estaba haciendo sus deberes escolares, la radio funcionaba a todo volumen y la televisión estaba encendida, aunque sin sonido. También estaba acariciando un gatito que acababa de derramar el tintero sobre la alfombra nueva y cara que tenía en su cuarto.)

—¡Papaíto! —exclamó mirándome con aire enojado—. Ya sabes que no puedo hacer mis deberes sin la radio puesta.

—Melinda —repliqué—, lo que no puedes es hacer los deberes
con
la radio puesta, pero ya discutiremos esto más tarde. Veamos, ¿por qué han de venir veintidós chicos?

—Porque hace ya más de un mes que no he ido a ninguna fiesta.

—Yo tampoco he ido a ninguna —repliqué—, pero date cuenta de que en mi alfombra no hay tinta. Ahora dime: ¿por qué no has ido a ninguna fiesta hace ya más de un mes? ¿Tienes una de estas enfermedades espantosas sobre las que hablan constantemente en la televisión? ¿Eres antisocial en la cafetería? ¿Qué grandes defectos tienes para ser una muchacha marginada en el colegio?

—¡Oh, papaíto! —dijo ella—. Ya sabes que no me pasa nada. Se trata únicamente de que, si

no das alguna fiesta de vez en cuando, los chicos no te invitan a
sus
fiestas.

La tinta que se había derramado sobre la alfombra se había convertido ahora en un friso de intenso color azul y yo procedí a pasar al ataque.

—¿Qué supondrá esa fiesta por lo que se refiere a los preparativos?

—Nada, en realidad —dijo sonriendo espléndidamente—. Unas cuantas patatas fritas, Coca-Cola y caramelos.

Al oír el menú, se me hizo la boca agua.

—Muy bien —dije yo—, ya me ocuparé de ello.

* * *

Después del colegio, al día siguiente (la radio aún estaba bramando), Melinda vino a casa y me llamó.

—¿Estás listo, papaíto? Hemos de ir a la tienda de juguetes.

—¿A la tienda de juguetes? ¿Por qué hemos de ir a la tienda de juguetes?

—Para comprar cosas para la fiesta —explicó ella con paciencia.

—Melinda —dije—, me doy cuenta de que sólo tienes trece años y medio. Pero, ¿no sabes que en una tienda de juguetes no se compran patatas fritas, Coca-Cola y caramelos?

—¡Oh! Esta ya lo sé, papaíto. Pero hemos de tener colgaduras y banderitas, de lo contrario la fiesta sería un fracaso. Y después hemos de ir a la droguería a buscar carbón para el fuego.

—¡Carbón para el fuego! —la interrumpí—. ¿Para qué lo quieres?

—Bueno, papaíto, me figuro que después del baile todos tendremos hambre. Pero no te preocupes, que lo que preparemos no será nada complicado: sólo bocadillos de Frankfurt, hamburguesas, un pastel de tres pisos lleno de helado y quizás empanadas y un poco de fruta.

—Espera un momento —dije—. Te olvidas de los cigarrillos.

—No, no me olvido —respondió ella—, pero no necesitaremos muchos. Habrá muy pocos chicos que fumen.

—Bueno, ¿eso es todo? —pregunté esperanzado.

—¡Papaíto! —dijo en tono de reproche, mirándome con un ojo mientras que con el otro observaba al muchacho que en aquel momento cruzaba la calle—. Hemos de tener discos.

—¡Discos! —vociferé—. Tienes una habitación llena de discos. La semana pasada te compré los últimos diez.

Melinda miró entonces al muchacho con ambos ojos.

—Esos discos ya están pasados de moda. Todos los chicos ya los han oído. Aparece una nueva lista cada semana y a los chicos no les gusta bailar a menos que tengan los discos más recientes.

Al abandonar la tienda de discos, parcialmente asfixiados por el aire viciado que reinaba en la pequeña cabina donde habíamos estado recluidos durante las dos últimas horas, de pronto me di cuenta de que me había gastado más de cuarenta pavos en una minucia que había empezado únicamente con unas cuantas patatas fritas, Coca-Cola y caramelos.

* * *

El día de la fiesta amaneció brillante y despejado. Mi esposa, que no es tonta, abandonó apresuradamente la casa a las siete de la tarde gritando que tenía que ir a una reunión de su club. Media hora antes de lo previsto para que cayeran sobre nosotros aquella especie de bandidos, Melinda vino a mi habitación y me preguntó:

—Papaíto, ¿qué aspecto tengo?

—Tienes un aspecto magnífico —dije—. Pero no te olvides de que todo el mundo ha de estar fuera a las diez y media.

—Muy bien —asintió con la cabeza.

Luego, mirándome con aire especulativo, anunció:

—Creo que ya te lo dije antes, papaíto, pero hazme el favor de no salir de tu habitación hasta que se hayan marchado todos los chicos.

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